Hobbes,Schmitt,Straus,Freud,Lacan ¿Lo político?
La seriedad, la preocupación, lo serio. Hobbes, Schmitt, Strauss y el concepto de lo político, por Osvaldo Arribas, psicoanalista
Lacan, al comienzo del seminario sobre la
angustia hace referencia al existencialismo, a Sartre y a Heidegger, a la
función de la seriedad en Sartre y a
la “souci”, la preocupación en
Heidegger. Podríamos agregar a esas referencias de Lacan las de Carl Schmitt y
Leo Strauss que, en cierto sentido, apuntan en esa misma dirección, a la preocupación por la seriedad, por lo serio. Y
pienso tanto en la serie que construye la matemática como en la gravedad de lo que la física nos permite
contar, al modo en que sabemos que
podemos “contar con alguien”.
Por otro lado, sabemos que la angustia tiene
una función laberíntica entre el deseo y el goce, que puede orientar o bien desorientar,
y que en ese sentido, está en juego tanto lo que permite como lo que impide, en
relación con un objeto que, si bien se traduce en angustia, encuentra sus razones en el falo. La función fálica es
el hilo de Ariadna que permite salir del laberinto de su “encierro”, por eso es
que toda angustia se define como angustia de castración. En relación con el
complejo de castración, la angustia nos orienta en tanto es producto de una
percepción que nos previene de un peligro frente al cual estaríamos supuestamente
desamparados por la pérdida de algún tipo de objeto protector.
Entiendo que la cuestión de la angustia y su
laberinto es homóloga en algunos puntos con la cuestión que se plantea
alrededor de lo político y de su propio laberinto, en lo que implica de pasaje
de lo individual a lo colectivo. Lo que quiero decir es que podemos considerar
al laberinto como un elemento común a la angustia y a lo político en tanto
producto del lazo social, dado que en ambos casos se trata, de algún modo, del
problema que implica el otro, como
semejante, como objeto, como prójimo, como rival; del carácter problemático que
encierra en tanto irreductible a la contraposición simple y maniquea de un par
opositivo tal como amigo y enemigo. Aunque sin embargo, o
justamente por eso, la angustia que despierta esa misma irreductibilidad lleva
a que incesantemente se produzcan esfuerzos, en propios y extraños, por reducir
al otro y al sí mismo, exclusivamente, a la figura del extraño ó el familiar, a
la de amigo ó enemigo, de manera excluyente y absoluta.
Cierto es que la distinción schmittiana de amigo y enemigo no es subsumible a la
distinción freudiana entre lo familiar
y lo extraño, y no lo es poque la
operación de Schmitt no alude al complejo del semejante, sino a lo que le permite
recortar el rasgo específico del lazo político. Pero igualmente quiero comentar
algo de una polémica de estos dos autores vinculados a la filosofía política:
Carl Schmitt y Leo Strauss.
Carl Schmitt tiene un famoso trabajo en el
cual funda el concepto de lo político en la distinción específica de amigo y enemigo. Dice Schmitt: “Admitamos que en el plano moral las
distinciones de fondo sean bueno y malo; en el estético, bello y feo; en el económico, útil
y dañino o bien rentable y no rentable.
El problema es entonces si existe como simple criterio de lo “político”, y
dónde reside, una distinción específica, aunque no del mismo tipo que las
distinciones precedentes sino más bien independiente de ellas, autónoma y
válida de por sí. La específica distinción política a la cual es posible
referir las acciones y los motivos políticos es la distinción de amigo (Freund) y enemigo (Feind). Ella ofrece una definición
conceptual, es decir, un criterio, no una definición exhaustiva o una
explicación del contenido. En la medida en que no es derivable de otros
criterios, ella corresponde, para la política, a los criterios relativamente
autónomos de las otras contraposiciones: bueno y malo para la moral, bello y
feo para la estética, y así sucesivamente.”...
“El significado de la distinción de amigo y enemigo es el de indicar el
extremo grado de intensidad de una
unión o de una separación, de una asociación o de una disociación; ella puede
subsistir teórica y prácticamente sin que, al mismo tiempo, deban ser empleadas
todas las distinciones morales, estéticas, económicas o de otro tipo”. (pág.
177 de El concepto de lo “político”)
Por otro lado, a diferencia de Schmitt y con
un razonamiento mucho más cercano al de Hobbes en el Leviatán, recordemos cómo Freud nos habla del prójimo en El malestar en la cultura: “… el ser humano no es un ser manso, amable, a
lo sum capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su
dotación pulsional una buena cuota de agresividad. En consecuencia, el prójimo (el
“cercano”) no es solamente un posible
auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión,
explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su
consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo
y asesinarlo. «Homo homini lupus», el hombre es el lobo del hombre.”
