Michel Foucault Le nom du pere
Michel Foucault Le nom du pere [1] (Este artículo lo he tomado de www.revistaaen.es/index.php/aen/article/download/15391/15252.
[Este artículo fue subido en castellano en 1994 donde Michel
Foucault realiza una crítica a un libro de Jean. Laplanche,("Höderlin y la
cuestión del), editado en 1961. Foucault realiza esa crítica en 1962, adelanta uno de los nombres posibles de un seminario oral de Jacques
Lacan de 1973-1974, Lesnomdupeserrent . existen varias versiones del artículo en la red (AS)]
Michel Foucault, Le nom du pere
El Holderlin Jahrbuch es de suma
importancia; pacientemente, desde 1946, ha liberado la obra que comenta de la
opacidad en la que había sido sumida, du rante cerca de medio siglo, por las
exégesis visiblemente inspiradas en el George Kreis (círculo de Stefan George).
El comentario de Gundolf al Archipiélago (1923) tiene valor de testimonio: la
presencia circular y sagrada de la naturaleza, la visible proximidad de los
dioses que toman forma en la belleza de los cuerpos, su llegada a la luz en los
ciclos de la historia, su regreso al fin y ya sellado por la fugitiva presencia
del Hijo -del eterno y perecedero guardián del fuego-, todos estos temas
ahogaban en un lirismo de la inminencia de los tiempos, lo que Holderlin ya
había anunciado con el vigor de la ruptura. El joven del Río encadenado, el
héroe arrancado a la orilla atónita por el rapto que le expone a la violencia
sin frontera de los dioses, se convierte de repente, según la temática de
George, en un niño tierno, aterciopelado y prometedor. El canto de los ciclos
ha impuesto silencio a la palabra, la dura palabra que divide el tiempo. Había
que volver a tomar el lenguaje de Holderlin en el punto en que había nacido.
Ciertas investigaciones, unas antiguas, otras más recientes, han impuesto a los
puntos de referencia de la tradición una serie de desfases significativos.
Desde hace ya mucho tiempo, la cronología simple de Lange, que atribuía todos
los textos «oscuros» (como el Proyecto para el Empédocles) a un calendario
patológico cuyo año cero habría sido fijado por el episodio de Burdeos, había
quedado tras tornada; ha sido necesario adelantar las fechas y dejar que los
enigmas nacieran antes de lo deseado (todas las elaboraciones del Empédocles
han sido redactadas antes de su partida a Francia). Pero, en sentido inverso,
la erosión pertinaz del sentido no ha dejado de extenderse: Beissner ha examinado
incansablemente los últimos himnos y los textos de la locura; Liegler y Andreas
Müller han estudiado las figuras sucesivas de un mismo núcleo poético (El
viajero y Ganímedes). El carácter abrupto del lirismo mítico, las luchas en la
fronteras del lenguaje cuyo momento constituye, la única expresión y el espacio
constante abierto, no son ya fulgor postrero en un crepúsculo que avanza; se
sitúan tanto en el orden de las significaciones como en el de los tiempos, en
ese punto central y profundamente oculto en que la poesía se abre a sí misma a
partir de la palabra que le es propia. La operación de desbrozo biográfico
llevada a cabo por Adolf Beck impone también, por su parte, toda una serie de
re-evaluaciones. Atañen sobre todo a dos episodios: el regreso de Burdeos (1802)
y los dieciocho meses que, desde finales de 1793 hasta mediados de 1795, son
delitimados por su época de preceptor en Waltershauser y la partida de Jena. En
este período, especialmente, han sido es clarecidos con nueva luz relaciones
poco o mal conocidas: es la época del encuentro con Charlotte von Kalb, de las
relaciones estrechas y lejanas a un tiempo con Schiller, de las lecciones de
Fichte, del brusco regreso a la casa materna; pero es sobre todo la época de
las extrañas anticipaciones, de repeticiones a contrapelo que ofrecen en tiempo
débil lo que será, más adelante o bajo otras formas, restituido en tiempo
fuerte. Charlotte von Kalb anuncia, naturalmente, a Diótima y Susette Gontard;
el apego extático hacia Schiller, que, de lejos, vigila, protege y, desde lo
