Bolívar Echeverría:clave barroca
En el caso
de la América latina. Aquí, en razón de la marginalidad de su historia moderna,
la rehechura o recomposición de la cultura, y particularmente de la cultura
política, se dio bajo el predominio de otro de los cuatro ethos de la
modernidad capitalista, el ”ethos barroco”.
En la
América latina, el ethos barroco se gestó y desarrolló inicialmente entre las
clases bajas y marginales de la ciudades mestizas del siglo XVII y XVIII, en
torno a la vida económica informal y transgresora que llegó incluso a tener
mayor importacia que la vida económica formal y consagrada por las coronas
ibéricas. Apareció primero como la estrategia de supervivencia que se inventó
espontáneamente la población indígena sobreviviente del exterminio del siglo
XVI y que no fue expulsada hacia regiones inhóspitas.
Ante la probabilidad que
dejó el siglo XVI de que, borradas de la historia las grandes civilizaciones
indígenas de América, la Conquista, desatendida ya casi por completo por la
corona española, terminara desbarrancándose en una época de barbarie, de
ausencia de civilización, esta población de indios integrados en la vida
citadina virreinal llevó a cabo una proeza civilizatoria que marcaría de modo
fundacional la identidad latinoamericana: reactualizó el recurso mayor de la
historia de la cultura, que es la actividad de mestizaje. Para rescatar a la
vida social de la amenaza de barbarie, y ante la imposibilidad de reconstruír
sus mundos antiguos, tan complejos y tan frágiles, esa capa indígena derrotada
emprendió en la práctica, espontáneamente, sin pregonar planes ni proyectos, la
reconstrucción o re-creación de la civilización europea --ibérica-- en América.
No sólo dejó que los restos de su antiguo código civilizatorio fuesen devorados
por el código civilizatorio vencedor de los europeos, sino que, asumiendo ella
misma la sujetidad de este proceso, lo llevó a cabo de manera tal, que lo que
esa re-construcción reconstruyó resultó ser algo completamente diferente del
modelo a reconstruír, resultó ser una civilización occidental europea
retrabajada en el núcleo de su código por los restos del código indígena que
debió asimilar. Jugando a ser europeos, imitando a los europeos, poniendo en
escena lo europeo, los indios asimilados montaron una representación de la que
ya no pudieron salir, y que es aquella en la que incluso nosotros nos
encontramos todavía. Una puesta en escena absoluta, barroca: la performance sin
fin del mestizaje.
Para
finalizar quisiera aclarar un punto que tal vez queda confuso y que es
relevante desde una perspectiva política de izquierda. El hecho de que el ethos
moderno “realista” haya sido, con altibajos, el predominante en la historia de
la modernidad realmente existente no significa que los otros ethos modernos
alternativos sean disfuncionales respecto de la autoafirmación del capital.
Todos ellos, incluído el “ethos barroco”, desarrollan, cada uno a su manera,
estrategias de supervivencia dentro del capitalismo, modos de hacer vivible lo
invivible de la represión capitalista. Sie son interesantes desde una
perspectiva de izquierda es por el modo diferente en que cada uno de ellos
circunscribe la posibilidad de abandonar su conformismo, y no por otra razón.
En efecto, si quisiéramos intentar una definición de lo que hoy parece
indefinible, el ser de izquierda, habría que decir mínimamente que él consiste
en un actitud de resistencia, sea ésta íntima o pública, a la reproducción del
esquema civilizatorio de la modernidad capitalista; en la búsqueda de una
salida fuera de ella, hacia una modernidad verdaderamente alternativa,
postcapitalista --y no en la búsqueda de un nuevo reacomodo dentro de ella.
De estar
permitido imaginar, contra los pronósticos más fríos y seguros, que el cuerpo
social, antes de precipitarse en el desastre al que parece encaminarlo sin
remedio el progreso que lo tiene atrapado en su dinámica, resulte capaz de
cambiar radicalmente --de revolucionar-- el proyecto de modernidad que ha
prevalecido hasta ahora, de sustituir su clave capitalista por otra contraria a
ella, post-capitalista (de estar permitido imaginar ésto), sería de suponer que
ese proceso de transformación se conciba a sí mismo de manera diferente a la
que fue usual en la tradición del comunismo del siglo XIX, es decir, la manera
romántica, heredada de la Revolución Francesa. Hace ya un buen tiempo que la
violencia revolucionaria resulta impensable como aquella que emplea el sujeto
social, constituído como ejército del pueblo, enfrentado al ejército represor
de la oligarquía con la finalidad de arrebatarle el aparato de poder del
estado. Hace un buen tiempo que se ha hecho indispensable una re-definición de
lo que puede ser la violencia revolucionaria; una re-definición que traslade el
punto de arranque de la idea de revolución, moviéndolo del ethos romántico del
que ella ha partido por más de 100 años, a algún otro de los ethos de la
modernidad capitalista.
Tal vez lo
que es revolución habrá que pensarlo ya no en clave romántica sino, por
ejemplo, en clave barroca. No como la toma apoteótica del Palacio de Invierno,
sino como la invasión rizomática, de violencia no militar, oculta y lenta pero
omnipresente e imparable, de aquellos otros lugares, lejanos a veces del
pretencioso escenario de la Política, en donde lo político --lo re-fundador de
las formas de la socialidad-- se prolonga también y está presente dentro de la
vida cotidiana. El ethos barroco, tan frecuentado en las sociedades
latinoamericanas a lo largo de su historia, se caracteriza por su fidelidad a
la dimensión cualitativa de la vida y su mundo, por su negativa a aceptar el
sacrificio de ella en bien de la valorización del valor. Y en nuestros días,
cuando la planetarización concreta de la vida es refuncionalizada y deformada
por el capital bajo la forma de una globalización abstracta que uniformiza, en
un grado cualitativo cercano al cero, hasta el más mínimo gesto humano, esa
actitud barroca puede ser una buena puerta de salida, fuera del reino de la
sumisión.
No hay comentarios: