La araña,presencia,función de la locura Gilles Deleuze
Gilles Deleuze
No planteamos el problema del arte y la locura en la obra de
Proust. Semejante cuestión quizá no tenga mucho sentido. Menos aún:
¿Estaba loco Proust? Esta pregunta, sin duda, carece de sentido. Nos
interesa únicamente la presencia de la locura en la obra de Proust. Y la
distribución, el uso o la función de esa presencia.
Tal y como se presenta, la locura funciona bajo una modalidad
diferente, al menos, en dos de los personajes principales, Charlus y
Albertine. Desde las primeras apariciones de Charlus, su extraña mirada,
sus ojos son descriptos como los de un espía, los de un ladrón, los de
un comerciante, los de un policía o los de un loco[1]. Al final, Morel experimenta un terror bien fundado en la idea de que Charlus está animado contra él en una locura criminal[2].
Y, de un extremo al otro de la Recherche, la gente adivina en Charlus
la presencia de una locura que lo vuelve infinitamente más aterrador que
si fuera simplemente un inmoral o un perverso, simplemente culpable o
responsable de sus actos. Los malos actos «asustan más porque podemos
sentir en ellos aflorar la locura, que por su inmoralidad. Mme. de
Surgis no había desarrollado el más mínimo sentimiento moral, y habría
aceptado a sus hijos sin importarle qué los hubiera envilecido, y habría
explicado por el interés que es comprensible en todos los hombres! Sin
embargo, ella los preservó de seguir frecuentando a M. Charlus cuando
supo que, por una suerte de relojería a repetición, en cada visita, él
estaba como fatalmente inducido a pellizcarles el mentón y a hacer que
se pellizcaran el uno al otro. Ella experimentó esa incómoda sensación
de misterio físico que hace preguntarse si el vecino con el que había
tenido tan buenas relaciones no cultivaba la antropofagia, y también
ante las reiteradas preguntas del barón “¿veré pronto a los jóvenes?”
Ella respondía, descargando todo el peso de su rabia acumulada, que
estaban muy ocupados con sus clases, con los preparativos para un viaje,
etc. La irresponsabilidad agrava las faltas e incluso los crímenes, no
importa lo que se diga. Landru, suponiendo que realmente haya matado a
su esposa, en caso de haberlo hecho por interés –cosa que sí puede
resistirse–, podría ser perdonado; pero no si se fue por un sadismo
irresistible.» Más allá de la responsabilidad de las faltas, la locura
como inocencia del crimen.
Que Charlus esté loco es una probabilidad desde el principio y es
casi una certeza al final. Para Albertine es más bien una eventualidad
póstuma la que arroja retrospectivamente, sobre sus gestos y palabras,
sobre toda su vida, una luz nueva e inquietante donde Morel está aún
entremezclado. «En el fondo, ella sentía que era una especia de locura
criminal y, a menudo, me he preguntado si no era después de algo como
esto, que llevó a un suicidio en la familia, que ella se había matado.» [3]
¿Qué es esta mezcla locura-crimen-irresponsabilidad-sexualidad, que sin
duda pasa por el parricidio como tema predilecto por Proust pero que no
puede reducirse, sin embargo, al trillado esquema edípico? ¿Una suerte
de inocencia en el crimen por la locura, tanto más insoportable cuando
se trata del suicido?
Por empezar, el caso Charlus. Charlus se presenta inmediatamente
como una fuerte personalidad, una individualidad imperial. Pero,
justamente, esta individualidad es un imperio, una nebulosa que esconde o
contiene muchas cosas desconocidas: ¿cuál es el secreto de Charlus?