alto de su reserva, emite la Ley, dibuja desde el exterior y en el orden de los
acontecimientos esa terrible presencia de los dioses «infieles», de los cuales
se apartará Edipo, por haberse acercado demasiado a ellos, con el gesto que le
ciega: «traidor en modo sagrado». Y la huida a Nürtingen, lejos de Schiller, de
un Fichte legislando, y de un Goethe ya deificado, mudo ante H61derlin
silencio so, ¿no es acaso, en la línea de puntos de las peripecias, la figura
descifrable de esta inversión natal que más tarde se opondrá, para equilibrar,
a la inversión categórica de los dioses? También en Jena, y en la propia
densidad de la situación que allí se urde, encuentran su espacio de acción
otras repeticiones, pero de acuerdo con la simultaneidad de los espejos: la
relación ahora segura entre Ho1derlin y Wilhelmine Marianne Kirmes constituye,
en el modo de la dependencia, el duplicado de la hermosa e inaccesible unión en
la que se encuentran, como los dioses, Schiller y Charlotte von Kalb; el
proyecto pedagógico en el que el joven preceptor se ha comprometido con
entusiasmo y en el que se ha mostrado riguroso, exigente, tal vez insistente
hasta la crueldad, ofrece en relieve la imagen invertida de ese maestro
presente y cariñoso que Ho1derlin buscaba en Schiller, y en el que apenas
encontraba solicitud discreta, distancia sostenida y, más acá de las palabras,
sorda incomprensión. Gracias al cielo, el Holderlin Jahrbuch sigue siendo ajeno
al parloteo de los psicólogos; gracias al mismo cielo -o a otro-, los
psicólogos no leen el Holderlin Jahrbuch. Los dioses han tenido buen cuidado:
se ha perdido la ocasión, es decir se ha salvado. Y es que habría sido fuerte
la tentación de sostener sobre Ho1derlin y su locura un discurso mucho más
tupido, pero de idéntico tenor que aquel del que tantos psiquiatras (Jaspers en
primer y último lugar) nos han ofrecido los modelos repetidos e inútiles:
mantenidos hasta en el corazón de la locura, el sentido de la obra, sus temas y
su espacio propio parecen tomar prestado su dibujo de una trama de
acontecimientos cuyos detalles conocemos ahora. ¿No le resulta posible al
eclecticismo sin concepto de una psicología «clínica» establecer una cadena de
significados que vinculen sin ruptura ni discontinuidad la vida a la obra, el
acontecimiento a la palabra, las formas mudas de la locura a la esencia del
poema? De hecho, esta posibilidad impone una conversión, a quien la escucha sin
dejarse convencer. El viejo problema -¿dónde acaba la obra, dónde empieza la
10 cura- resulta, por la comprensión que mezcla fechas e imbrica los
fenómenos, profundamente trastornado y sustituido por otra tarea: en lugar de
ver en el hecho patológico el crepúsculo en el que se hunde la obra al realizar
su verdad secreta, es preciso seguir este movimiento por el cual la obra se
abre poco a poco a un espacio en el que el ser esquizofrénico adquiere su
volumen, revelando de ese modo, en el límite extremo, lo que ningún lenguaje,
fuera del abismo en el que se sume, habría podido decir, lo que ninguna caída
habría podido mostrar si no hubiera sido al mismo tiempo acceso a la cúspide.
Ese es el trayecto del libro de Laplanche. Empieza calladamente con un estilo de «psicobiografía». Luego, recorriendo la diagonal del campo que se ha
asignado, descubre en el momento de concluir el planteamiento del problema que,
desde el principio, había dado a su texto prestigio y maestría: ¿cómo es
posible un lenguaje que mantenga sobre el poema y sobre la locura un discurso
único e idéntico? ¿Qué sintaxis puede pasar a la vez por el sentido que se
pronuncia y la significación que se interpreta? Pero tal vez, para iluminar con
una luz que es la suya el texto de Laplanche con su poder de inversión
sistemática, tendría que, si no resolverse, al menos plantearse en su forma
primordial esta cuestión: ¿de dónde nos viene la posibilidad de semejante
lenguaje y el hecho de que nos parezca desde hace mucho tan «natural», es decir
desmemoriado de su propio enigma?
