Occidente y las imágenes por Horacio González
(Imagen difundida como siendo la cabeza de manifestaciones
de la ciudadanía francesa ante la masacre cometida contra los periodistas del
semanario de humor irónico, incluso ácido y también, como cada humor irónico,
ofensivo de la imagen. Luego se reveló quienes eran los ciudadanos de esta
supuesta cabeza de la manifestación: Sarkozy,
quien asesorado por B. H. Levy, filósofo, participó de la masacre de un millón
setecientos mil libios para destruir a Gadafi y obtener el petróleo, hoy Libia
es un emporio ingobernable del "fundamentalismo"; siguen mastodontes
del amordazamiento de la libertad de la prensa o políticos con las manos
sucias: M Rajoy, presidente gobierno español; el 1er ministro Turco, Ahmet
Davutoglu; Ali Bongo, presidente de Gabón, perseguidor de libertades públicas;
Viktor Orban, jefe del gob. húngaro conocido por sus leyes contra la libertad
de prensa; el rey Abdallah II de Jordania – eximio estrangulador de libertad de
expresión– o Sameh Choukryou, el canciller de Egipto, representante de un
Estado que es la perla negra de la represión política ¿Cuál es la verdad de
esta imagen que el foto montaje al tratar de ocultarla la mostró directamente?)
Presentamos aquí un texto de Horacio González, sociologo, director de la Biblioteca Nacional de la Argentina.
Occidente y las imágenes
por Horacio González
No es necesario decir cuán
abarcadora y a la vez fugitiva es la idea de Occidente. Fácil es reprobarla
como sede cultural de la construcción moderna del capitalismo, con sus
tecnócratas del espíritu, sus industrias culturales, su corte de explotados,
sus dolientes legiones de inmigrantes repelidos. Pero es mucho menos fácil
definirlo ahora, donde hay que lamentar, inconmensurablemente, las modernas
víctimas de la lucha por las imágenes (la representación icónica de Mahoma, en
términos caricaturesco, satírico o meramente austero). Es una lucha que tiene
muchos siglos, pero en la que luego de los atentados a las Torres Gemelas se
envolvió la prensa europea, casi en su conjunto. No sólo Charlie Hebdo, sino
diarios dinamarqueses, noruegos, Liberation, France Soir, Le Canard Enchainé.
Asimismo, dibujantes norteamericanos, hace una década, habían lanzado la
campaña “Dibujar a Mahoma”.
Todos saben que el Corán no se
pronuncia definidamente sobre las imágenes sacras, pero esa inhibición existe
en numerosos textos auxiliares, y ha sido seguida de distintas maneras por
diferentes corrientes del islamismo, según los ámbitos territoriales e
históricos en que se hubo expandido.
Quizás una de las notas cruciales de la
enunciación islámica es los distintos grados de prescindencia de la
representación sagrada por medio de iconos. La oración, tema crucial del ser
religioso –en todas las religiones mundiales–, involucra a la memoria, la
lectura colectiva, y el modo objetivo o subjetivo en que las imágenes
interrogan a la conciencia íntima.
Pero no es exclusiva de los
musulmanes la preferencia por la prohibición de imágenes figurativas en los
lugares sacros, sino que fue practicada por el cristianismo bizantino, retomada
por el genérico recelo cristiano hacia las idolatrías, y por ciertas tendencias
protestantes que se inspiran literalmente en el capítulo del Exodo, que reza
“no te harás icono ni imagen alguna...”. El islamismo, gran creación del
espíritu humano, nos pone frente a la encrucijada de las imágenes. ¿Qué parte
del lenguaje o del pensamiento estamos invocando cuando decimos “imagen”? Una
conocida broma de Borges –que toma del historiador inglés Gibbon– afirma que
“en el Corán no hay camellos” para patrocinar identidades que expulsen de sí
toda autoafirmación. Sólo sería válido y asumiría realmente su ser, lo que no
insistiese especialmente en su propio ser. En verdad, el Corán menciona los
camellos, pero se entiende hacia dónde quiere ir Borges. En “La busca de
Averroes”, Borges ve al notable filósofo árabe-español, empeñado en traducir a
Aristóteles (como efectivamente hizo), pero tropezando con las dificultosas
nociones “occidentales” de comedia y tragedia. Profunda visión de cómo se
enlazan, se tensan, se reconocen o se resisten las percepciones entre Occidente
y Oriente, correspondiendo acaso a la arabeidad y al islamismo la asombrosa
tarea de ser un estricto mediador entre ambos polos civilizatorios –escisión
quizás heredada de las grandes intuiciones cartográficas de Ptolomeo–, que
tanto desvelaron luego a historiadores, poetas y pensadores como Goethe, Max
Weber, Antonio Gramsci y Edward Said.