Toda la nebulosa se construye en torno a dos puntos singulares
brillantes: los ojos y la voz. Los ojos, a veces rajados por fulgores
dominantes, a veces recorridos por movimientos inquisidores, a veces en
actividad febril y a veces en tediosa indiferencia. La voz, que hace
coexistir el contenido viril del discurso con un manierismo afeminado de
la expresión. Charlus se presenta como un enorme signo parpadeante,
gran caja óptica y vocal: quien escucha a Charlus o cruza su mirada se
encuentra con un secreto a develar, un misterio a penetrar, a
interpretar, que él presenta desde el comienzo como orientado a la
locura. Y la necesidad de interpretar a Charlus se basa en el hecho de
que Charlus mismo interpreta, no cesa de interpretar, como si la locura
progresara, como si su delirio ya estuviera ahí, delirio de
interpretación.
De la nebulosa-Charlus fluye una serie de discursos ritmados por la mirada vacilante. Tres grades discursos del
narrador, que encuentran su ocasión en los signos que Charlus
interpreta, él, profeta y vidente, pero que también encuentran su
destino en los signos que Charlus ofrece al narrador, quien a su vez se
ve, así, reducido al papel del discípulo o estudiante. Por lo tanto, lo
esencial de los discursos está ahí, en las palabras voluntariamente
organizadas, en las frases soberanamente dispuestas, en un Logos que
calcula y trasciende los signos que utiliza: Charlus, amo [maître] del
logos. Y, desde este punto de vista, parece que los tres grandes
discursos tienen una estructura común, a pesar de las diferencias de
ritmo e intensidad. Un primer tiempo, de denegación, en el que Charlus
dice al narrador: usted no me importa, no crea que usted me interesa,
pero… Un segundo tiempo, de distanciamiento: de usted a mí la distancia
es infinita, pero justamente por eso podemos completarnos, le ofrezco un
contrato… Y un tercer tiempo, inesperado, en el que de repente el logos
empieza a descarrilar, atravesado por algo que ya no puede contener. El
logos es entonces sublevado por una potencia de otro orden, cólera,
injuria, provocación, profanación, fantasía [fantasme] sádica,
gesto demencial, irrupción de la locura. Esto ya es así en el primer
discurso, todo hecho de una noble ternura, pero que encuentra su
conclusión aberrante al día siguiente, sobre la playa, en el comentario
canalla y profético del señor Charlus. «Se burlan de su vieja abuela,
¿verdad? Turrita…» El segundo discurso es relevado por una fantasía de
Charlus, quien imagina una escena, para divertirse, en la cual Bloch se
pelea con su padre y asesta golpes repetidos a la crápula de su madre:
«Y diciendo estas palabras horribles y casi locas, el señor Charlus me
aferró del brazo hasta hacerme doler.» El tercer discurso, finalmente,
se precipita en la prueba violenta del sombrero pisoteado, dislocado. Es
verdad que no es Charlus esta vez, sino el narrador quien pisotea el
sombrero; sin embargo, veremos cómo el narrador dispone de una locura
que vale por todas las demás, que comunica con la de Charlus, con la de
Albertine, y que puede tener lugar para anticiparlas o sobrepasarlas y
desarrollar sus efectos.
Si Charlus es el amo [maître] aparente del Logos, sus
discursos no están menos agitados por signos involuntarios que se
resisten a la organización soberana del lenguaje, que no se dejan
dominar [maîtriser] por las palabras y las frases, que espantan
al logos y nos arrastran a otro dominio. «Por algunas bellas palabras
con las que coloreó sus aversiones y a pesar de que tenía por momentos
el orgullo ofendido, por momentos una decepción amorosa o un rencor,
sadismo, avaricia, o una idea fija, sentíamos que este hombre era capaz
de asesinar…» Signos de violencia y locura que constituyen todo un pathos, contra y bajo los signos voluntarios dispuestos por «la lógica y el lenguaje bello». Este es el pathos
que ahora se revela por sí mismo en las apariciones de Charlus, donde
éste habla cada vez menos desde lo alto de su organización soberana y
donde se traiciona cada vez más en el transcurso de una larga
descomposición física y social. Este ya no es el mundo del discurso y
sus comunicaciones verticales que expresan una jerarquía de reglas y
posiciones, sino el mundo de los encuentros anárquicos, de los azares
violentos, con sus comunicaciones transversales aberrantes. Así es el
encuentro Charlus-Jupien, donde se descubre el secreto tan ansiado por
Charlus: la homosexualidad. Pero ¿es realmente ése el secreto? En tanto
descubrimiento, resulta ser menos la homosexualidad, previsible y
adivinable desde mucho tiempo antes, que un régimen general que hace de
la homosexualidad un caso particular de una locura más profunda y
universal donde se entrelazan todas las formas de la inocencia y el
crimen. Lo que es descubierto es el mundo en el que ya no se habla, el
silencioso universo vegetal, la locura de las Flores de la que el tema
parcelado viene a ritmar el encuentro con Jupien.