Cuando la Europa Cristiana se puso a nombrar a
sus artistas, concedió a su existencia la forma anónima del héroe: como si el
hombre sólo tuviera que desempeñar el insignificante papel de memoria
cronológica en el ciclo de las repeticiones perfectas. Las Vire de Vasari se
imponen la tarea de recordar lo inmemorial; siguen una disposición estatutaria
y ritual. En ellas, el genio se declara ya en el niño: no bajo la forma
psicológica de la precocidad, sino por ese derecho que es el suyo de ser desde
antes del tiempo y de no salir a la luz más que ya maduro; no hay nacimiento
sino aparición del genio, sin intermediario ni duración, en el desgarramiento
de la historia; como el héroe, el artista rompe el tiempo para anudarlo de
nuevo con sus manos. No obstante, esta aparición no se produce sin peripecia:
una de las más frecuentes forma el episodio del desconocimiento-reconocimiento:
Giotto era pastor y dibujaba sus ovejas en la piedra cuando le vio Cimabue y
saludó en él su grandeza oculta (como en las narraciones medievales, lean
LAPLANCHE, Holderlin et la question du pere, París, P.U.F., 1961) el hijo
de los reyes, confundido con los campesinos que le recogieron, es reconocido de
repente en virtud de una cifra misteriosa). Viene luego el aprendizaje; es más
simbólico que real, quedando reducido al enfrentamiento singular y siempre
desigual entre maestro y discípulo; el anciano ha creído darlo todo al adolescente
que ya lo dominaba todo; desde la primera lid, la proeza invierte las
relaciones; el niño marcado por el signo se convierte en el maestro del maestro
y, simbólicamente, le mata, pues su reino no era sino usurpación y el pastor
sin nombre tenía derechos imprescriptibles: Verrocchio abandonó la pintura
cuando Leonardo hubo dibujado el ángel del Bautismo de Cristo, y el viejo
Ghirlandaio se inclinó a su vez ante Miguel Ángel. Pero acceder a la soberanía
impone también sus rodeos; ha de pasar por la nueva prueba del secreto, pero en
este caso voluntario; como el héroe lucha bajo una coraza negra y con la visera
bajada, el artista oculta su obra para desvelarla sólo una vez acabada; es lo
que hizo Miguel Ángel con su David y Dccello con el fresco que figuraba encima
de la puerta de San Tom maso. Entonces son concedidas las llaves del reino:
son las que corresponden al Demiurgo; el pintor produce un mundo que es el
duplicado, el rival fraterno del nuestro; en el equívoco instantáneo de la
ilusión ocupa su lugar y vale por él; Leonardo pintó, en la rodela de San
Piero, monstruos cuyos poderes de horror son tan grandes como los de la
naturaleza. Y en ese retorno, en esta perfección de lo idéntico, se cumple una
promesa; el hombre es liberado, como Filippo Lippi, según la anécdota, fue
realmente liberado el día en que. Pintó un retrato de su maestro con un
parecido sobrenatural. El Renacimiento tuvo de la individualidad del artista
una percepción épica en la que vinieron a confundirse las figuras arcaizantes
del héroe medieval y los temas griegos del ciclo iniciático; en esta frontera
aparecen las estructuras ambiguas y sobrecargadas del secreto y del
descubrimiento, de la fuerza embriagadora de la ilusión, de la vuelta a una
naturaleza que, en el fondo es otra, y del acceso a una nueva tierra que
resulta ser la misma. El artista sólo ha salido del anonimato en que
permanecían durante siglos aquellos que habían cantado las epopeyas haciéndose
cargo de las fuerzas y el sentido de esas valoraciones épicas. La dimensión de
lo heroico ha pasado del héroe a aquel que lo representa, en el momento en que
la cultura occidental se ha convertido ella misma en un mundo de
representaciones. La obra no extrae ya su único sentido del hecho de ser un monumento
que figura como una memoria de piedra a través del tiempo; pertenece a esa
leyenda que cantaba antaño; esa «gesta» puesto que es ella quien otorga su
verdad eterna a los hombres y a sus perecederas acciones, pero también porque
remite, como a su lugar natural de nacimiento, al orden maravilloso de la vida
de los artistas. El pintor es la primera flexión subjetiva del héroe. El
autorretrato no es ya, en una esquina del cuadro, una participación furtiva del
artista en escena que representa; es, en el corazón de la obra, la obra de la
obra, el encuentro, al final de su recorrido, del origen y del término, la
heroización absoluta de aquél por quien los héroes aparecen y permanecen. Así
se trabó para el artista, en el interior de su gesto, una relación de sí a sí
mismo que el héroe no había podido conocer. El heroísmo se encuentra aquí
disimulado como modo inicial de manifestación, en la frontera de lo que se manifiesta
y de lo que se representa, como una manera de constituir únicamente, para sí y
para los demás, una sola y misma cosa con la verdad de la obra. Precaria y sin
embargo imborrable unidad. Abre, desde el fondo de ella misma, la posibilidad
de todas las disociaciones; autoriza al «héroe extraviado», cuya vida y pasiones
cuestionan sinceramente su obra (así Filippo Lippi atormentado por la carne y
que pintaba una mujer cuando, por no haber podido poseerla, necesitaba «apagar
su ardor»); el «héroe alienado» en su obra, olvidándose de ella y olvidándola
también a ella misma (como Uccello que «habría sido el pintor más elegante y
más original desde Giotto si hubiera dedicado a las figuras de hombres y
animales el tiempo que perdió en sus investigaciones sobre la perspectiva»); el
«héroe ignorado» y rechazado por sus pares (como Tintoretto expulsado por
Ticiano y des preciado a lo largo de toda su vida por los pintores de
Venecia). En estos avatares que poco a poco separan lo que corresponden al
gesto del artista de lo que corresponde a la gesta del héroe, se abre la posibilidad
de un momento ambiguo donde se trata a la vez, y en un vocabulario mixto, de la
obra y de lo que no es ella. Entre el tema heroico y los obstáculos por lo que
se pierde, se abre un espacio que el siglo XVI empieza a sospechar y que el
nuestro recorre con el alborozo de los olvidos fundamentales: es aquel en que
viene a ocupar su sitio la «locura» del artista; le identifica con su obra
volviéndole ciego y sordo a las cosas que ve ya las palabras que sin embargo él
mismo pronuncia. No se trata ya de esta ebriedad platónica que hacía al hombre
insensible a la realidad ilusoria para situarlo en la plena luz de los dioses,
sino de una relación subterránea en la que la obra y lo que no es ella formulan
su exterioridad en el lenguaje de una interioridad sombría. Entonces resulta
posible esta extraña empresa que es una «psicología del artista», siempre
habitada por la locura, incluso cuando no aparezca el tema patológico. Se
inscribe sobre fondo de la hermosa unidad heroica que dio su nombre a los primeros
pintores, pero mide su desgarramiento, su negación y olvido. La dimensión de lo
psicológico es, en nuestra cultura, el negativo de las percepciones épicas. Y
nos vemos ahora destinados, para preguntarnos qué fue un artista, a esta vía
diagonal y alusiva en la que se ve y se pierde la vieja alianza callada de la
obra y de «lo otro que la obra» cuyo heroísmo ritual y ciclos inmutables nos
contó antaño Vasari.
