Sara Vassallo: La teoría de las dos voluntades. Fragmento
La
teoría de las dos voluntades: la polémica de san Agustín con Pelagio, por Sara Vasallo ,fragmentos
Sometido
a Dios y sin embargo no determinado por su voluntad: tal era la paradoja que se
infiere del Libro III del Libre albedrío de san Agustín. Lo que era allí una
mera intuición, cobró su verdadero despliegue a través de la polémica iniciada
con Pelagio en el año 414. Obligándolo a
responder a la distinción entre poder (posse) y querer (velle) de Pelagio, que
acababa de escribir A favor del libre arbitrio, se podría decir que san Agustín
debe a esa controversia, que duró diez años, no solo haber desarrollado la
función del velle en conexión con la
gracia sino además haber dado nombre propio con la expresión “pecado original”,
a lo que hasta entonces venía formulándose en formas múltiples y dispersas.1
Lo
que despertó la controversia con san Agustín no fue tanto la intransigencia de
Pelagio respecto de la castidad (que terminaba por desunir a las familias), la
imposición forzada de la pobreza (que chocaba a las clases altas y medias) y su
desprecio por la plegaria (que le habían valido ya antes de la controversia
pública con san Agustín, múltiples cuestionamientos y hasta intentos de
exclusión ante los concilios católicos) sino más bien dos de sus posiciones
centrales: el rechazo del bautismo de los recién nacidos (que implicaba afirmar
la inocencia originaria del niño) y su posición frente al pecado original, al
que restaba real importancia, considerando que la voluntad y el mérito humanos
eran suficientes para lograr la salvación. Un punto común ligaba ambas
posiciones, o sea, la idea de que era imposible que una tara original (el
pecado de Adán) aboliera la capacidad humana en busca de la perfección. Pelagio
atenuaba la fuerza y la radicalidad del corte entre el antes y el después del
pecado de Adán, o entre lo que la teología ulterior llamaría el estado
prelapsario y poslapsario (ante lapsum y post lapsum, literalmente antes y
después del lapsus”, en latín tropiezo o caída).
Para
el que no frecuenta la teología pero sí la etnología o el psicoanálisis, existe
un punto rescatable en esta lejana controversia. Es el dado en la lectura de
los mitos, sobre todo los mitos de origen. Dos actitudes son posibles: o bien
se considera que en el relato mítico se juega algo fundamental y que a pesar de
ser ingenuo o incomprensible, vale la pena tomarlo en serio; o bien se piensa
que por ser irracional e ingenuo, el relato es incapaz de responder a la
pregunta del origen vehiculada en él. Según este segundo modo, la no-respuesta
al problema del origen lleva a suprimir la pregunta misma.
Algo
de esta doble postura se vehiculaba en la controversia entre Pelagio y san
Agustín. Mientras el primero escamoteaba el corte radical entre lo prelapsario
y lo poslapsario (como si la caída de Adán, en vez de encerrar un misterio,
fuera irrelevante), el segundo, que se basaba en las tres etapas indicadas por
san Pablo (antes de la ley y bajo la gracia/bajo la ley/bajo la gracia) llamaba
la atención sobre dos aspectos:
1)
la caída inscribe al ser humano en una situación de la que no puede recuperarse
por su propia voluntad; la consecuencia que se infiere de ello es que la
tercera etapa no puede igualarse a la primera y no la repetirá nunca.
2)
la caída no se habría producido si Adán no hubiera “querido” caer, o sea, el
estado en que el Creador creó a su criatura, contaba entre sus dones la
libertad (voluntas libera) de inclinarse por la ley divina en vez de inclinarse
por la propia. Es decir, desde el inicio existía la posibilidad de caer.
Estos
dos puntos producen a su vez otros dos, que configuran la paradoja que queremos
recalcar: por un lado, una Otredad actúa oscuramente en el tropiezo inaugural
pero por otro lado, no puede soslayarse que un agente produjo un acto. La
coexistencia de ambas cosas se confirma en la semántica del verbo latino labor,
labi, lapsus sum: deslizarse, tropezar, caer .2 Una vez caído, el primer hombre
abre con su acto una “región de disimilitud” (regio dissimilitudinis) respecto
del estado originario de libertad o voluntad libre,3 transmitiendo ese desvío a
sus descendientes. El problema es que no se vuelve al estado originario, que
solo se puede reconstruir retrospectivamente a partir de una caída que ya lo
clausuró.
