El origen cristiano de la ciencia moderna, Alexandre Kojéve
El origen cristiano de la ciencia moderna , Alexandre
Kojève
Pocos hechos históricos son tan
difícilmente discutibles como el de la co- nexión entre la ciencia y la técnica
modernas con la religión e incluso con la teología cristiana.
Para convencerse de eso, basta
con constatar que el increíble desarrollo de la técnica contemporánea presupone
sin ninguna duda una ciencia teórica de vo- cación universal, que admite la
posibilidad de presentar todos los fenómenos perceptibles por el ojo desnudo, o
armado con manifestaciones visibles de re- laciones que no lo son y que
corresponden de un modo absolutamente riguro- so no a discursos, cualesquiera
sean, sino a fórmulas o funciones matemáticas, que allí se refieren de una
manera precisa.
Se puede, si se quiere, llamar a
esta ciencia Física matemática. Pero importa entonces precisar que esta Física
no se limita a una parte cualquiera del universo o a uno de sus aspectos
particulares: ella está considerada deber y poder cubrir sin ninguna excepción
todo lo que puede ser allí observado (es decir visto, al menos en último
análisis).
Ahora bien, nadie discute que la
física matemática de vocación universal nació en el siglo XVI en Europa
occidental y que no la encontramos ni antes ni en otro lugar. Sin duda se la
reencuentra en nuestros días, por el mundo, un poco por todas partes. Lo cual
no quiere decir que ella se encuentre sólo ahí donde se presenta, también, sino
el cristianismo en tanto que religión, al me- nos la civilización que no
tenemos ninguna razón para no llamar cristiana.
No es, sin duda, solamente la
ausencia de bautismo lo que impidió e impide aún a los salvajes de todo tipo
consagrarse a la física matemática. ¿Pero qué ha impedido hacerlo a los sutiles
chinos, que sin embargo impusieron a masas enormes una civilización altamente
diferenciada y extremadamente refinada?
¿Por qué los hindúes, que
beneficiaron a las artes y a las ciencias helenísticas y con eso hicieron
beneficiar mucho a otros pueblos, no intentaron jamás superar, en el campo
científico y técnico, los límites, estrechos por otra parte, de los cuales
ellos heredaron? ¿Cómo es que los, algunos grandes pensadores hebreos, que
mucho han querido hacer participar al judaísmo de algunos esfuerzos
intelectuales de los paganos civilizados, no intentaron nunca contribuir en lo
que sea, al desarrollo de las ideas que podrían convertirse un día en una
ciencia propiamente dicha? Y los árabes a quienes el Islam no impidió
contribuir activamente al desarrollo y propagación de la civilización
helenística que fueron los primeros en hacerla renacer: ¿por qué no intentaron
matema- tizar, por ejemplo, la química que descubrieron, en lugar de
contentarse con asimilar y perfeccionar las únicas matemáticas, puras o
celestes de los antiguos? En resumen, ningún pueblo no cristiano ha podido o
querido superar los límites de la ciencia helena. Ahora bien, el hecho es, que
los griegos, que no quisieron o no pudieron superar los límites de su propia
ciencia, todos, fueron paganos.