Nuestro entendimiento discursivo
intenta restituir un lenguaje a esta unidad. ¿Está ya pérdida para nosotros? ¿O
solamente incluida, hasta llegar a ser difícil mente accesible, en la
monotonía de los discursos sobre las «relaciones entre arte y locura»? En sus
repeticiones (pienso en Vinchon), en su miseria (pienso en el buen Fretet, en
muchos otros más), tales discursos no son posibles más que por ella; a la vez,
la enmascaran, la rechazan y la dispersan al hilo de sus repeticiones. Duerme
en ellos, y por ellos se hunde en un obcecado olvido. Pueden despertarlo, sin
embargo, cuando son rigurosos y sin compromisos: así lo atestigua el texto de
Laplanche, el único, sin duda, digno de ser salvado de una dinastía sin gloria
hasta él. Una notable lectura de los textos multiplica en él los problemas que
plantea la esquizofrenia al psicoanálisis con una insistencia creciente. ¿Qué
se dice exactamente al afirmar que el lugar vacante del Padre, es ese mismo
lugar que Schiller ocupó imaginariamente para Holderlin, y después abandonó;
ese mismo lugar que los dioses de los últimos textos han hecho centellear con
su presencia infiel antes de dejar a los hespéridos bajo la ley real de la
institución. Y más simplemente, ¿cuál es esa misma figura cuyos contornos
dibuja el 1halia-Fragment antes del encuentro real con Susette Gontard, que a
su vez, hallará en la Diótima definitiva su fiel representación? ¿Cuál es ese
«mismo» al que con tanta facilidad recurre el análisis? ¿Cuál es esa
obstinación de un «idéntico» siempre puesto de nuevo en juego, que garantiza
sin problema aparente, el paso entre la obra y lo que no es ella? Los caminos
hacia ese «idéntico» son diversos. El análisis de Laplanche sigue ciertamente
los más seguros, tomando unas veces unos, otras veces otros, sin perder nunca
el sentido de la marcha, hasta tal punto permanece fiel a ese «mismo» que le
obsesiona con su inaccesible presencia con su ausencia tangible. Forman hacia
él como tres vías de acceso metodológicamente distintas, pero convergentes: la
asimilación de los temas en lo imaginario; el dibujo de las formas
fundamentales de la experiencia; en fin, el trazado de esa línea a lo largo de
la cual la obra y la vida se enfrentan, se equilibran y a la vez se posibilitan
e imposibilitan mutuamente. 1) Las fuerzas míticas, cuyo extraño y penetrante
vigor la poesía de Holderlin experimenta en sí y fuera de sí mismo, son
aquellas cuya violencia divina atraviesa a los mortales para guiarles hasta una
proximidad que les ilumina y reduce a cenizas; son las del Jungling, las del
joven río encadenado y sellado por el hielo, el invierno y el sueño, que, con
un movimiento, se libera para encontrar lejos de sí, fuera de sí, su lejana,
profunda y acogedora patria. ¿No son también las fuerzas del niño Holderlin
custodiadas por su madre, confiscadas por su avaricia y de las cuales pedirá
que le conceda el «uso inalterado» así como la libre disposición de una
herencia paterna? ¿O también esas fuerzas que confronta con las de su alumno en
una lucha en la que exasperan por reconocerse, sin duda, como en la imagen de
un espejo? La experiencia de Holderlin, está, a la vez, apoyada y dominada por
esa amenaza maravillosa de fuerzas que son suyas y ajenas, lejanas y próximas,
divinas y subterráneas, invenciblemente precarias; entre ellas se abren las
distancias imaginarias que fundamentan y cuestionan su identidad y el juego de
su simbolización recíproca. La relación oceánica de los dioses con su joven
vigor que se desencadena ¿es la forma simbólica y luminosa o el apoyo profundo, nocturno constitutivo de las relaciones con la imagen de la madre?
