¿Cómo sobrevivir "CON" nuestra locura? Kenzaburo Oé
El jardín de los Oé por
Juan Forn (publicado en el periódico página 12, Buenos Aires, Argentina,
30/10/2015)
En 1994, Martha Argerich tenía
que dar un concierto en Japón a dúo con Rostropovich y le propuso tocar, entre
la primera y la segunda parte del concierto, una pieza muy breve, de menos de
cinco minutos, obra de un compositor japonés desconocido. La extrema levedad y
sencillez de la pieza dejó perplejo al exigente público japonés. Argerich
explicó después que para ella era “música pura” y que la había descubierto a
través de su discípula y protegida Akiko Ebi, quien acababa de grabar un disco
entero con las breves piezas de ese compositor desconocido. Ebi había grabado
aquel disco por influencia de su primera profesora de piano, Kumiko Tamura. La
señorita Tamura había dejado de dar clases a niños virtuosos para dedicarse por
entero a un único alumno, con el cual venía trabajando hacía más de quince
años. El alumno en cuestión era autista, epiléptico y tenía serias dificultades
motrices. Su nombre era Hikari Oé y los lectores de Japón estaban bastante
familiarizados con él porque aparecía en todos los libros de su padre, el
flamante Premio Nobel Kenzaburo Oé.
Hikari había nacido en 1963 con
una hidrocefalia tan tremenda que parecía tener dos cabezas. Su única
posibilidad de vida dependía de una operación muy riesgosa y complicada que, en
el mejor de los casos, lo dejaría con daños cerebrales irreversibles. Los
médicos preferían no operar y el propio Kenzaburo era de la misma opinión, pero
su esposa le dijo que prefería suicidarse antes que dejar morir a su único
hijo. Kenzaburo debía partir a Hiroshima, para escribir un artículo sobre los
médicos que trataban a las víctimas de la radiación. Muchos de ellos padecían
los mismos síntomas que sus pacientes. Tenían, según Oé, más motivos que nadie
para dejarse morir y sin embargo perseveraban, logrando en algunos casos
resultados asombrosos. Kenzaburo volvió y le dijo a su mujer que apoyaba su
decisión. Hikari sobrevivió a la operación pero quedó con lesiones cerebrales
permanentes, epilepsia, problemas de visión y limitaciones severas de
movimiento y coordinación. Su autismo era total hasta que la madre notó que su
atención respondía al canto de los pájaros. Kenzaburo consiguió un disco en que
se oían diversos cantos de aves y una voz masculina que los identificaba. Un
año después, mientras llevaba a su hijo en bicicleta por un parque cercano,
Hikari pronunció su primera palabra: “Avutarda”, dijo al oír el canto de un
pájaro. Había memorizado los setenta cantos distintos de aquel disco. Lo mismo
le pasaba con la música: cuando oía un fragmento de Mozart (la música favorita
de su madre) era capaz de identificarla al instante por su número Kochel.
Así hace su entrada la profesora
Tamura en la vida de Hikari. Al principio se limitaba a mostrarle melodías
sencillas en el piano, que él pudiera repetir con un dedo, pero el interés de
Hikari por esas lecciones (esperaba a su maestra en la puerta de la casa con un
reloj despertador en la mano) y sus sorprendentes progresos hicieron que la
señorita Tamura fuese abandonando sus otros alumnos y se dedicara por completo
a él. De a poco logró que cada uno de los dedos de Hikari trabajara en forma
separada y pudiera encarar progresiones armónicas. Luego le enseñó solfeo y
notación musical. Pero Hikari mostraba menos interés en practicar piezas de
Chopin o Bach que en sus propias improvisaciones.
La señorita Tamura decidió
entonces empezar a explorar junto a Hikari ese mundo de sonidos que éI tenía
adentro. Las sesiones frente al piano se hicieron diarias y ocupaban toda la
tarde, luego de que Hikari volviera de la escuela especial donde hacía
manualidades. Rara vez apelaba a la palabra para comunicarse pero con un mero
tarareo era capaz de expresar lo que quería a sus padres y sus dos hermanos.
Hikari y la señorita Tamura trabajaron en ese lenguaje, con proverbial
templanza japonesa, durante diecisiete años. Hikari fue componiendo breves
piezas en ese lenguaje, que pulía y pulía con obsesión autista hasta lograr
poner en ellas su relación emocional y sensorial con el mundo, desde la muerte
de un maestro querido hasta un día en el campo con sus hermanos (así eran los
títulos de las composiciones). Un día, la señorita Tamura recibió en su casa la
visita de una ex alumna, la ya célebre Akiko Ebi. Cuando ésta le preguntó a qué
había dedicado todos esos años, la anciana la sentó al piano y le mostró las
piezas de Hikari, y el resto ya ha sido dicho.
En 1994 Kenzaburo ganó el Premio
Nobel y en su discurso en Estocolmo anunció que ya no escribiría más novelas,
que no hacía falta. Porque desde 1963, desde el regreso de aquel viaje a
Hiroshima y de la operación a su hijo, Kenzaburo había instalado a Hikari en el
centro de su literatura: había decidido darle una voz, ya que su hijo no podía
tenerla. Hasta entonces su escritura estaba orientada a las catástrofes de la
historia japonesa reciente: la guerra, la bomba atómica, el culto al emperador,
al militarismo, y sus consecuencias. A partir de entonces, el foco pasó a la
paternidad y su vínculo con Hikari. En 1964, luego de la operación de su hijo,
publicó Una cuestión personal. En 1966 fue aun más áspero: Dinos cómo
sobrevivir a nuestra locura. A los que siguieron El grito silencioso y luego
Las aguas han invadido mi alma. La irrupción de la música y de la profesora
Tamura en la vida de Hikari se puede adivinar en los títulos siguientes
(Despertad, oh jóvenes de la nueva era, o Una familia tranquila, o Carta a los
años de nostalgia), pero casi no se la menciona en sus páginas; es como si no
tuviera lugar en la áspera escritura de Kenzaburo: Hikari es sólo esa presencia
constante en casa de los Oé. Hasta que salió el disco de Akiko Ebi y Japón
primero y el mundo después descubrieron que Hikari tenía una voz propia: ya no
necesitaba que su padre hablara por él.
Para Kenzaburo, darle una voz a
Hikari consistió en realidad en cargar él con el tormento, alivianarle las
espaldas a su hijo. Cualquiera que haya leído sus libros sabe lo duro e
insobornable que ha sido siempre consigo mismo, así como con su país.
Cualquiera que escuche la música de Hikari después de leer los libros de
Kenzaburo entenderá al instante que, lo que hizo el padre, efectivamente liberó
las espaldas del hijo. Nabokov decía que no se lee con la cabeza y tampoco se
lee con el corazón: se lee con la espalda, más precisamente con ese lugar entre
los omóplatos donde alguna vez tuvimos alas. La música de Hikari es así: entra
por la espalda. Apenas empieza, termina. Pero mientras dura es posible imaginar
esos otros momentos en casa de los Oé, esos que Kenzaburo no retrató en sus
libros, esos que hicieron posible que los Oé pudieran sobrevivir a su locura,
al grito silencioso (“Me horroriza pensar lo que hubiese sido la vida de Hikari
y la de su familia sin la música”, ha dicho el padre).
Kenzaburo no cumplió su promesa
de no escribir más novelas; ya publicó tres. Hikari sigue componiendo sus piezas
breves; ya le hicieron tres discos. En casa de los Oé, todos los días se
parecen: en un rincón del living está Kenzaburo escribiendo, en otro rincón
está Hikari frente al piano y, en el jardín, poblado de comederos de pájaros,
se ve a la señora Oé rellenando los cuencos con un sobrecito de semillas.
tallerforn@gmail.com
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