El Logos es un enorme Animal cuyas partes se reúnen en un todo [tout] y se unifican bajo un principio o una idea directriz; pero el pathos es un vegetal hecho de partes tabicadas [cloisonnées]
que no se comunican más que indirectamente de una parte a otra, en el
infinito, si bien no hay totalización, no hay unificación que pueda
reunir este mundo en el que no hay piezas finales que hagan falta. Es el
universo esquizoide de las cajas cerradas, de las partes tabicadas,
donde la contigüidad misma es una distancia: el mundo del sexo. Eso es
lo que aprendemos de Charlus más allá de sus discursos. Cada individuo
tiene los dos sexos, pero «separados por un tabique [cloison]»,
tenemos que hacer intervenir un conjunto nebuloso de ocho elementos,
donde la parte masculina o la parte femenina de un hombre o de una mujer
puede relacionarse con la parte femenina o la parte masculina de otra
mujer o de otro hombre (diez combinaciones de ocho elementos)[4].
Relaciones aberrantes entre vasos cerrados; abejorro que hace comunicar
a las flores perdiendo así su propio valor animal, relacionándose con
ellas como una pieza compuesta aparte, elemento dispar en un aparato de
reproducción vegetal.
Acaso haya una composición que retorna constantemente a lo largo de
la Recherche: se parte de una primera nebulosa que constituye un
conjunto aparentemente circunscripto, unificable y totalizable. Una o
varias series se desprenden de ese primer conjunto. Y estas series, a su
vez, desembocan en una nueva nebulosa, ahora descentrada o excentrada,
hecha de cajas cerradas que se arremolinan, móviles piezas asimétricas
que siguen líneas de fuga transversales. Así es en el caso de Charlus:
la primera nebulosa aparece cuando brillan sus ojos, su voz; después la
serie de los discursos; finalmente, el inquietante mundo de los signos y
las cajas, de los signos encajados y desencajados que componen a
Charlus y que se dejan entreabrir o interpretar siguiendo la línea de
fuga de una estrella inveterada y sus satélites («M. Charlus desplaza su
enorme cuerpo arrastrando tras de sí, sin darse cuenta, uno de esos
apaches o mendigos que, a su paso, hacía surgir infaliblemente en las
esquinas que parecían más desiertas…»). La misma composición preside la
historia de Albertine: la nebulosa de jóvenes muchachas de la que
Albertine es extraída lentamente; la gran serie de dos casos de celos
sucesivos para Albertine; la coexistencia, finalmente, de todas las
cajas en que Albertine se aprisiona por sus propias mentiras, pero
también es aprisionada por el narrador, novedosa nebulosa que recompone a
su modo la primera, ya que el fin del amor sería un retorno a la
indivisión primera de las jóvenes muchachas. Y la línea de fuga de
Albertine es comparable a la de Charlus. Más aún, en el pasaje ejemplar
del beso a Albertine, el narrador al acecho empieza por divisar el
rostro de Albertine, conjunto móvil en el que brilla el lunar como punto
singular; entonces, a medida que los labios del narrador se aproximan a
la mejilla, el rostro deseado pasa por una serie de planos sucesivos a
los cuales corresponden otros tantos de Albertine, el lunar salta de un
plano al otro; por último, la interferencia final en la que el rostro de
Albertine se desencaja y se deshace, mientras el narrador, tras perder
el uso de sus labios, de sus ojos, de su nariz, reconoce «esos signos
detestables» que el ser amado está a punto de abrazar.