Indefinidamente, las relaciones se invierten. 2) Este juego, sin principio ni
fin, se despliega en un espacio que le es propio -espacio organizado por las
categorías de lo próximo y lo lejano. Estas categorías han gobernado, de
acuerdo con una alternancia inmediatamente contradictoria, las relaciones de Holderlin
con Schiller. En Jena, Holderlin se exalta con «la proximidad de los espíritus
verdaderamente grandes». Pero en esta profusión que le atrae, siente su propia
miseria -vida desértica que la mantiene alejado y abre hasta en él mismo un
espacio sin apelación. Esta avidez dibuja la forma vacía de una abundancia:
poder de acoger la fecundidad del otro, de ese otro que, manteniéndose en la
reserva, se niega, y voluntariamente establece la distancia de su ausencia.
Ahí, la partida de Jena cobra su sentido: Holderlin se aleja de la proximidad
de Schiller porque, en la proximidad inmediata, sentía que no era nada para su
héroe y que permanecía indefinidamente alejado de él; cuando ha intentado
acercar a él el afecto de Schiller, es porque él mismo quería «acercarse al
Bien» -a lo que precisamente está fuera de su alcance-; así pues, abandona Jena
para acercarse más a sí mismo este «afecto» que le liga pero que todo lazo
degrada y toda proximidad aleja. Es muy probable que esta experiencia esté
ligada para Holderlin a la de un espacio fundamental en el que se manifiesten
la presencia y el alejamiento de los dioses. Este espacio es, en primer lugar,
y bajo una forma general, el gran círculo de la naturaleza que es el «Uno-Todo
de lo divino»; pero este círculo sin falla ni mediación sólo sale a flote a la
luz ahora apagada de Grecia; sólo allí los dioses están aquí; el genio de la
Hélade fue «el primogénito de la alta naturaleza»; es a él a quien hay que
encontrar en el gran regreso cuyos círculos indefinidos canta el Hiperión. Pero
ya desde el Thalia Fragment, que constituye el primer esbozo de la novela, se
pone de manifiesto que Grecia no es la tierra de la presencia deparada: cuando
Hiperión abandona a Melita con la que acaba de encontrarse, para emprender una
peregrinación a las orillas del Escamandra hacia los héroes muertos, ella
desaparece a su vez y le condena a regresar hacia esta tierra natal en la que
los dioses están presentes y ausentes, visibles y ocultos, en la manifiesta
reserva del «gran secreto que da la vida o la muerte». Grecia dibuja esa playa
en la que se cruzan los dioses y los mortales, su mutua presencia y su ausencia
recíproca. De ahí su privilegio de ser la tierra de luz: en ella se define una
lejanía luminosa (opuesta término a término a la proximidad nocturna de
Novalis) que atraviesa como el águila o el relámpago la violencia de un rapto a
la vez asesino y amoroso. La luz griega es la distancia absoluta a la vez
abolida y exaltada por la fuerza lejana e inminente de los dioses. Contra esta
fuga absoluta de lo cercano, contra la flecha amenazadora de lo lejano, ¿a
qué recurrir, y quién protegerá? «¿Es ese espacio para siempre esta absoluta y
centelleante despedida, mezquina mudanza?» 3) En su redacción definitiva, el
Hiperión es ya la búsqueda de un punto de fijación; lo busca en la improbable
unidad de dos seres tan próximos y tan inconciliables como una figura y su
imagen especular; ahí se estrecha el límite en un círculo perfecto, sin nada
exterior, como circular y pura fue la amistad con Sussette Gontard. En esa luz,
en la que se reflejan dos rostros que son el mismo, la lucha de los Inmortales
se ha detenido, lo divino cogido en la trampa del espejo, una vez alejada de la
amenaza sombría de la ausencia y el vacío. El lenguaje se adelanta ahora contra
este espacio que al abrirse le llamaba y le hacía posible; intenta cerrarlo
cubriéndolo con las bellas imágenes de la presencia inmediata. La obra se
convierte entonces en medida de lo que no es, en el doble sentido de que
recorre toda su superficie y que lo limita oponiéndose a él. Se instaura como
expresión certera y locura conjurada. Es el período de Francfort, de su época
de preceptor en casa de los Gontard, del cariño compartido, de la perfecta
reciprocidad de las miradas. Pero Diótima muere, Alabanda va en busca de una
patria perdida y Adamas de la imposible Arcadia; una figura se ha introducido
en la relación dual de la imagen del espejo -gran figura vacía, pero cuya
abertura devora el reflejo frágil, algo que no es nada pero que señala bajo
todas sus formas el Límite: fatalidad de la muerte, ley no escrita de la
fraternidad de los hombres, existencia divinizada e inaccesible de los
mortales. En la dicha de la obra, en el filo de su lenguaje, surge, para
reducirlo al silencio y consumarlo, este límite que era ella misma frente a
todo lo que no era ella. La forma del equilibrio se convierte en ese acantilado
abrupto en el que la obra halla un término que sólo consigue cerrarla
arrebatándola a sí misma. Lo que constituía su fundamento es también su ruina.