Es lo que el otro es para mí, es lo que yo
soy para el otro. Bien podríamos decir que de este comentario sobre la relación
con el cercano, se deduce un claro
elogio de la distancia, de esa
distancia entre amigo y enemigo que Schmitt postula como condición de la
sobrevivencia de la política, y entonces, de lo serio.
Por otro lado, nombremos algunas teorías
características de Hobbes, siguiendo el listado que elabora Leo Strauss: la
negación de que el “altruismo” sea natural, las tesis sobre la naturaleza rapaz
del hombre, la guerra de todos contra todos como condición natural de la
humanidad, la impotencia esencial de la razón. Bien podríamos decir que son
todas teorías que Freud no rechazaría de modo alguno.
En De
guerra y muerte, Freud habla de su desilusión frente a la guerra, y
constata de algún modo, a pesar suyo, la preeminencia del punto de vista que
sostiene Hobbes en determinados momentos de la historia, a quien por otra parte
parece no haber leído a pesar de citar su dicho sobre el hombre, lobo del
hombre. Dice Freud, aludiendo a su decepción: “… pero podía suponerse que los grandes pueblos como tales habían
alcanzado un entendimiento suficiente acerca de su patrimonio común y una
tolerancia tal hacia sus diferencias que «extranjero» y «enemigo» ya no podrían
confundirse en un solo concepto, como aún ocurría en la Antiguedad clásica”.
Obviamente, lo dice porque en los tiempos de
guerra a los que alude, extranjero y enemigo mostraron volver, inmediata y
efectivamente, a fundirse en un único concepto. No es el caso de concepción de
Schmitt.
En la oposición entre amigo y enemigo que
plantea Schmitt, si bien podemos encontrar resonancias de la oposición entre extraño y familiar que se juega en la topología de lo siniestro, en la
angustia y en lo extimio, que conjuga
en banda lo más íntimo con lo más ajeno, lo más extranjero, en la oposición
schmittiana se trata de otra cosa. Pero aunque no es lo que parece querer
plantear Schmitt, lo que caracteriza principalmente al enemigo según él, es
justamente su extranjeridad: “el enemigo es simplemente el otro, el extranjero (der Fremde) y basta a su esencia que
sea existencialmente, en un sentido en particular intensivo, algo otro o extranjero, de modo que en el
caso extremo sean posibles con él conflictos que no puedan ser decididos ni a
través de un sistema de normas preestablecidas ni mediante la intervención de
un tercero “descomprometido” y por eso imparcial”. (p.177)
Pero para Schmitt el enemigo público es el hostis, no el inimicus: hostis es aquél
con quien libramos públicamente una guerra que siempre es política; y se
diferencia del inimicus, que es el
enemigo personal con quien tenemos odios privados. Inimicus es aquel que nos odia y nos quiere destruir, mientras que hostis es el rival político que nos
combate en la arena política, y aunque esa lucha política pueda llegar a la
guerra y a la muerte, es siempre política y nunca personal. (p.179)
Se podrían hacer consideraciones topológicas
sobre el laberinto y la seguridad o la inseguridad que provee la angustia, que
funciona como un ocho interior en tanto borde de una banda de Moebius, que
parece encerrar pero no encierra, que parece asegurar pero no asegura, o bien,
que hace a que, de golpe, en un instante, se pueda pasar de sentirse seguro a
sentirse completamente inseguro.
Hace algunos años, en un seminario de la
Fundación del Campo Lacaniano, hablábamos de La seguridad de la angustia, mostrando el carácter paradójico de la
relación entre la seguridad y la angustia. Y es que la seguridad es una
inseguridad, mientras que muchas veces es la inseguridad la que tiene por fruto
una mayor seguridad. Freud termina De
guerra y muerte citando un viejo apotegma: Si quieres conservar la paz, ármate para la guerra; para enseguida
proponer otro en la misma línea: Si
quieres soportar la vida, prepárate para la muerte. Y siguiendo en esta
línea podríamos decir un tercero: siéntete
inseguro si quieres estar más seguro; y ¡ojo!, pues cuanto más seguro, más
inseguro!”.
En De
guerra y muerte, Freud se muestra dividido. En la primera parte, La desilusión provocada por la guerra,
se espanta ante el hecho de que la guerra nos descubre el escándalo de que
(XIV, 281), si el Estado prohíbe recurrir a la injusticia no es porque quiera eliminarla, sino porque tan solo
pretende monopolizarla. Por otro lado, en ese mismo texto, Freud habla, en
relación con la guerra, de angustia
social (p. 282), para subrayar que no es verdadera angustia porque
desaparece toda vez que la comunidad suprime el reproche y le permite al sujeto
lo que antes le estaba prohibido. En la segunda parte, en Nuestra actitud ante la muerte, así como en Lo transitorio o Lo perecedro,
que es de la misma época, sin llegar por eso a hacer un elogio de la guerra, sí
es patente que elogia la transitoriedad y el valor que le otorga a las cosas el
hecho de que puedan desaparecer o ser destruídas, es decir, el valor que la
muerte le otorga a la vida.