Si esta gran ley de composición y descomposición vale tanto para
Albertine como para Charlus es porque se trata de la ley de los amores y
la sexualidad. Los amores intersexuales, especialmente el que siente el
narrador por Albertine, no son en absoluto una apariencia bajo la cual
Proust escondería su propia homosexualidad. Al contrario, estos amores
forman el conjunto de partida del que se van a extraer, en un segundo
momento, las dos series homosexuales representadas por Albertine y
Charlus (“ambos sexos mueren cada cual por su lado”). Sin embargo, estas
series desembocan, a su vez, en un universo transexual donde los sexos
tabicados, encajados, que se reagrupan comunicándose cada uno con otro
siguiendo vías transversales aberrantes. O bien, si es cierto que una
especie de normalidad de superficie caracteriza el primer nivel o el
primer conjunto, las series que se desprenden hacia el segundo nivel son
marcadas por todos los sufrimientos, las angustias y las culpas de lo
que se conoce como neurosis: maldición de Edipo y profecía de Sansón.
Pero el tercer nivel restituye una inocencia vegetal a la
descomposición, asignando a la locura su función absolutoria en un mundo
de cajas que estallan o vuelven a cerrarse, crímenes y secuestros que
constituyen «la comedia humana» a la manera de Proust, a través de la
cual se desarrolla una potencia futura y pasada [nouvelle et dernière]
que altera todo lo demás, una enloquecida potencia que es la Recherche
misma en tanto que reúne al policía y al loco, al espía y al
comerciante, al intérprete y al demandante.
Si la historia de Albertine y la historia de Charlus responden a la
misma ley general, la locura sin embargo tiene en cada caso una forma y
una función muy diferentes, y no se distribuye de la misma manera.
Vemos tres diferencias principales entre la locura-Charlus y la
locura-Albertine. La primera es que Charlus dispone de una individuación
superior como individualidad imperial. El trastorno de Charlus, a
partir de ahí, concierne a la comunicación: la cuestión «¿qué oculta
Charlus?», «¿cuáles son las cajas secretas que recela en su
individualidad?», reenvía a las comunicaciones que han de ser
descubiertas, a lo aberrante de esas comunicaciones; sin embargo la
locura-Charlus no se manifiesta, no interpreta ni puede ser interpretada
más que por medio de los encuentros azarosos y violentos que actuarán,
en relación con los entornos novedosos en que Charlus está inmerso, como
otros tantos reveladores, inductores, comunicadores (encuentros con el
narrador, con Jupien, con Verdurin, encuentro en el burdel). El caso de
Albertine es diferente, pues su trastorno concierne a la individuación
misma: ¿cuál de esas jóvenes muchachas es ella?, ¿cómo extraerla y
seleccionarla del grupo indiviso de jóvenes muchachas? Se dirá que aquí
sus comunicaciones se dan desde el principio, pero lo que está oculto,
precisamente, es el misterio de su individuación; y el misterio no puede
ser perforado más que en la medida en que las comunicaciones sean
interrumpidas, detenidas a la fuerza: Albertine prisionera, encerrada,
secuestrada. De aquí deriva una segunda diferencia. Charlus es el amo
[maître] del discurso; para él todo pasa por las palabras, pero en
cambio nada sucede en las palabras. Las investiduras de Charlus son ante
todo verbales, si bien las cosas o los objetos se presentan por su
cuenta como signos involuntarios que se vuelven contra el discurso, a
veces lo desvían, a veces forman un contra-lenguaje que se desarrolla en
el silencio y la mudez de los encuentros. La relación de Albertine con
el lenguaje, en cambio, está hecha de humilde mentira y no de desviación
real. Es que, para ella, la investidura sigue siendo investidura de
cosa o de objeto que se expresa en el lenguaje mismo, a condición de
fragmentar en él los signos voluntarios y de someterlos a las leyes de
la mentira que introducen lo involuntario: luego, puede pasar cualquier
cosa en el lenguaje (incluso el silencio), precisamente porque nada pasa
por el lenguaje.