Dado que es difícilmente
sostenible que los griegos hayan sido paganos por- que no hicieron física
matemática, fuerza es suponer, (al menos pretender que la civilización es un
caos de elementos disparatados que no tienen ninguna relación entre ellos), que
no pudieron elaborar tal física porque quisieron permanecer paganos, (a menos
de admitir, lo que estaría quizás fuera del contexto del presente volumen, que
la ciencia helena y la teología pagana son manifestaciones independientes, por
otra parte complementarias, de un solo y mismo fenómeno, que tendría un
carácter no discursivo porque pertenecería al dominio de la acción). Ahora
bien, en mi opinión al menos, esta aserción es mucho menos mistificadora de lo
que parece serlo a primera vista. Sin duda habría que, para tomar esta aserción
completamente en serio, ponerse previamente de acuerdo sobre lo que es
exactamente el paganismo “clásico” o, más exactamente, la teología que sirvió
de telón de fondo a la filosofía griega de Parménides a Proclo y consiguientemente,
se lo quiera o no, al conjunto de la ciencia helena. Pero visto la
imposibilidad evidente de llegar a tal acuerdo, me contentaría con decir
brevemente lo que ese paganismo debería ser para que la aserción en cuestión
sea aceptable sino aceptada. Por oposición a la teología cristiana, la teología
pagana “clásica” debería ser una teoría de la trascendencia, incluso de la
doble trascendencia de Dios. En otros términos, no bastaría al pagano, como le
basta al cristiano, con morir (en ciertas condiciones apropiadas) para
encontrarse cara a cara con la divinidad. Incluso, desembarazándose
completamente de su cuerpo (eso de lo cual el cristiano no tiene, por otra
parte, ninguna necesidad), el pagano es detenido a mitad de camino en su ascensión
hacia Dios por una pantalla sino opaca, al menos infranqueable, que es si se
quiere “divina” en el sentido de transmundano o supra-terrestre, pero con
relación a la cual el Dios propiamente dicho es aún y queda para siempre
trascendente. El theos del paganismo
“clásico” no está solamente más allá del mundo en que vive el pagano. Ese theos
está también irremediablemente más allá del Más allá al cual el pagano
eventualmente puede acceder después de su muerte. Partiendo de la tierra, el
pagano no está nunca sobre el camino que podría llevarlo ante su Dios. Poco
importa, por otra parte, que la pantalla que se considerada separa a Dios del
mundo, donde viven y mueren los paganos, esté constituida como para Platón, por
un Cosmos ideal utópico o, como para Aristóteles, por el Cielo planetario y
sideral etéreo, sin posición precisa en el espacio vacío infinito, aunque sin
embargo francamente espacial. Lo que cuenta en los dos casos, es la
imposibilidad absoluta de franquear esta barrera ideal o real, tanto para el
pagano como para su Dios. Porque si la teoría (la contemplación) del Cosmos
Noétos platónico o del Uranos aristotélico es una cumbre que el hombre pagano
no sabría sobrepasar ni en vida, ni después de muerto, esos mismos Uranos y
Cosmos son también para él el límite extremo de las manifestaciones o
encarnaciones posibles de su Dios. Por fuera de lo que no está en ninguna
parte, como para acá de lo que está en los cielos, todo está por todos lados y
siempre es profano en el mundo de los clásicos paganos. Ahora bien, si el theos
de la teología pagana es el Nuc Stans de la eternidad puntual o el Uno-solo-
todo que no se cuenta, el mundo trascendente donde ese theos se manifiesta o se
encarna, no puede ser otra cosa que un conjunto bien ordenado de relaciones
rigurosas, fijadas desde siempre entre números eternos y precisos (poco importa
que se trate de los números ordinales que Platón parece asignarle a cada una de
las Ideas o de los números cardinales que miden los radios de las esferas
celestes eudoxo-aristotélicas). Inversamente, con relación a este mundo todavía
o ya divino, el mundo profano donde vivimos (poco importa que sea el conjunto
del cosmos o sólo la porción sublunar del mismo) no sabría incluir relaciones
verdaderamente matemáticas o susceptibles de recibir expresión en el dominio
matemático. Lejos de ser uno o estar formado por unidades susceptibles de orden
o numerables, ese mundo está constituido por elementos fluctuantes que, y sea
se desdoblan sin cesar de una manera indefinida, o sea que se transforman
insensiblemente por todos lados y siempre en sus “contrarios” por definición
puramente cualitativas. Así, desde el punto de vista de la teología pagana
clásica no se pueden encontrar “leyes matemáticas”, es decir relaciones eternas
y precisas más que ahí donde no hay materia en absoluto, o al menos ahí donde
ésta es solo un puro éter inaccesible a los sentidos. Desde el punto de vista
de esta teología, sería impío buscar tales leyes en la materia vulgar y grosera
del género de lo que constituye los cuerpos vivientes que nos sirven
temporalmente de prisión. Y es por lo cual, para paganos convencidos como
Platón y Aristóteles, la búsqueda de una ciencia como la física matemática
moderna sería no solamente una pura locura como para todos los griegos civilizados
y por ello susceptibles de ocuparse de ciencias, pero también un gran
escándalo, igual que para los hebreos 4 .
Admitamos que un pagano creyente
o convencido no puede hacer física matemática. Admitamos también que no basta,
para hacerla con no ser pagano o cesar de serlo, visto que las conversiones de
los paganos al budismo, al judaísmo o al islamismo han sido poco fructíferas
desde el punto de vista científico.
¿Pero es necesario ser
verdaderamente o convertirse en cristiano para poder consagrarse a la física
matemática? A primera vista estaríamos tentados a responder por la negativa.