Vimos
las consecuencias que acarrea el empecinamiento con que san Agustín afirma que
el hombre podría haberse inclinado por la disposición hacia Dios y no hacia sí
mismo. Al sostener que la “causa de la voluntad reside nada más que en la
voluntad”, reforzaba el enigma encerrado en ese condicional pasado (podría
haberse inclinado). Mucho después, Kierkegaard convergerá en este punto con la
posición agustiniana y su deliberada arbitrariedad. Si alguien, creyendo
aclarar las cosas, preguntara qué habría ocurrido –dice en El concepto de la
angustia– si Adán no hubiera pecado, es mejor no contestar. Responder a una
pregunta estúpida –agrega– corre siempre el peligro de acarrear una respuesta
estúpida.4
El
punto oscuro envuelto por el relato del Génesis es, por lo tanto, el origen de
la voluntad, allí donde encuentra su lugar originario la noción psicoanalítica
de goce (jouissance). En Lacan el goce implica que no todo es voluntario en la
voluntad y sobre todo, no está nada claro que en el paraíso relatado por el
mito hubiera una ley que precediera a la transgresión. Lo que aparece claro en
el relato mítico, en cambio, es la ficción de dos etapas imaginarias que
separan lo que por naturaleza era inseparable (el deseo y la ley). Nada sería
más contrario a san Agustín, por ejemplo, que la posición de Rousseau, según la
cual el contrato social rompe con un puro estado de naturaleza anterior. San
Agustín sostenía, en efecto, que aún en estado de gracia y antes de la caída,
existía en el hombre una inclinación a pecar. Pascal sigue la misma línea
–religiosa y a la vez política– cuando dice que “la concupiscencia y la fuerza
son las fuentes de todas nuestras acciones” o que “la fuerza es la reina del
mundo y no la opinión”.5 Es decir, la ley se engendra dentro de la
concupiscencia y la fuerza, y no afuera ni antes de ellas. El concepto de
concupiscencia, que no se limita a la esfera sexual sino que abarca la
prepotencia del yo, el deseo ilimitado de bienes, el afán por dominar, la
satisfacción de una agresividad fundamental, se inscribe en una “esclavitud”
originaria al pecado: “La primera causa de la esclavitud del hombre es el
pecado, que hace que el hombre esté sometido al hombre por el vínculo de su
condición”.6
Concebir
una alienación originaria de la ley en el deseo contradice, por lo tanto, la
posición de Pelagio a favor de la salvación por los propios méritos. Pelagio
parece ignorar la pre-existencia de esa imbricación de la ley y la transgresión
donde el goce originario, como el velle agustiniano, no se puede deducir de
nada fuera de sí mismo. San Agustín saca la conclusión de que el estado de
caída, cuyo único origen es un velle, solo puede enderezarse por la
intervención de una instancia que no proceda del velle. En lenguaje teológico,
eso se traduce diciendo que el pecador caído, para salvarse, necesita de una
gracia sobrenatural, absolutamente Otra respecto de la naturaleza que lo hizo
caer. Revertiéndolo en un lenguaje que no sea teológico, se dirá que desde el
origen, una Otredad como elemento inasible trabaja la voluntad.
Es
llamativa en san Agustín la obstinación con que ataca la idea de Pelagio según
la cual Adán pudiera conservar después de la caída la misma “voluntad libre” y
los mismos recursos “naturales” (el término es de Pelagio) que los que poseía
antes de caer. Para él, en cambio, el lapsus marca un antes y un después.
Queriendo evitar a toda costa que el
estado anterior se pueda recuperar, intacto, en el posterior (como parece
sobreentender Pelagio), inventa la hipótesis de las dos voluntades, humana y
divina. Esa hipótesis, donde se entrelazan de un modo peculiar el síntoma y la
especulación teórica, explicaría que es imposible liberarse por los propios
medios de la alienación en el pecado (que por eso se llama original). Ningún
prejuicio, ni psicoanalítico ni venido de la filosofía de los derechos, podrá
impedir a una lectura atea ver en esa imposibilidad la articulación de una
Otredad en el acto. Y cualquiera sea la forma en que se la desplace (ya sea
alienación originaria en el significante o en un mal social), la teoría de las
dos voluntades será un pensamiento del Otro.
El
argumento que permitía a Pelagio sostener que el hombre puede recuperar la
voluntad libre dada por Dios en sus orígenes, era la distinción entre la
posibilidad (posse) y la voluntad (velle). Pelagio distinguía tres elementos
por los cuales actuamos: la capacidad (posse o possibilitatis), la voluntad
(velle o voluntas) y la acción (actio), a saber, “la capacidad gracias a la
cual el hombre puede ser justo; la voluntad que le hace ser justo, la acción
gracias a la cual es justo”.7
El
primer elemento –dice san Agustín, citando paso a paso los textos de Pelagio–
es dado por el creador de la naturaleza. Lo poseemos más allá de nuestra
voluntad. “En cuanto a los otros dos, en cambio [Pelagio] afirma que provienen
exclusivamente de nosotros”. Por consiguiente, explica san Agustín, en su
sistema “la gracia de Dios no ayuda a esos dos elementos que son la voluntad y
la acción, ya que son considerados como nuestra exclusiva pertenencia […] Estos
dos elementos serían tan potentes para evitar el mal y hacer el bien, que no
necesitarían de una ayuda de Dios. El primero, la possibilitas, en cambio,
sería tan exento de fuerzas que exigiría ser socorrido por la gracia”.