Finalmente, hay una tercera gran diferencia. A finales del siglo
XIX y principios del XX, la psiquiatría estableció una distinción muy
interesante entre dos maneras de delirar los signos: los delirios de
interpretación de tipo paranoia y los delirios de demanda de tipo
erotomanía o celos. Los primeros tienen un comienzo insidioso, un
desarrollo progresivo que depende esencialmente de fuerzas endógenas y
se extienden en una red general que moviliza el conjunto de las
investiduras verbales. Los segundos tienen un comienzo mucho más brusco y
están vinculados a ocasiones externas reales o imaginarias; dependen de
una especie de “postulado” concerniente a un objeto determinado y
entran en constelaciones limitadas; no se trata tanto de delirios de
ideas que pasan por el sistema en extensión de las investiduras verbales
como de delirios de actos animados por investiduras intensivas de
objeto (la erotomanía, por ejemplo, se presenta como persecución
delirante del ser amado, más que como ilusión delirante del ser amado). Este
segundo tipo de delirio forma una sucesión de procesos lineales
finitos, mientras que el primer tipo forma conjuntos circulares
irradiantes. No estamos diciendo que Proust aplique a sus personajes
una distinción psiquiátrica elaborada en su época. Pero Charlus y
Albertine, respectivamente, trazan caminos en la Recherche que
corresponden de manera muy precisa a esta distinción. Hemos intentado
mostrar que Charlus es el gran paranoico desde las primeras apariciones
insidiosas, que el desarrollo y la precipitación de su delirio
manifiestan fuerzas endógenas formidables, y que recubre toda su
demencia interpretativa verbal con los signos más misteriosos de un
no-lenguaje que lo trabaja: en suma, la inmensa red Charlus. Pero, en el
otro lado, Albertine: ella misma objeto, o en persecución de objetos
por su propia cuenta; poniendo en juego los postulados que le son
familiares, o bien siendo encerrada por el narrador en un postulado sin
salida del cual ella es víctima (Albertine es culpable necesariamente y a priori, de amar sin ser amada, de ser dura, cruel y engañosa con cuanto se ama).
Erotómana y celosa, aunque es también y sobre todo el narrador quien se
muestra de ese modo. Y la serie de dos celos respecto de Albertine,
inseparables en cada caso de las ocasiones externas, constituyendo
procesos sucesivos. Y los signos del lenguaje y del no-lenguaje se
insertan aquí los unos en los otros, formando las constelaciones
limitadas de la mentira. Todo un delirio de acción y de demanda que
difiere del delirio de ideas y de interpretación de Charlus.
Pero ¿por qué debemos confundir en un mismo caso a Albertine y las
conductas del narrador con respecto a Albertine? Todo nos dice, es
cierto, que los celos del narrador se refieren a una Albertine
profundamente celosa con respecto a sus propios «objetos». Y la manía
erótica del narrador con respecto a Albertine (la persecución delirante
del amado sin ilusión de ser amado) es relevada por la manía erótica de
la misma Albertine, largamente sospechada y luego confirmada como el
secreto que suscitaba los celos del narrador. Y la demanda del narrador,
aprisionar, encerrar a Albertine, oculta las demandas de Albertine,
adivinadas cuando ya es demasiado tarde. También aquí el caso Charlus es
análogo: no hay necesidad de distinguir el trabajo del delirio de
interpretación de Charlus y el largo trabajo de interpretación del
delirio de Charlus al que se entrega el narrador. Mas, precisamente, nos
preguntamos de dónde viene la necesidad de estas identificaciones
parciales y cuál es su función en la Recherche.