Por una parte, porque durante
cerca de quince siglos la civilización cristiana ha pasado muy bien sin física
matemática. Por otra parte, porque los promotores de la ciencia moderna no han
sido, por regla general, particularmente bien vistos por la iglesia. Pero estos
dos argumentos no resisten a un examen por poco atento que sea.
Primeramente, si los quince
siglos en cuestión fueron indiscutiblemente cristianos, el cristianismo estaba
lejos de haber penetrado en esta época en todos los dominios de la cultura. Sin
duda, la teología y en cierta medida la moral (sino el derecho) fueron bastante
rápidamente cristianizadas (no siendo la cristianización de la teología misma
en absoluto total). Pero si se lo quiere ver, por ejemplo, en el estilo gótico,
el primer arte específicamente cristiano, no hay que olvidar que hubo que
esperarlo por más de diez siglos (por ser voluntariamente contrario a la
“naturaleza” de la madera y de la piedra). En cuanto a la filosofía, el enorme
esfuerzo de toda la edad media a tenido, sino por meta al menos como único
resultado, volver a encontrar de entrada el platonismo y luego al aristotelismo
más o menos auténticos (y en consecuencia paganos), que los Padres de la
iglesia tuvieron una tendencia pronunciada a descuidar en provecho de su
teología nueva, por otra parte auténticamente cristiana por regla general (al
menos si se hace abstracción de los extravíos netamente neoplatónicos, pero
bien intencionados de un Orígenes o de un Marius Victorinus, hasta las burlas
que Damascius publicó bajo el nombre Denys Areopagite o de los escritos
irónicos del filósofo pagano clásico que fue Clemente de Alejandría). Y la
situación fue casi peor todavía en lo que concierne a la ciencia propiamente
dicha. Preocupada sobre todo y ante todo —por otra parte con sobrada razón y
eficazmente—, por preservar la pureza de la fe, es decir la autenticidad de los
dogmas teológicos cristianos, la iglesia vigiló con un ojo bastante distraído
(y a menudo poco competente), las ciencias y la filosofía donde el paganismo
rápidamente habrá de intentar remedio con la causa de su mal. Esta distracción
de los servicios eclesiásticos responsables en ocasiones llegó hasta hacerles
defender ciertas teorías filosóficas y científicas indiscutiblemente paganas
contra los aparentemente buenos cristianos que querían cristianizarlos.
Porque, se lo quiera o no, los
Promotores de la ciencia moderna no eran ni paganos, ni ateos, ni incluso
anticatólicos por regla general (no lo eran por otra parte más que en la medida
en la iglesia católica les parecía todavía viciada de paganismo). Lo que los
sabios combatían es la escolástica en su forma más evolucionada, es decir el
aristotelismo restituido en toda su autenticidad pagana, cuya incompatibilidad
con la teología cristiana había sido claramente vista y mostrada por los
primeros precursores de la filosofía de los tiempos nuevos (que, con Descartes,
intentó por primera vez devenir también ella cristiana y quien efectivamente lo
devino por y para Kant). En resumen y al menos de hecho y para nosotros, si no
para ellos mismos, es porque ellos combatieron en su calidad de cristianos a la
ciencia antigua en tanto que pagana, que los diversos pequeños, medianos y
grandes Galileo pudieron elaborar su nueva ciencia que es todavía “moderna”
porque es la nuestra.