El
proverbio “querer es poder” sería, entonces, pelagiano. Según esto, si nos
proponemos realizar un acto cualquiera, su logro depende de nuestra voluntad.
Pero el desliz hacia la idea contraria – que san Agustín aprovecha llevándolo
al otro extremo – se hace enseguida inevitable, es decir, aunque yo quiera,
puedo no poder. En ese caso, la voluntad encierra en sí misma un límite y
revela una inadecuación con el objeto del querer. Largos desarrollos de El
espíritu y la letra de san Agustín exponen esa limitación, no para encontrar
una excusa al mal sino para decir que toda posibilidad de sobrepasar ese límite
es imputable, en última instancia, a la voluntad. En resumen, se puede no
querer algo, pero es imposible que no queriéndolo, se quiera de todos modos:
“Alguien
podrá preguntar si esa fe de la cual parece depender el comienzo de la
salvación [...] está en nuestro poder […] ¿Qué es nuestro poder? [potestas]
Querer y poder son dos cosas: de tal modo que el que quiere no siempre puede, y
el que puede no siempre quiere. Queremos a veces lo que no podemos obtener, así
como otras veces podemos lo que no
queremos. Es claro que el término voluntas viene de velle y que la potestas
proviene de posse. Por lo tanto, el que quiere tiene la voluntad y el que puede
tiene el poder. Pero para que el poder realice algo, es necesario que haya
voluntad; porque nadie dirá que hizo por su poder o capacidad, una acción
cometida a pesar suyo. Aun cuando actuamos en contra de nosotros mismos,
hacemos lo que queremos hacer. Tal vez hubiéramos preferido actuar de otro
modo, y en ese caso decimos que cometimos un acto a pesar nuestro, sin quererlo.
En realidad, el que así actúa, lo hace por miedo de algún mal y para evitarlo,
hace lo que cree que no tiene más remedio que hacer. Porque si tiene suficiente
voluntad […] resiste a las circunstancias que lo coercionan y no actúa. Por
consiguiente, si actúa, no lo hace quizá por una plena y libre voluntad, y sin
embargo, no actuó sin voluntad…” (El espíritu y la letra, XXX, 53).
La
fórmula “Querer es poder”, aislada de su enunciación, puede ser, por lo tanto, tanto pelagiana como
agustiniana, aunque en la acepción agustiniana sufra un vuelco total. Toda
acción perfecta tendiente a la caridad –afirma san Agustín– puede realizarse por
la gracia de la voluntad Otra, pese a la falla inherente a la voluntad humana.
La diferencia está en que el primer enfoque (Pelagio) dice que el acto se
ejecuta en función de su propia posibilidad, mientras que el segundo (san
Agustín) dice que ese poder solo nos puede venir de afuera de nosotros y que
solo así se convierte en verdadero querer.
Cualquiera
comprende, en este punto, que el mayor enigma del pensamiento cristiano, como
resume Kolakowski,8 se vincula con la dificultad de conciliar dos principios,
por un lado la idea de un Dios todopoderoso –Otro que sabe y puede– y por otro
lado, el libre albedrío de la voluntad. La discusión introducida por Lacan
sobre la “constitución del sujeto en el campo del Otro” no deja de retomar ese
enigma. Lacan recurre a una formalización lógica donde el vacío de la voluntad
no es llenado por ninguna representación teomórfica o de ningún Ser, más bien
“se recubre” con el vacío que afecta al Otro
. El proyecto teórico del psicoanálisis implica, por supuesto, vaciar al
Otro de todo “sentido religioso”. ¿Es tan seguro, sin embargo, que las
definiciones asépticas y puramente formales del Otro y del “sujeto sin
cualidades” del psicoanálisis, como se expresa Jean-Claude Milner, no se
arraiguen en una configuración cultural anterior (la que estamos tratando, por
ejemplo)?9 No está excluido que la inconmensurabilidad instaurada por la
primera teología entre la voluntad humana y la divina no se prolongue con otros
instrumentos teóricos, en el discurso del psicoanálisis.
En
la forma en que san Agustín sitúa la discusión en El espíritu y la letra, era
esa inconmensurabilidad lo que abría, pese a ella, la posibilidad de algo así
como cumplir lo incumplible:
“Se
equivocan los que dicen que solo las obras divinas son posibles, aun cuando no
haya ningún ejemplo de ello, pero también se equivocan los que sostienen que la
justicia humana debe clasificarse entre las cosas que solo cumple el hombre y
no Dios […] veremos que ambas alternativas son erróneas cuando hayamos mostrado
que la justicia humana debe atribuirse a la operación divina, aunque esa
operación no se haga sin la voluntad del hombre” (El espíritu y la letra, IV,
6).