Por supuesto, la aspiración humanitaria de
Freud es la de un mundo sin guerras, pero podríamos decir que tanto para Freud
como para Schmitt, eso no sería nada promisorio porque desaparecería todo o
mucho de su valor: “Un mundo en el cual haya sido definitivamente dejada de
lado y destruida la posibilidad de una lucha (que incluya la posibilidad real
de la eliminación física), un globo terrestre definitivamente pacificado, sería
un mundo ya sin la distinción entre amigo
y enemigo, y como consecuencia de
ello un mundo sin política. En él podría tal vez haber contraposiciones muy interesantes (el subrayado es mío),
competencias e intrigas de todo tipo, pero seguramente no habría niguna
contraposición sobre la base de la cual se pudiese requerir a los hombres el
sacrificio de su propia vida, o autorizarlos a derramar sangre y matar a otros
hombres.”
De este razonamiento de Schmitt se sigue que
la vida misma, despojada de la lucha política y de las pasiones que enciende,
perdería en sí misma el sentido y el valor de ser vivida.
Leo Strauss, en su comentario del razonamiento
de Schmitt, dice que, entonces, las únicas garantías de que el mundo no se
transforme en un mundo de simple “esparcimiento” y de cosas “muy interesantes”,
son la política y el Estado, sin lo cual el mundo se convertiría en un mundo
desprovisto de seriedad, de gravedad en el sentido fuerte del
término. En este sentido, Schmitt desecha por nefasto el ideal pacifista de la
“paz mundial” —por el cual siempre brindan las “rubias taradas
norteamericanas”, inmortalizadas por Sumo y objeto de burla en películas
yanquis—, y es que Schmitt considera imprescindible el juego de lo político para que la vida sostenga su
seriedad. Y el problema es la despolitización, porque la política es hablar de política. La afirmación de lo
político, en este sentido, entiendo, es una afirmación moral sostenida en una
lógica del conflicto, un llamado a abandonar el confort y el bienestar del statu
quo, un llamado a abandonar la llamada “comprensión” a cualquier precio, la
que busca silenciar los conflictos, porque es a costa del sentido de la vida
humana, porque significa renunciar, como dice Strauss, a plantearse la seriedad que implica la cuestión de lo correcto.
Schmitt pretende ir en contra del
liberalismo, lo que demuestra Strauss es que no logra ir más allá del liberalismo: “Quien afirma lo político como tal
respeta a todos aquellos que quieren luchar; es tan tolerante como los liberales, sólo que con la intención opuesta:
mientras que el liberal respeta y tolera todas las convicciones “honestas” sólo a condición de que reconozcan
como sacrosantos el orden legal y la paz,
el que afirma lo político como tal respeta y tolera todas las convicciones “serias”, es decir, todas las decisiones
orientadas hacia la posibilidad real de la guerra. Así, la afirmación de lo
político como tal se revela como un liberalismo de signo contrario”. (p.165/6)
Una cosa es la política si Dios y el cielo
están en juego, y otra muy distinta si supuestamente no lo están; una cosa es
la política apuntando al cielo, a Cristo y a la salvación, y otra cosa es la
política apuntando a realizar el cielo en la tierra, prescindiendo de la fe y
de la revelación (lo cual es, para Schmitt, equivalente al triunfo del Anticristo, ni más ni menos). De ahí la
oposición de Schmitt contra el liberalismo, que en esta polémica sobre lo
político representa el judío Strauss, pero también contra el marxismo, al que
incluye en el liberalismo.
Muchas veces se acusó a Lacan de que, al
instalar el concepto del Otro como lugar de la palabra, abría la puerta a la
religión, al “buen Dios”, a la cuestión de si hay alguien ahí, de si hay sujeto en el Otro o si el Otro es sujeto.
Pero esa es justamente la cuestión, es el supuesto más serio sobre el que se
sostiene la transferencia, el motor del análisis, y el psicoanálisis, con su política del síntoma, es el discurso que
se ocupa del hecho de que hay casos, los casos
de verdad —como los llama Lacan—, donde no se puede prescindir del Otro,
del decir verdadero, y donde para que
su producción y su pasaje por la ranura de lo real sea posible, el analista no
debe ni puede olvidar que, si bien el Otro no existe, sí existe la necesaria e
imprescindible suposición de su existencia.
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