Admitiendo que la ciencia moderna
nació de una oposición consciente y voluntaria a la ciencia pagana y
constatando de ello que tal oposición apareció solo en el mundo cristiano
(bastante tardíamente, por otra parte y solo en cierto medio social), puede preguntarse
qué dogma particular de la teología cristiana es responsable en último
análisis, del (relativo) dominio que los pueblos cristianos (y solo ellos)
ejercen hoy sobre la energía atómica (cuyo dominio apareciendo en el período
del fin de la historia, no puede contribuir más que al pronto restablecimiento
del paraíso sobre la tierra, sin hacer mal jamás, al menos físico, a lo que
sea). Para responder a esta cuestión, parecía suficiente pasar una revista
rápida a los grandes dogmas cristianos de la unicidad de Dios, de la creación
ex nihilo, de la trinidad y de la encarnación, descuidando todos los otros (por
otra parte derivados o secundarios y hasta reflejando en algunos casos secuelas
del paganismo). Ahora bien, en lo que concierne al monoteísmo, su
responsabilidad está evidentemente fuera de cuestión, dado que lo encontramos
en estado puro tanto en paganos evolucionados como entre los judíos y los
musulmanes irremediablemente atrasados desde el punto de vista científico. En
cuanto al creacionismo, por el hecho de que se lo encuentra también en el
Judaísmo y en el Islam bajo una forma auténtica, no es ciertamente responsable
él tampoco de la ciencia moderna, ni por otra parte el dogma de la trinidad que
el [neo-] platonismo pagano está lejos de ignorar completamente y que, incluso
entre los cristianos, incita mucho más a la introspección “mística” o a las
especulaciones “metafísicas”, que a una observación atenta de los fenómenos
sensibles corporales o a experimentaciones con estos5 . Queda entonces el dogma
de la encarnación, que es por otra parte el único de los grandes dogmas de la
teología cristiana en ser, desde el punto de vista de la realidad histórica, a
la vez auténtica y específicamente cristiano, es decir propio de todo
pensamiento cristiano y de él solamente 6 . Si entonces el cristianismo es
responsable de la ciencia moderna, es el dogma cristiano de la encarnación
quien lleva la responsabilidad exclusiva. Ahora bien, si es verdaderamente así,
la historia o la cronología, concuerda perfectamente con la “lógica”. En
efecto, ¿qué es la encarnación, sino la posibilidad para el Dios eterno de
estar realmente presente en el mundo temporal donde nosotros mismos vivimos,
sin perder sin embargo su absoluta perfección? Pero si la presencia en el mundo
sensible no deteriora esta perfección, es que ese mundo es (o ha sido, o será)
él mismo perfecto, al menos en cierta medida (medida que nada impide, por otra
parte, establecer con precisión). Si, como los cristianos creyentes lo afirman,
un cuerpo terrestre (humano) puede ser “al mismo tiempo” el cuerpo de Dios y
entonces un, cuerpo divino, y si, como lo pensaban los sabios Griegos, los
cuerpos divinos (celestes) reflejan correctamente relaciones eternas entre
entidades matemáticas, nada más impide buscar esas relaciones en el aquí-abajo
tanto como en el cielo. Ahora bien, es precisamente a una tal búsqueda que
cristianos cada vez más numerosos se consagran con pasión desde el siglo XVI
to, seguidos esos últimos tiempos por algunos judíos, musulmanes y paganos 7 ¿Pero qué pasa exactamente en el siglo XVI to
en el dominio científico? Kant fue probablemente el primero en volver a
encontrar el papel decisivo que la “revolución copernicana” jugó en la génesis
de la ciencia moderna. ¿Ahora bien, qué hizo Copérnico sino proyectar la tierra
en que vivimos, con todo lo que se encuentra en ella, en el cielo aristotélico?
Se ha repetido demasiado a menudo que ese canónigo polaco desalojó la tierra de
la ubicación privilegiada que le asignaba la cosmología pagana. Pero se había
olvidado siempre precisar que esta ubicación no ha sido “privilegiada” más que
en la medida en que ella fue considerada ser lo que allí había de más bajo del
mundo (en el sentido tanto propio como figurado de esas palabras).
Para todos los paganos, así como
para los sabios pretendidamente cristianos de antes de Copérnico, la tierra con
lo que ahí se encuentra era verdaderamente un aquí-abajo, con relación al cual
incluso la luna aparentaba un trascendente irremediablemente inaccesible, a
causa tanto de la supuesta perfección “etérea” de todo lo que es celeste, como
de la evidente “pesadez” de lo terrestre cualquiera que sea. Ahora bien, este
modo pagano de ver las cosas no podía satisfacer a un hombre que quería la
ciencia bien hecha, pero a condición de permanecer canónigo y en consecuencia
cristiano. Solamente, no basta no estar satisfecho de todos los antiguos modos
para encontrar un modo verdaderamente nuevo. Y si Copérnico ha triunfado ahí
donde tantos otros buenos cristianos han fracasado (sin por otra parte hacer
muchos esfuerzos para triunfar) es porque él dio pruebas, no desde luego de
imaginación sino del enorme coraje (intelectual) que le es propio sólo a los
genios. De todos modos, es Copérnico quien eliminó de la ciencia toda huella de
Paganismo “doceta”♦
Sin duda, la loca proyección
copernicana de la tierra que es la nuestra en cielos aristotélicos, provocó en
esos últimos cierto desorden que habría escandalizado a un clásico pagano. Pero
los sabios verdaderamente cristianos no podían molestarse por eso; y ellos, por
otra parte, no lo hicieron. Lo que era importante para ellos ha sido, en
efecto, enteramente preservado: a saber, la identidad científica fundamental de
la tierra y del cielo. Pero desde hace algún tiempo, más exactamente desde el
tiempo donde se manifiesta en el mundo (científico y otro) cierta tendencia a
volverse ateo en lugar de permanecer cristiano, fenómenos inquietantes
comienzan a aparecer en el universo unificado terro-celeste (por otra parte en
buena o mala vía de convertirse en paradisíaco, sin esperar una reconfirmación
de su carácter divino). Es que el espacio “de fases” multidimensional donde las
leyes matemáticas de la moderna física (no solo únicamente cuantitativa, sino
también cuántica) se aplican necesariamente incluso en los menores detalles,
semejando cada vez más al famoso cosmos noétos que algunos paganos calificaban
como trascendente y llamaban utópico, porque actuaba de un lugar que no podía
situar por relación a nosotros, en ningún sitio. Mientras que el mundo donde
los nacimientos, las vidas y las muertes de los hombres se sitúan en sitios
accesibles y precisos, parece de nuevo ser visto en el más completo desorden,
que rige un puro azar. Los Eruditos ateos de nuestro tiempo asistirían así a
una especie de revancha del antiguo y pagano Platón…. Pero si eso fuera así,
muy otra sería la historia. Que sería, por otra parte, tanto más otro, como el azar de nuevo puesto en cuestión
parece, en el encuentro del azar antiguo, poder también él ser matematizado,
hasta divinizado en el sentido pagano de ese término: visto que él es
considerado ser perfectamente mensurable e incluso – grosso modo – preciso,
siendo de todos modos eterno.
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4
Quedaba, es verdad, el caso del Timeo. Pero tengo excelentes razones
para creer (aunque soy probablemente el único en hacerlo) que, como en todos
los diálogos de Platón, las teorías desarrolladas explícitamente en el Timeo no
tienen nada que ver con las ideas del mismo autor. En sus diálogos, Platón
expone teorías de moda, que él juzga erróneas, incluso perniciosas y a las
cuales se opone resueltamente, esta oposición toma generalmente la forma de una
burla más o menos camuflada, donde la teoría criticada es empujada hasta
consecuencias absurdas, incluso grotescas (cf. Por ejemplo, Timeo, 91 d-e)
donde la famosa teoría “darwiniana” del origen de las especies que Timeo
expone, hace descender a los pájaros de los astrónomos [del género de Eudoxo]:
“en cuanto a la raza de los pájaros que llevan plumas en lugar de pelos,
proviene, después de una pequeña [sic] modificación, de esos hombres
desprovistos de maldad, pero ligeros, que se ocupan de las apariencias
celestes, pero creen, en razón de su simplicidad, que las demostraciones que de
lo se obtienen por la vista, son las más sólidas”. En el diálogo que nos ocupa,
“Timeo” no es otro que Eudoxo (que se llamaba comúnmente Endosos, en razón de
su gran celebridad), quien irritaba prodigiosamente a Platón no sólo porque él
había fundado en Atenas una Escuela rival (donde la teoría platónica de las
ideas era completamente deformada en vista de una aplicación “física” y Platón
mismo malintencionadamente criticado por su falta de cultura científica), pero
también y sobre todo porque el cientificismo megaro-eudoxiano infundía un
respeto enorme a los mejores alumnos de la academia, Aristóteles a la cabeza
(cf. Phil., 62 a-d, donde vemos lo que Platón pensaba realmente de las ciencias
en general y de la “física matemática” eudoxiana en particular.) Sea lo que
fuere, el monólogo irónicamente ampuloso con que termina el Timeo y que
Sócrates acepta con un silencio evidentemente reprobador (Timeo, 92 c), muestra
claramente lo que Platón no admite en la teoría de la que él se burla. En y
para esta teoría, en el mundo en que vivimos es un Dios sensible (Theos
aisthetos), lo que es, para el buen pagano que era Platón, una noción contradictoria
en los términos, del género de las pseudos nociones tales como el círculo
cuadrado. Ahora bien, si Platón dice que después de esta teoría el mundo
(sensible) es divino, es precisamente porque ella pretende allí encontrar
relaciones, hasta de las entidades matemáticas. Es entonces la idea de base de
la física matemática, a saber la tentativa "eudoxiana" de volver a
encontrar en los fenómenos sensibles (espacio-temporales) las relaciones
precisas que subsisten entre las entidades matemáticas ideales (eternas), que
es, para Platón a la vez un escándalo y
una locura. - ¿Sin duda podríamos decir que Eudoxo también era pagano? Pero,
primeramente, nada nos es menos seguro, visto que muy bien podía ser ateo. En
segundo lugar, no conocemos de su “física matemática” más que el comentario
irónico (21) voluntariamente extravagante que ha querido hacer de eso Platón.