Este
pasaje condensa por anticipado la lógica del velle que buscamos: Ni Dios
solo/Ni el hombre solo. La estructura del ni…ni no redunda en una exclusión. Si
así fuera, el hombre no podría cumplir lo incumplible (los “preceptos
divinos”). Hay que ligar los dos términos. ¿Pero cómo ligarlos, dado que son
inconmensurables? El término de “cooperación” entre la voluntad y la gracia,
usado a veces, da a entender que la relación es posible, ya sea como aceptación
jubilosa, como sometimiento o incluso como humillación ante la voluntad Otra.
Pero es difícil definir cuál sería la lógica en virtud de la cual se puede “cooperar”
con un Otro separado del sujeto por una disimilitud esencial.
A
falta de lógica, debe haber una retórica que dice, como la de El espíritu y la
letra, que la disimilitud se encuentra en algún punto con la similitud. Solo
una sintaxis indirecta y equívoca puede abordar el intervalo entre ambas. Se la
detecta en frases como la citada: “La justicia humana debe atribuirse a la
operación divina, aunque esa operación no se haga sin la voluntad del hombre”.
O esta otra, que parafrasea a san Pablo : “La justicia de Dios, que no es una
consecuencia de la ley [humana], no fue revelada sin el concurso de la ley
[humana]”.
Podría
decirse entonces que bajo la división de dos voluntades y dos leyes subyace una
sola, dividida, por cierto, pero una. Como si lo que opera el Otro, fuera lo
que la voluntad humana opera sin saberlo. El autor del acto, aunque atravesado
por el Otro, es siempre uno, insiste san Agustín, lo cual explica su absoluta
intransigencia con la compartimentación del acto en posse y velle. Los ejemplos
de Pelagio se presentaban así: “Que nuestros ojos puedan ver no depende de
nosotros; pero que veamos bien o mal, eso nos pertenece a nosotros”.10 O bien:
“El hecho de que podamos hablar es de Dios, el hecho de hablar correctamente o
no, proviene de nosotros”. Según esto, Dios nos da solo la potencialidad pero
no interviene en nuestro acto. Siguiendo su hábito exegético, san Agustín
reacciona al primer ejemplo oponiéndole un pasaje del salmo 118-3: “Desvía mis
ojos para que no vean la vanidad”. Si Dios no ayuda la voluntad, añade, “¿qué
sentido tendría pedir lo que ya poseemos” (o sea, la posibilidad)? En cuanto al
segundo ejemplo (poder hablar depende de Dios, pero hablar bien o mal proviene
de nosotros), lo recusa con un pasaje del evangelio de san Mateo: “Porque no
sois vosotros quienes habláis sino el espíritu de vuestro Padre quien habla en
vosotros”.11 Lo importante es que un
contacto, aunque sea fulmíneo, entre posse
y velle , permita al velle absorber al posse en su propia fuerza. La
cuestión se exponía claramente en un comentario del evangelio de san Juan:12
“Si solo nuestra posibilidad [posse nostrum] fuera ayudada por la gracia, el
Señor hablaría así: ‘Quienquiera escuchó al Padre y lo recibió puede venir a
mí’. Pero no se expresó así sino que dijo: ‘Quienquiera escuchó al Padre y
recibió su enseñanza, viene a mí’”. Para reforzar el argumento, usará de modo
sistemático un pasaje de la Epístola de san Pablo a los filipenses, convertido
en prueba exegética central: “Porque es Dios quien produce en vosotros el
querer y el actuar”.13
Es
muy fácil –como puede hacerlo cualquier pelagiano– entender a medias o
traicionar la idea agustiniana de la doble voluntad. De primera intención el
enunciado paulino: Es Dios quien produce en vosotros el querer y el actuar
evoca la idea de una voluntad divina que aplasta y toma el lugar del velle del
sujeto. Pero no es ésa la lectura de Agustín, que supone que un punto de
no-comparación separa ambas voluntades, en virtud del cual el hombre es libre
de cumplir o no la Otra voluntad. Arguyendo una aparente contradicción (sin la
cual, no obstante, es inútil intentar comprenderlo), san Agustín no deja de
repetir que es esa irreductibilidad la que posibilita el velle: “La justicia
humana debe atribuirse a la operación divina, aunque esa operación no se haga
sin la voluntad del hombre”. Esta paradoja central –motor de su pensamiento– se
inscribe en contra de un determinismo causal del deseo del Otro en el deseo del
sujeto. San Agustín sostiene, en efecto, que la voluntad del Otro actúa en el
sujeto pero que no por ello éste deja de ser responsable de sus acciones (para
actuar, debe “consentir” a la voluntad del Otro).