Celoso de Albertine, intérprete de Charlus, ¿qué es el narrador en
sí mismo, en última instancia? No creemos que sea necesario distinguir
entre el narrador y el héroe como si fueran dos sujetos, el sujeto de la
enunciación y el sujeto del enunciado, ya que eso sería relacionar la
Recherche con un sistema de la subjetividad (sujeto desdoblado,
escindido) que le es completamente ajeno[5]. En la Recherche hay menos un narrador que una máquina y menos un héroe que disposiciones [agencements]
en las que la máquina funciona bajo una configuración específica, de
acuerdo a una articulación concreta, para un uso determinado, en tal o
cual producción. Sólo en este sentido podemos pedir algo así como el
narrador-héroe, que no funciona como sujeto. El lector al menos se
sorprende ante la insistencia con que Proust presenta al narrador como
incapaz de ver, de percibir, de recordar, de comprender… Esta es la gran
oposición con el método Goncourt o Sainte-Bouve. Tema constante de la
Recherche, que culmina en la campiña, en la casa de Verdurin («veo que
ustedes aman las corrientes de aire…»)[6].
En verdad el narrador no tiene órganos, o no tiene aquellos que
necesita, aquellos que habría deseado. Él mismo lo remarca en la escena
del primer beso de Albertine, cuando se queja de que no tengamos órganos
adecuados para ejercitar esa actividad que colma nuestros labios,
obstruye nuestra nariz y cierra nuestros ojos. En verdad, el narrador es
un enorme Cuerpo sin órganos.
Pero ¿qué es un Cuerpo sin órganos? La araña tampoco ve nada, no
percibe nada, no recuerda nada. Simplemente, en un extremo de su tela,
la araña recoge la más pequeña vibración que se propaga sobre el cuerpo
de onda intensiva y salta bruscamente por el aire hasta el lugar
necesario. Sin ojos, sin nariz, sin boca, responde únicamente a los
signos, es penetrada por el más mínimo signo que atraviesa su cuerpo
como una onda y la hace saltar sobre su presa. La Recherche no está
construida como una catedral ni como un vestido, sino como una tela.
Narrador-araña, cuya tela es la Recherche haciéndose, tejiéndose con
cada hilo conmovido por tal o cual signo: la tela y la araña, la tela y
el cuerpo son una y la misma máquina. El narrador es un hermoso ser
dotado de una sensibilidad extrema, de una memoria prodigiosa: no tiene
órganos y, por lo tanto, está privado de todo uso voluntario y
organizado de sus facultades. En cambio, una facultad se ejerce en él
cuando es constreñida y forzada a hacerlo; y el órgano correspondiente
se posa sobre él, pero como un esbozo intensivo ocasionado por
las ondas que provocan su uso involuntario. Sensibilidad involuntaria,
memoria involuntaria, pensamiento involuntario que son, cada vez, como
las reacciones globales intensas del cuerpo sin órganos ante los signos
de tal o cual naturaleza. Es este cuerpo-tela-araña el que se agita por
abrir o por cerrar cada una de las pequeñas cajas que se adhieren al
hilo viscoso de la Recherche. Extraña plasticidad del narrador. Este es
el cuerpo-araña del narrador, el espía, el policía, el celoso, el
intérprete y el demandante –el loco–. Esquizofrénico universal que
tiende a conectar un hilo con Charlus el paranoico, otro hilo con
Albertine la erotomaníaca, para hacer de ellos los títeres de su propio
delirio, las potencias intensivas de su cuerpo sin órganos, los perfiles
de su locura.
Traducción:
Margarita Paranetti y Mariano Repossi.
[1] JF2, I, 751.
[2] TR1, III, 804-6.
[3] AD, III, 600 (c’est une des versions d’Adrée).
[4]
Una combinación elemental será definida por el encuentro de una parte
masculina (Pm) o femenina (Pf) de un individuo con la parte masculina o
femenina de otro. Por lo tanto, Pm de un hombre y Pf de una mujer, pero
también Pm de una mujer y Pf de un hombre, Pm de un hombre y Pf de otro
hombre, Pm de un hombre y Pm de otro hombre… etc.
[5] Sobre la distinción héroe/narrador en la Recherche, cf. Genette, Figures, iii, Ed. du Swuil, pp. 259 y ss. Pero Genette introduce numerosas correcciones en esta distinción.
[6] SG2, II, 944.
No hay comentarios: