Mentiras vergonzosas por P.Capanna, prólogo de Alberto Sladogna
Prólogo: Breve, aquí Capannan muestra uno de los mitos que algunos antropólogos reunieron- M. Mead- él los trata de mentiras, el tema concierne al análisis en los horizontes de Jacques Lacan que calificó al psicoanálisis como siendo una "estafa" con efectos. Freud se basado en otro mito la antropofagia para dar cuenta de ciertos rituales, una antropofagia "inventada" por los informantes de los antropologos. Afirmación que sigue estando a la espera de dilucidar la mencionada "estafa con efectos".
Mentiras vergonzosas por Pablo Capanna
Cuando
uno ingresa a la universidad, así esté lleno de ganas de aprender o
simplemente vaya en busca de un título, generalmente queda deslumbrado
con el despliegue de ideas que la escuela apenas le había sugerido. Pero
también se encuentra con reglas no escritas que establecen cuáles son
las cosas que no se cuestionan y los nombres que están más allá de toda
crítica. Toda época tiene los suyos.
Con el andar del tiempo, el tipo se recibe, y para entonces ha
descubierto que las cosas no eran tan simples. Pasan unos cuantos años
más y un día se da cuenta de que eso que le habían enseñado ha quedado
obsoleto. Lo mejor que le puede pasar es que, de hecho, ahora sepamos
mucho más que antes, en cuyo caso tendrá que actualizarse. Lo más triste
es descubrir que en su tiempo la academia había sido presa de una de
esas modas intelectuales que suelen desaparecer en el mediano plazo.
Pero hay algo aún peor, que es enterarse de que algunos de los
maestros consagrados, esos que estaban más allá de toda discusión, no
habían sido tan rigurosos como nos decían y que sus irrefutables
verdades no sólo eran falsas sino fraudulentas. Si uno es medianamente
optimista, podría alegrarse y decir que esto sale a la luz porque la
ciencia es autocorrectiva. Pero si es ligeramente pesimista, podrá
llegar a cuestionar cuánto de lo que enseñamos y aprendemos será
realmente confiable.
El tema del fraude en la ciencia ha llegado a ser tan preocupante
como la corrupción en la política, aunque es parte de lo mismo. Podemos
preguntarnos por qué un científico talentoso se siente autorizado a
mentir. Se puede entender (aunque no justificar) al que miente en los
comienzos de una carrera para conquistar un espacio, aunque luego deberá
esmerarse para conservarlo. El consagrado que hace trampa, en cambio,
puede estar temiendo ser desplazado por una nueva camada de
investigadores. A veces ocurre algo parecido con esos escritores que,
luego de sacar un par de premios, reclutan subcontratistas que escriben
los libros para él, como esos célebres “negros” de Alejandro Dumas.
También puede ocurrir, en fin, que el mentiroso de marras sucumba a
una ilusión ideológica y llegue a creer que es la realidad y no su
teoría la que tiene que probar que es cierta, y en caso contrario hay
que hacer callar a la realidad.
Algunas de estas explicaciones pueden servir para entender qué pasó
por la cabeza de dos ídolos de antaño que acabaron cayendo post mortem.
Uno fue Cyril Burt, el paladín de los tests de inteligencia, y la otra
Margaret Mead, que era algo así como la encarnación de la antropología.
El padre de los gemelos
Cyril Burt
(1883-1971) fue el primer psicólogo inglés que fue hecho “Sir” e influyó
decididamente en las políticas de admisión a las escuelas. Había
conocido a Francis Galton desde niño, y se había interesado por la
eugenesia desde la época en que trabajaba de médico.
En esos años, la psicología se estaba independizando de la filosofía
y Burt se formó junto a MacDougall, Sperman y Pearson, que procuraban
construir una ciencia “dura”. Entre sus discípulos estuvieron Cattel y
Eysenck. Sus famosos estudios sobre gemelos le permitieron sostener que
la inteligencia era una característica hereditaria, independiente del
medio y la educación.
Uno de sus primeros trabajos ya mostraba que los alumnos de colegios
privados eran más inteligentes que los de la escuela pública, aunque
sus críticos le objetaban que sus tests aludían a situaciones con las
cuales la clase alta estaba más familiarizada.
Defensor de esa eugenesia que inspiró la Ley de Deficiencia Mental
de 1913 (y también a los nazis), diseñó políticas escolares
discriminatorias y en uno de sus libros estigmatizó a El joven
delincuente (1925). Se interesó por los gemelos separados al nacer (un
tema que sin saberlo compartía con el Dr. Mengele), porque ofrecían la
mejor oportunidad de experimentar con los factores hereditarios en
medios distintos. En total, entre 1943 y 1966, publicó trabajos sobre 53
parejas de gemelos, donde probaba que su rendimiento era igual aunque
fuesen a escuelas distintas.
Cuando Burt murió se supo que había quemado todos sus papeles, y se
comenzó a sospechar de su veracidad. En todos esos años, sólo se habían
hecho tres estudios similares y nadie había logrado conseguir más de
veinte parejas de gemelos.
Su fiscal fue otro psicólogo, Leon Kamin. En su libro Ciencia y
política del CI (1974), Kamin denunció que los resultados de Burt eran
idénticos hasta el tercer decimal en ambos gemelos, cuando cabía esperar
alguna variación. Sin conocerse entre sí, los gemelos de Burt llegaban a
ponerles el mismo nombre a sus perros.
Una investigación periodística también denunció que Howard y Conway,
supuestas colaboradoras de Burt, no existían. Hasta su biógrafo
oficial, sin dejar de valorar sus primeras obras, admitió que todos sus
trabajos posteriores a la guerra eran fraudulentos.
Más recientemente, hubo intentos de rehabilitar a Burt, alegando que
había sido víctima de una operación de prensa. Sólo se aportaron
pruebas de la existencia de las colaboradoras de Burt, pero podían haber
firmado con seudónimos. Pero aun cuando Burt no hubiera sido
fraudulento, admitían que su desprolijidad daba lugar a sospechas.
Las olas y el viento
Otra famosa que fue
acusada, si no de corrupción, al menos de escaso rigor científico, fue
Margaret Mead (1901-1978), cuyas investigaciones en los mares del sur la
elevaron al rango de figura consular en la cultura norteamericana. Su
best-seller Adolescencia y cultura en Samoa (1925) fue lectura
obligatoria para varias generaciones e influyó en la revolución sexual
de los años sesenta.
Margaret recién acababa de graduarse cuando Franz Boas la envió a
Samoa. Boas era una suerte de patriarca de la antropología que
despachaba a sus discípulos para estudiar las últimas culturas
primitivas que quedaban. Por cierto, la suya era una actitud más
científica que la de Frazer, que había escrito La rama dorada sin
moverse de su estudio. Boas enseñaba que no hay ninguna “naturaleza
humana”, que todo es cultura, y que, como se venía diciendo desde
tiempos de Rousseau, el “buen salvaje” era sabio porque seguía los
mandatos de la naturaleza.
Margaret estuvo en Samoa menos de un año, sin saber más que unas
palabras del idioma nativo y viviendo con europeos. Toda su información
la obtuvo de unas adolescentes samoanas que hablaban algo de inglés. Su
pintura de Samoa era la de una cultura promiscua que encaraba el sexo de
manera deportiva, sin culpa ni pasión.
Quizá nunca hubiera leído a Diderot, pero todo eso ya estaba en el
Suplemento al Viaje de Bougainville, que el enciclopedista había escrito
un siglo y medio antes. Diderot había salido en defensa de unos
imaginarios tahitianos, para condenar la acción de los misioneros
europeos.
Pasó el tiempo, y los primeros samoanos que accedieron a las
universidades se sintieron bastante molestos, al no reconocerse en el
libro de Mead. Por fin, Derek Freeman, un antropólogo neocelandés con
seis años de trabajo de campo, publicó Margaret Mead y Samoa (1983),
donde denunciaba el libro de Mead como “el mejor ejemplo de autoengaño
en la historia de las ciencias sociales”. Las chicas nativas le habían
contado a la inexperta Margaret las fantasías sexuales que ella deseaba
oír. Al parecer, lo mismo le había pasado con los Arapesh de Nueva
Guinea, que resultaron bastante más belicosos de lo que ella pintaba.
Un estudio más serio de la cultura samoana revelaba que Margaret
había escrito una novela al gusto de Boas. Los samoanos conocían los
crímenes pasionales, el suicidio, la culpa, los tabúes y tenían una
compleja religión antes de la llegada de los misioneros.
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