No
es de extrañar que ese punto nodal se haya prestado a malentendidos, hasta el
punto de que corrientes ulteriores y disímiles entre sí como el calvinismo, el
luteranismo o el molinismo lo reivindican por igual como su modelo. Los
malentendidos empezaron en vida de su autor, que dedica las Retractaciones a
aclarar enunciados ambiguos para que no sean leídos en el sentido de su
adversario. Decir, por ejemplo, como en El libre albedrío: “Nada bueno puede
hacerse sino por el libre arbitrio de la voluntad”, puede entenderse en el
sentido de Pelagio, o sea: “Bastan la voluntad y el mérito para llegar a la
caridad perfecta”. Lo mismo ocurre con otros pasajes: “El mérito está en la
voluntad”. O bien: “Cada uno elige lo que debe hacer, es seguro que esa
elección pertenece a la voluntad”. O también: “Por el solo hecho de querer,
poseemos ya lo que queremos”.
La
justificación tardía de las Retractaciones nos interesa aquí porque se
concentra en la omisión del término
“gracia” en los textos anteriores a la polémica con Pelagio. Vimos antes hasta
qué punto era importante en la reflexión agustiniana, la búsqueda de una
palabra (en general en posición tercera entre otras dos, por ejemplo entre
stultus y sapiens o felix e infelix) e insistimos en que era indiferente, en el
fondo, que la lengua no la incluyera en su acerbo. La omisión del significante
“gracia” en los escritos anteriores a la disputa con Pelagio, es significativa
respecto de esa problemática. En El libre albedrío, por ejemplo, recuerda san
Agustín en las Retractaciones, “habíamos iniciado una discusión contra aquellos
[los maniqueos] que se niegan a ver el origen del mal en el libre albedrío de
la voluntad, pretendiendo así inculpar a Dios como creador de todas las
naturalezas e introduciendo una naturaleza mala, inmutable y coeterna a Dios
[…] que esos heréticos no se jacten de tenerme por su abogado [...] la gracia de
Dios no se evoca allí porque no era pertinente tratarla en ese momento […]”. El
desacuerdo con los maniqueos implicaba, por lo tanto, que el mal no se
objetivaba en entidades naturales creadas supuestamente por Dios sino que era
solo un velle, es decir, un punto que se sustraía, en la voluntad humana, a la
eficacia causal del deseo divino.
Ya
el texto titulado La naturaleza y la gracia, escrito quince años antes de las
Retractaciones, enfatizaba que “la naturaleza no obliga a nadie a pecar”. El
rico detalle del texto, imposible de reproducir aquí, muestra cómo san Agustín
arranca el término “pecar” al determinismo natural. El castigo divino, por
ejemplo, carecería de todo sentido si no golpeara una voluntad .
Hay
que recalcar que la naturaleza y la gracia no configuran una estructura
binaria. Todo sería muy simple, en efecto, si el vacío que separa la voluntad
humana de la naturaleza, no mantuviera a su vez ataduras con lo natural. San
Agustín no cesa de reiterar, por ejemplo, que el deseo sexual no es puro
instinto natural. Es aquí el concepto de carne el que resuelve triádicamente la
relación cuerpo/alma (donde la carne involucra a la voluntad, como lo muestra
el Libro IX de La Ciudad de Dios14). Tironeada entre lo natural y lo Otro de lo
natural, la sexualidad no pertenece al cuerpo solo ni al alma sola: “La
naturaleza de la carne por sí misma no es un mal… Es cierto que vivimos bajo el
peso de un cuerpo corruptible [pero] la causa de ello no es la naturaleza y
sustancia del cuerpo sino la corrupción [o sea, la voluntad]. Es un error creer
que todos los males del alma provienen del cuerpo”.15 Otras veces, cuerpo
(corpus) se yuxtapone con carne (caro), pero la dialéctica ternaria se
mantiene: “Así como no es la carne la que hace vivir a la carne sino un principio
superior a la carne, del mismo modo, no es el espíritu el que hace vivir al
espíritu sino un principio superior al espíritu”.16 Una instancia tercera que
no se nombra, pero definida como negación del cuerpo y el alma, donde
interviene la voluntad, transforma el cuerpo en carne. Lejos de agregar un
elemento puramente retórico, la nueva categoría de carne (caro) desorganiza de
una extraña manera la dualidad de la puesta en escena platónica y neo-platónica
del alma y el cuerpo.