El límite a lo largo del cual se equilibran la vida dual con Susette Gontard y
los espejos encantados del Hiperión surge como límite en la vida (es la partida
«sin razón» de Francfort) y límite de la obra (es la muerte de Diótima y el
regreso de Hiperión a Alemania «como Edipo ciego y sin patria a las puertas de
Atenas»). Este enigma de lo Mismo en el que la obra se reúne con lo que no es
ella, se enuncia ahora bajo la forma exactamente opuesta a aquélla en que
Vasari la había declarado resuelta. Viene a situarse en lo que, en el corazón
de la obra, consuma (y desde su nacimiento) su ruina. La obra y lo otro que la
obra no hablan de lo mismo ni con el mismo lenguaje más que a partir del límite
de la obra. Es necesario que todo discurso que intente alcanzar a la obra en su
fondo sea, incluso implícitamente, interrogación sobre las relaciones entre
locura y obra: no sólo porque los temas del lirismo y de la psicosis se
asemejen, no sólo porque las estructuras de la experiencia sean isomorfas en
ambos campos, sino más pro fundamente porque la obra plantea y supera a la vez
el límite que la fundamenta, la amenaza y la culmina.
La gravitación según la ley de la
mayor banalidad a la cual se encuentra so metido, en su mayor parte, el pueblo
de los psicólogos, le ha llevado, desde hace varios años, al estudio de las
«frustraciones» en la que el ayuno involuntario de las ratas sirve de modelo
epistemológico indefinidamente fecundo. Laplanche debe a su doble cultura de
filósofo y psicoanalista el haber llevado su discurso sobre Holderlin hasta un
profundo cuestionario de lo negativo, donde se encuentran repetidas, es decir
requeridas en su destino, la repetición hegeliana de Hyppolite y la freudiana,
del doctor Lacan. Mejor que en francés, las prefijaciones y sufijaciones
alemanas (ab-, ent-, -los, un-, ver-) distribuyen en modos distintos esas
formas de la ausencia, de la laguna, de la distancia que, en la psicosis,
atañen sobre todo a la imagen del Padre y a las armas de la virilidad. En ese
«no» del Padre, no se trata de ver una orfandad real o mítica, ni la huella de
un menoscabo del carácter del genitor. El caso de Holderlin es aparentemente
claro, pero ambiguo en el fondo: perdió a su verdadero padre a los dos años;
cuando tenía cuatro, su madre volvió a casarse con el burgomaestre Gock que
murió cinco años más tarde dejando al niño un recuerdo encantado que no parece
haber oscurecido en ningún momento la presencia de un hermanastro. En el orden
de la memoria, el lugar del padre está ampliamente ocupado por una figura
clara, positiva, y que sólo el hecho de la muerte cuestionó. Sin duda, la
ausencia no ha de ser tenida en cuenta en el plano del juego entre presencias y
desapariciones, sino en ese otro en que se encuentran liga dos lo que se dice
y quien lo dice. Melanie KIein y, después, Lacan han demostrado que el padre,
como tercera persona en la situación edípica, no es sólo el rival odiado y
amenazador, sino aquel cuya experiencia limita la relación ilimitada de la madre
con el niño, que recibe la primera forma angustiada del fantasma de la devoración.
El padre es entonces aquel que separa, es decir que protege, cuando, al
pronunciar la Ley, vincula en una experiencia mayor el espacio, la regla y el lenguaje.