En fin, como ha sido muy justamente observación se ha debido alcanzar el siglo
XVI° para ver la primera tentativa de dar curso científico a las ideas
esbozadas en el Timeo (sino por Platón-"Sócrates” al menos por
Eudoxo-"Timeo"). Siendo todo eso hasta ahí, generalmente tomado en
serio (con loables excepciones sin embargo, como la del filósofo emperador
Juliano), el Timeo no ha tenido más que continuaciones "místicas" o
"mágicas" (sin hablar de los simples repeticiones inútiles, antiguas
o modernas, en las cuales está ausente cualquier tentativa de comprensión). -
Por otra parte, Demócrito también pudo ser ateo. No impide que en un mundo
democritiano no podamos alojar más que un theos pagano, es decir un Dios
doblemente trascendente, ya que Dios debe necesariamente ahí estar más allá no
solamente de los fenómenos sensibles (por otra parte puramente "subjetivos"),
sino también de la realidad (objetiva) "atómica".
5 Por supuesto, la noción de la
Trinidad cristiana difiere esencialmente de la noción trinitaria llamada
neoplatónica (que es, de hecho, puramente platónica en el sentido de que, como
ella, remonta al menos al Platonismo medio, que no es el mismo más que una
forma dogmatizada del Platonismo auténtico) y la diferencia entre esas dos
nociones tiene un alcance filosófico (si se quiere “metafísico”) enorme. Pero
esta diferencia consiste únicamente en el hecho de la encarnación de la segunda
persona. Ahora bien, es evidente que ese no es el dogma de la encarnación que
ha sido deducido del de la trinidad. Al contrario, es el dogma cristiano de la
trinidad el que es un dogma derivado, en el sentido de que como la noción
trinitaria pagana ha sido allí radicalmente transformada en vista de ser
compatible con lo que es para los cristianos el hecho de la encarnación (así
como el del “don” del Espíritu Santo, por otra parte posterior a la encarnación
y derivado con relación a ella).
6 Lo que la encarnación es para
el cristiano no tiene nada que ver con las supuestas “encarnaciones” como se
han visto en los mitos paganos o en las historias bíblicas: transformarse y ser
hombre es muy otra cosa que revestir una forma (o una apariencia) humana (u
otra). San Agustín lo vio perfectamente bien y mostró claramente a los
cristianos (cf. Por ejemplo De Trin.,
II, VII, 12 y IV, XXI, 31), mientras que los adeptos al Judaísmo de eso jamás
dudaron.
7 Sin duda las consecuencias
científicas del dogma de la Encarnación no han sido sacadas más que poco a poco
(por otra parte sin ninguna ayuda apreciable por parte de las Iglesias). Así
por ejemplo, el paganismo científico a podido (StJ) mantener durante bastante
largo tiempo en el mundo cristiano gracias a la mano tendida de la distinción
(“democritiana” entre cualidades dichas “segundas” y “primeras” que parecían
anodinas desde el punto de vista teológico. Pero la afirmación que el color de
los cabellos o el sonido de la voz de Jesús Cristo no son más que fenómenos
“puramente subjetivos” equivalen de hecho a ese mismo Docetismo teológico que
la Iglesia ha justa y eficazmente combatido en tanto que secuela evidente del
paganismo. Nada sorprendente entonces de que la ciencia cristiana haya
terminado por poner ella misma buen orden en este lamentable asunto, de modo
que las instancias eclesiásticas responsables y competentes no han tenido que
intervenir, al menos explícitamente. Hoy, lejos de hacer abstracción de las
“cualidades segundas” a la manera de un Demócrito que las juzgaba despreciables,
la física matemática las trata con profundo respeto y busca medirlas en vista
de matematizarlas, de la misma manera que las de los Sabios paganos estimaban
ser nobles o incluso divinas.
♦
Docetismo: Herejía cristiana de los primeros siglos cristianos, común a ciertos
gnósticos y maniqueos según la cual el
cuerpo de Cristo, no era real, sino aparente e ilusorio. (R.A.E.) (NT).
Traducción: Roberto Pinciroli,
Pablo Dawidowicz y Félix Contreras. Revisión: Hugo Savino.
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