El
Libro XIV de La Ciudad de Dios desarrolla el problema. Parafraseando un ataque
de Cicerón contra los epicúreos, que “ponen el Soberano Bien del hombre en la
voluptuosidad del cuerpo”,17 pasa revista a todas las otras filosofías afines
–incluida “toda esa masa de gente que sin profesar ningún sistema filosófico de
esa especie, siguen su inclinación hacia el placer sin encontrar goce en otra
cosa”– y llega luego a los estoicos, que “ponen el soberano bien en el alma”.
“Ahora bien, según el lenguaje de la divina Escritura, unos y otros –concluye–
viven según la carne”. Contestando a la pregunta: ¿En qué consiste “vivir según
la carne”? utiliza un argumento puramente retórico pero que tendrá
consecuencias teológicas fundamentales. Apoyándose en pasajes de los evangelios
y de san Pablo, afirma que éstos utilizan una sinécdoque donde carne tomada
como parte del hombre, designa al hombre.18 El Apóstol incluye entre las obras
de la carne las querellas, la fornicación, la impudicia, las orgías, la
borrachera, pero también las que denotan vicios del alma extraños a la
voluptuosidad. “¿Quién no ve –prosigue san Agustín– que la idolatría, los
envenenamientos, las enemistades, las riñas, las animosidades, las cábalas, las
herejías, las envidias, son más bien vicios del alma y no de la carne?”. Puede
incluso ocurrir –dice– que se invoque una idolatría o una herejía para
abstenerse de los placeres del cuerpo: “¿Las enemistades no tienen acaso su
sede en el alma? ¿Y quién diría, hablando a su enemigo: ‘Tienes una mala carne
contra mí’ en vez de ‘tienes mal ánimo [animositatem] contra mí’?”. En un
procedimiento retórico típico por el cual las dualidades semánticas se dejan
descomponer por un tercero, nadie –dice– pensaría en imputar a la carne [caro]
las carnalidades [carnalitates, neologismo forjado por san Agustín] ni las
animosidades [animositates] al alma [animus] (san Agustín enfatiza que
animositates deriva de animus). En definitiva, la animosidad y la carnalidad,
porque no se diferencian, hay que oponerlas a un tercero, el espíritu.
Por
un giro que aclara y complejiza a la vez esta lógica triádica, la intromisión
del espíritu modifica a su vez el sentido de carne. Porque en cuanto se la
opone, junto al alma, al espíritu, la carne se vuelve receptáculo del espíritu.
Y si se vuelve receptáculo es porque contiene una voluntad: “No es la carne
corruptible la que volvió pecadora al alma sino que el alma pecadora volvió
corruptible a la carne”.19 La sinécdoque
carne/hombre redunda entonces en una nueva visión de la relación de la
voluntad con el pecado: san Agustín exceptúa a la carne como causa de la caída,
la causa es la voluntad: “El hombre quiso vivir según él mismo según la carne”.
Siguiendo a san Pablo, identifica al hombre con la carne no porque la carne sea
mala; ellos quisieron vivir según ellos mismos y no según el espíritu.
Esta
posición, justificada desde los significantes del texto paulino, le es
confirmada más adelante por un pasaje de la Epístola I a los Corintios, donde
se distinguen el hombre ψυσικός (dotado de alma, traducido a veces como
“espiritual”) y el hombre σαρκινός (traducido comúnmente como carnal).20 Pero
observando que en el pasaje 2, 4 de la misma epístola, σαρκινός se utiliza en
remplazo de ψυσικός21, concluye: “Ya sea el alma, ya sea la carne, o sea, las
dos partes del hombre, pueden designar a éste en su integridad. Así, el hombre
dotado de alma y el hombre carnal no son dos hombres distintos sino que uno y
otro designan al mismo hombre, el que ‘vive según la carne’”.22 En resumen, si
los dos sintagmas (hombre dotado de alma y hombre carnal) remiten a un mismo y
único hombre, y éste encuentra su verdadera diferencia con un Otro llamado
Espíritu (“El hombre con alma no recibe las cosas del espíritu de Dios”), hay
que inferir que el Espíritu anula la diferencia cuerpo/alma haciendo entrar al
sujeto en su verdadera Unidad (que es a la vez una diferencia abismal, la que
lo separa del Espíritu).
No
hay ya tres elementos sino cuatro: cuerpo/alma/carne/espíritu. Pero la cifra
clave es tres y no cuatro. El significante carne opera la relación triádica. El
término designa en la tradición judía el sacrificio de la carne de los
animales, volviéndose después la carne de la víctima (Cristo), donde la
semántica de carne se bifurca entre la debilidad y corrupción humanas y la
carne (santificada) del dios crucificado.23 La complejidad semántica del
término, desarrollada en detalle en un libro insustituible de Henri de Lubac,24
nos lleva a pensar que carne, la “palabra propia de la encarnación” es la que
media entre el primero y el cuarto término de la serie. San Agustín lo confirma
en una frase que lleva la marca indeleble de su pensamiento: “Se llama carne lo
que la carne no comprende y la carne comprende tanto menos cuanto que se llama
carne”.25 Sin embargo, sin la carne, punto ciego que no comprende y es ella
misma incomprensible, el Espíritu no existiría. Otra cita extraída por Henri de
Lubac de un sermón de san Agustín explica así esa ligazón: “Gracias al
Espíritu, la carne es útil, ella, que por sí misma no sirve para nada. Porque
es gracias a la carne que el espíritu hizo algo por nuestra salvación. La carne
fue el recipiente de que él disponía, mediante ella el espíritu nos ha
salvado”.26 La encarnación del Espíritu en el Verbo da cuenta, a costa de pasar
por un punto incomprensible, de nuestra posible relación con el Espíritu.