Vienen dadas de una sola vez, la distancia a lo largo de la cual se desarrolla
la escansión de las presencias y las ausencias, la palabra cuya forma primera (es
la de la coerción, y, finalmente, la relación entre significante y significado
a partir de la cual se va a llevar a cabo no sólo la edificación del lenguaje
sino también el rechazo y la simbolización de lo reprimido. Así pues, no habrá
que pensar en una laguna fundamental en la posición del Padre, en los términos
alimentarios o funcionales de la carencia. Poder decir que falta, que es
odiado, rechazado o introyectado, que su imagen pasa por transmutaciones
simbólicas supone que no se encuentra, de entrada, «forcluido», como dice
Lacan, que en su lugar no se abre un vacío absoluto. Esta ausencia del Padre,
que manifiesta, al precipitarse en ella, la psicosis, no se refiere al registro
de las percepciones de las imágenes, sino al de los significantes. El no por el
que se abre este vacío no indica que el nombre del padre haya quedado sin
titular real, sino que el padre no ha llegado en ningún momento a ser nominado
y que este espacio del significante por el cual se nombra al padre y por el
cual, según la Ley, él nombra, ha quedado vacío. La línea recta de la psicosis
se dirige infaliblemente hacia ese «no» cuando, picando hacia el abismo de su
sentido, hace surgir bajo las formas del delirio o del fantasma, y en el
desastre del significante, la ausencia devastadora del padre. Desde el período
de Homburgo, Holderlin se encamina hacia esa ausencia que ahondan
incesantemente las elaboraciones sucesivas del Empédocles. Ellirismo trágico se
precipita primero hacia ese corazón profundo de las cosas, ese «Limitado»
central en el que se disipa toda terminación. Desaparecer en el fuego del
volcán, es reunirse hasta en su centro inaccesible y abierto con el Uno-Todo -a
la vez, vigor subterráneo de las piedras y llama clara de la verdad. Pero, a
medida que Holderlin vuelve a tratar el tema, las relaciones del espacio
fundamental se modifican: la proximidad ardiente de lo divino (alta y profunda
forja del caos en que todas las consumaciones vuelven a empezar) se abre para
designar sola mente una presencia de los dioses lejanos, centelleante e infiel;
al calificarse de Dios y adquirir la dimensión de mediador, Empédocles ha
puesto fin a la hermosa alianza; cuando creía penetrar lo Ilimitado, ha
alejado, en una falta que es su existencia misma y el “ruego de sus manos», el
Límite. Yen el retroceso definitivo de los confines, la vigilancia de los
dioses trama ya su inevitable astucia; la ceguera de Edipo pronto podrá
adelantarse con los ojos abiertos en esta playa abandonada en la que se yerguen
para el parricida locuaz, enfrentados pero fraternales, el Lenguaje y la Ley.
En cierto sentido, el Lenguaje es el lugar de la falta: es al proclamar a los
dioses cuando Empédocles los profana y lanza al corazón de las cosas la flecha
de su ausencia. Al lenguaje de Empédocles se opone la resistencia del enemigo
fraternal; su misión consiste en fundar, en el intervalo del límite, el zócalo
de la Ley que une el entendimiento a la necesidad y prescribe a la
determinación la estela del destino. Este carácter positivo no es el del
olvido; en el último esbozo, reaparece bajo los rasgos de Manes, como poder
absoluto de interrogación (“dime quién eres y quién soy yo»), y voluntad tenaz
de guardar silencio; es la pregunta perpetua que jamás responde; y sin embargo
él, que ha venido desde el fondo de los tiempos y del espacio, atestiguará
siempre que Empédocles fue el Llamado, el definitivo ausente, aquel por quien
«todo vuelve de nuevo y lo que debe ocurrir ya se ha consumado». En este
enfrentamiento postrero y tan reñido se encuentran dadas las dos posibilidades
extremas -las más cercanas y las más opuestas. Por un lado, se dibujan el
retorno de los dioses hacia su éter esencial, el mundo terrestre otorgado a los
hesperidios, la figura de Empédocles que se borra como la del último griego, la
pareja de Cristo y Dionisio llegada desde el fondo de Oriente para dar testimonio
del paso fulgurante de los dioses agónicos. Pero, a la vez, se abre la región
de un lenguaje perdido en sus últimos confines, allí donde más ajeno es a sí
mismo, la región de los signos que ya nada señalan, la de una entereza que no
sufre: «Ein Zeichen sind wir, deutungslos ... ». La abertura del lirismo último
es la abertura misma de la locura. La curva dibujada por el vuelo de los dioses
y la de los hombres volviendo a su tierra paterna, invertida, forman una misma
cosa con la recta implacable que lleva a Holderlin hacia la ausencia del Padre,
a su lenguaje hacia la abertura fundamental del significante, su lirismo hacia
el delirio, su obra hacia la ausencia de obra.