Nunca en “Occidente” se dejó de
tomar la imagen como un tema, y en plena mitad del siglo XX, resulta turbadora
(y crítica) la afirmación de Heidegger respecto de que “el fenómeno fundamental
de la Edad Moderna es la conquista del mundo como imagen. La palabra imagen
significa ahora la configuración de la producción representadora”. Al trasluz
de este aserto que pone en juego toda la tradición humanista y a las éticas
antropológicas, puede juzgarse toda la obra de Foucault, lo que Derrida llamó
“Espectros”, las hoy notorias consideraciones de Aby Warburg sobre la memoria
de imágenes de Occidente –y todos los trabajos que de él descienden–, tanto
como la gran obra de Lezama Lima, y un poco más acá, el post-cine de Godard
(Adiós al lenguaje). A este propósito, tanto este film, como la película
paraguaya Siete cajas, son grandes manifestaciones de la reflexión sobre el
peso esencial de las imágenes y las telecomunicaciones (y por lo tanto del lenguaje)
como problema de la existencia. Obras de arte como éstas son los verdaderos
“relatos salvajes” que nos llevan a pensar los más profundos dilemas del sujeto
mundano y de un nuevo humanismo práctico.
El comando asesino que distribuyó
sangre y fuego en la redacción de la revista humorística francesa, no sólo
producía un crimen horripilante, no justificable por ninguna acción semejante
de la contraparte que sea, sino que ponía en el corazón del planeta otra
perspectiva estremecedora para la “época de la imagen del mundo”. No es réplica
a nada, sino un ensimismamiento en la producción de imágenes de guerra a través
de recortes arquetípicos de imágenes planetarias. Las que se produjeron en
escala catastrófica con las Torres Gemelas, y en el simbolismo del degollado
universal y del “asesinato en la catedral”, encarnada en los nuevos clérigos
sacrificiales –los caricaturistas– y en la otra escena, esta sí imagen del
teatro planetario, del policía tirado en la vereda y que mira, quizás en un
gesto de clemencia, al agresor que culmina su tarea con la ilustración póstuma
de una cruel facilidad: los dos disparos que salen de la Kalashnikov. El
desafío simbólico de los dibujantes (generador de obvias incomodidades, de
subido escozor) era respondido por una materialidad de muerte que generaba otro
tipo de imagen. Llamémoslo el simbolismo del asesinato real, con lo cual el
símbolo y lo real adquirían otras dimensiones universales, absolutamente
pavorosas. No es mejor la otra opción: hay que recordar, en la absurda bifurcación
que poseen las formas de violencia, que los ejércitos occidentales que atacaron
Irak, Libia o Malí, no permitieron que se difundieran imágenes de las acciones
de guerra y su inevitable cortejo de atropellos contra la vida humana.
Repensar estos temas a partir de
teorías democráticas de la imagen –a eso hay que llegar–, es ya casi lo mismo
que ahondar en los mejores argumentos para evitar la derechización definitiva
de Europa, la conversión de las religiones mundiales en “teologías-políticas”
justificatorias de instituciones que se constituyen a través de cualquier tipo
de poder artillado, los cercamientos territoriales que impiden –medievalizando
la historia contemporánea– toda circulación de personas, tanto en aeropuertos
como en cualquier suerte de frontera, y el tributo nocturnal que todos pagamos
al surgimiento hegemónico de las tesis sobre la seguridad como fortuna final de
todo razonamiento político.
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