En
el nudo borromeo de Lacan, según se ponga el significante carne en S o R, se
confirmará en el primer caso la doctrina de san Pablo interpretada por san
Agustín, es decir, la carne es lo opuesto del Espíritu pero le es útil, más
aún, imprescindible, y actúa como medium entre I y R. Y sin embargo, la carne,
que “no se comprende” y es incomprensible, tiene también su parte en lo R. San
Agustín reproduce la lógica ternaria del uso/goce. Poniendo la carne en el redondel
R para radicalizar su dimensión incomprensible, o sea, su irreductibilidad a lo
Simbólico, estaremos quizá más cerca de Lacan (por ejemplo: el significante
unario que nos divide en el origen no tiene sentido, no significa nada, según
afirma Lacan). La carne en su acepción agustiniana participa en ambos registros
(aunque en la doctrina deba cumplir una función vincular). Un pasaje del
seminario Les non-dupes errent puede esclarecer el problema, cuando lo Real se
presenta como no-distinto de lo I y lo S: “Si añado lo Real a los otros dos, es
solo para que dé tres […] justamente los tomo desde este ángulo de que son
tres, tres e igualmente consistentes. Es una primera manera de abordar qué es
de este Real”.27 Se podría también leer aquí la diferencia entre lo Real (como
corte material desprovisto de sentido) y el “sentido”, y en la medida en que el
enigma “es el colmo del sentido”, situar el sentido en el misterio de la
encarnación o de la redención. El tratado De Trinitate justifica, por otro
lado, la vacilación de Lacan entre tres y cuatro en el mismo curso: “Hasta
califiqué de cuadrípodo al discurso analítico, como todos los otros. Quizá lo
hice, ¿eh? como acabo de decirles, justamente considero que es una
calificación, cuadrípodo, y no una cuantificación, ¿eh? Porque cuanto más
avanzo, más me convenzo que solo contamos hasta tres. Y aunque solo porque
contamos hasta tres podemos llegar a contar dos… otra vez la verdadera
religión”.
En
psicoanálisis, cuando el cuerpo se capta a sí mismo, se capta ya como hablante.
La lectura revolucionaria que hizo Lacan de Más allá del principio de placer de
Freud nos dice que el cuerpo, al estar atravesado por el significante, no es
puro cuerpo biológico. El orden del significante acarrea así el “drama” del
sujeto que, si no fuera por esa irrupción, permanecería animal.28 Damos por
descontado aquí que ninguna genealogía continua y lisa puede dar cuenta de la
transformación histórica del Verbo de la teología cristiana en el significante
del psicoanálisis. Para trazarla, habría que describir el recorrido en zigzag
que empieza con la dualidad alma/cuerpo, se transforma en la tríada
cuerpo/alma/carne, y que atravesando los diferentes avatares del término
“Naturaleza” para llegar al ápice de la vertiente médico-biológico-positivista
de fines del siglo XIX, la transforma en una díada biológica (vida/muerte).
Solo
destacaré que para reintroducir en Más allá del principio del placer una
perspectiva absolutamente hostil a la vertiente biologista, para leer el
“retorno a lo inanimado” de Freud como una metáfora de lo que en realidad es la
acción repetitiva y ciega del significante, Lacan no pudo encontrar el concepto
de significante, o su dimensión mortal como caput mortuum de la cadena de los
significantes,29 en la lingüística, tampoco en la filosofía. Incluso la idea de
la muerte simbólica del sujeto en Hegel, está muy lejos de la introducción, por
Lacan, de la dimensión del significante como encarnación de la muerte –y quien
dice encarnación dice fracaso parcial de lo Simbólico y pasaje al significante
como aquello que introduce un Real.30 La noción de significante, inexistente en
la filosofía, se insinuaba, en cambio, en el misterio del Verbo encarnado. ¿Qué
nos dice Lacan del significante en relación con el mito? Que “el significante
es eso a lo que nunca llega ningún ser vivo, salvo tal vez a nivel mítico”.31
Nos separa de él un margen o hiancia (béance) respecto de la vida natural. Algo
resuena todavía del abismo que separaba la naturaleza y la gracia –o si se
quiere, la vida natural y la vida sobrenatural– en el Discurso de Roma.32 Pero
el cambio es irreversible. La hiancia no tiene un sentido espiritual sino
material (en toda la complejidad que este término implica en Lacan). Para poner
a la muerte en una relación de inmanencia material –y no ya naturalista– con el
sujeto, fue necesario que Lacan introdujera una herramienta (el significante)
que corrigiera de raíz las interpretaciones empíricas o biologistas de Más
allá… de Freud.
Lo
curioso es que ese correctivo, a pesar de presentarse vaciado de todo sentido
(religioso), se acerca más al misterio de la encarnación del Verbo que a la
explicación naturalista-positivista. El abismo entre significante y vida
biológica nos dice que para que el sujeto vivo, habitado por el significante,
viva (o desee), debe aceptar de algún modo ser un muerto/vivo o un vivo/muerto,
y para ello tiene que valerse de eso mismo que lo mata y que no sabe de dónde
viene, o sea, el lenguaje.
Se
reencuentra allí, por vías desviadas y probablemente sin saberlo, la dialéctica
agustiniana en tres pasos por la cual lo más ajeno a nosotros es lo que vincula
y lo más oculto es lo que manifiesta. Aunque la virtud salvífica del
significante (que en su primera época Lacan llama “parole”) trabaja la función
del lenguaje en psicoanálisis, el significante no es el Verbo de la teología.
Pero se encuentran en un punto: contienen en lo Simbólico una dimensión de
Real, es decir, encarnan. Un paréntesis en La instancia de la letra lo
articula, como san Agustín, en tres pasos: “(1) Es cierto que la letra mata y
(2) el espíritu vivifica (3) pero de eso nos enteramos por la letra” (y no
importa que diga lo contrario de aquél en cuanto a la relación de la letra con
el espíritu). Así como para san Agustín la carne era necesaria (“útil”) para el
espíritu, aunque fuera su contrario, también en el psicoanálisis, aunque sea
imposible negar el significante del que dependemos, solo él nos permite salir
del estado “natural”. Por él hablamos. Es al mismo tiempo nuestro “drama” y
nuestro bien (así como la carne en san Agustín, enemiga del espíritu, es su
auxiliar imprescindible). El significante nos “trasciende”, dice curiosamente
Lacan, en un pasaje de Encore:
“Si
me disculpan por acudir a un registro muy diferente, el de las virtudes
inauguradas por la religión cristiana, hay allí una especie de efecto tardío,
de rebrote de la caridad. ¿No es acaso caridad la que tuvo Freud por haber
permitido a la miseria de los seres hablantes poder decirse que hay –ya que hay
inconsciente– algo que trasciende, que trasciende verdaderamente, y que no es
otra cosa que lo que esa especie habita, es decir, el lenguaje? ¿No es acaso
caridad, sí, caridad, anunciarle esa buena nueva de que en su vida cotidiana,
ella [la especie humana] tiene con el lenguaje un soporte más de razón que lo
que pudiera creerse, y que de la sabiduría, objeto inalcanzable de una vana
búsqueda, ya hay allí un poco?”33
La
misma idea pero bajo un aspecto lúgubre se exponía en el Libro VIII del
Seminario a propósito de L’Ôtage (El Rehén) de Paul Claudel. Allí, el ser
hablante se ha transformado en un “rehén” del lenguaje, y Lacan se encarga de
precisar que se necesitó un momento histórico (el que sirve de contexto a la
obra de Claudel, o sea, la Revolución Francesa que derriba el sistema monárquico-católico
del antiguo régimen) para que el Verbo haya perdido su función religiosa para
convertirse en un tic facial donde persiste, con todo, la capacidad de decir
“no” a la renuncia al deseo:
“El
hombre se ha vuelto rehén del Verbo […] [pero] “se abre ante él la posibilidad
del soporte del Verbo en el momento en que se pide a ese Verbo que la garantice
[…] Nada puede articularse que no sea el comienzo mismo del Mejor hubiera sido
no ser, que no sería más que un rechazo, una negación, un “nada más que”, un
tic, una mueca, en resumen, ese debilitamiento del cuerpo, esa psicosomática
que es la tierra donde hemos de encontrar la marca del significante”.34
El
giro de pensamiento es el mismo. Siguiendo la implementación del etiam de san
Agustín, lo que nos hace rehenes es también lo que nos permite pronunciar la
palabra por la cual nos rebelamos contra la atadura.
Vuelve
en este giro de pensamiento nuestro planteo inicial, es decir, es porque
estamos alienados al significante que el significante puede liberarnos. Es
porque estamos alienados al Otro que podemos ser sujetos. La libertad es la
condición de la alienación.
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