Al principio de su libro,
Laplanche se pregunta si Blanchot, al hablar de Holderlin, no ha renunciado a
mantener hasta el final la unidad de las significaciones, si no ha recurrido
demasiado pronto al momento opaco de la locura, e invocando, sin examinarla, la
entidad muda de la esquizofrenia. En el nombre de una teoría «unitaria», le
reprocha haber admitido un punto de ruptura, una catástrofe absoluta del
lenguaje cuando habría sido posible mantener la comunicación durante mucho más
tiempo -tal vez indefinidamente- entre el sentido de la palabra y el fondo de
la enfermedad. Pero Laplanche sólo ha conseguido mantener esta continuidad
dejando fuera del lenguaje la identidad enigmática a partir de la cual puede
hablar a la vez de la locura y de la obra. Laplanche posee un destacado poder
de análisis: su discurso, a la vez meticuloso y rápido, recorre sin abuso el
campo comprendido entre las formas poéticas y las estructuras psicológicas; se
trata sin duda de oscilaciones extraordinariamente rápidas, que permiten, en
ambos sentidos, la transferencia imperceptible de figuras analógicas. Pero un
discurso (como el de Blanchot) que se situara en la posición gramatical de este
«y» de la locura y de la obra, un discurso que interroga ese intervalo en su
indivisible unidad y en el espacio que abre, sólo podría cuestionar el Límite,
es decir, esa línea en la que la locura es precisamente ruptura perpetua. Estos
dos discursos, a pesar de la identidad de un contenido siempre reversible de
uno a otro y demostrativo para cada uno de ellos, son sin duda profunda mente
incompatibles; el desciframiento conjunto de las estructuras poéticas y de la
estructuras psicológicas jamás reducirá su distancia. Y, sin embargo, ambos
están infinitamente cercanos, como cercana a lo posible se halla la posibilidad
que le sirve de fundamento; y es que la continuidad del sentido entre la obra y
la locura es sólo posible a partir del enigma de lo mismo que deja aparecer lo
absoluto de la ruptura. La abolición de la obra en la locura, ese vacío en el
que la palabra poética es atraída como hacia su desastre, es lo que autoriza
entre ellas el texto de un lenguaje que les sería común. Y no es ésta una figura
abstracta, sino una relación histórica en la que nuestra cultura debe
interrogarse. Laplanche llama «depresión de Jena» al primer episodio patológico
de la vida de Holderlin. Mucho podríamos meditar sobre este hecho depresivo:
con la crisis post-kantiana, la querella del ateísmo, las especulaciones de
Schlegel y de Novalis, con el rumor de la Revolución que se oía como un
cercano más allá, es cierto que Jena fue ese lugar en que el espacio occidental
se ahondó bruscamente; la presencia y la ausencia de los dioses, su partida y
su inminencia definieron allí para la cultura europea un espacio vacío y
central en el que van a aparecer, ligados en una única interrogación, el
carácter finito del hombre y el retorno del tiempo. El siglo XIX tiene fama de
haberse concedido la dimensión de la historia; no ha podido abrirla más que a
partir del círculo, figura espacial y negadora del tiempo, según la cual los
dioses manifiestan su llegada y su alejamiento, y los hombres su regreso al
suelo natal de lo finito. Más que en nuestra atracción por el miedo a la nada,
es en nuestro lenguaje donde ha repercutido profundamente la muerte de Dios,
por el silencio que ha situado en su origen, y que ninguna obra, a menos de ser
pura palabrería, puede velar. El lenguaje ha adquirido entonces una dimensión
soberana; surge como si viniera de otra parte, de un lugar en el que nadie
habla; pero sólo es obra si, remontando su propio discurso, habla en la
dirección de esa ausencia. En ese sentido, toda obra es intento de agotamiento
del lenguaje; la escatología se ha convertido en nuestros días en una
estructura de la experiencia literaria; ésta por derecho de nacimiento es
última. Ya lo dijo Char: «Cuando se quebraron las barreras del hombre,
aspiradas por la falla gigante del abandono de lo divino, algunas palabras a lo
lejos, palabras que no querían perderse, intentaron resistir al empuje
exorbitante. Entonces se decidió la dinastía de su sentido. He corrido hasta la
salida de esa noche diluviana». En este acontecimiento, Holderlin ocupa un
lugar único y ejemplar: estableció y manifestó el vínculo entre la obra y la
ausencia de obra, entre el alejamiento de los dioses y la perdición del
lenguaje. Borró de la figura del artista los signos de la magnificencia que se
adelantaban al tiempo, fundaban las certezas, alzaban todo acontecimiento hasta
el lenguaje. El lenguaje de Holderlin sustituyó la unidad épica, que aún
reinaba en Vasari, por una división constitutiva de otra obra en nuestra
cultura, una división que la vincula a su propia ausencia, a su abolición de
siempre en una locura que, de entrada, tenía su parte en ello. Es él quien ha
permitido que, en las laderas de esta imposible cumbre a la que había llegado y
que dibujaba el límite, nosotros, cuadrúpedos positivos, rumiemos la psicopatología de los poetas.
(Publicado en la revista SALUD MENTAL Y CULTURA Traducción de Julián
Mateo Ballorca)
[1] Primera edición «Le 'non' du pere»,
Critique, 172, 1962, pp. 195-209.
No hay comentarios: