Klosossowki: una topología de la figuración, texto presentado por Alberto Sladogna, psicoanalista, @sladogna
Presentamos una reproducción de una nota "Pierre Klossowski: "Mis
dibujos obedecen a una voluntad de figurar" por Alain Arnaud. Traducción
Isidro Herrera,Publicado en MINERVA 07.2008. Texto cortesía de la revista
Quinzaine Littéraire y de la editorial André Dimanch.
En este reportaje aparece un tema que concierne a las disciplinas conjeturales, entre ellas, al psicoanálisis y a su practica ¿Cómo operar con los tres registros esenciales de la subjetividad (R.S.I)?Es una pregunta que recorre los textos doctrinarios del psicoanálisis a partir del horizonte que localizó la enseñanza de Jacques Lacan ¿Cómo operar con esos nudos ante la "masa" informe que lanza el cuerpo parlante de tal o cual analizante? O ¿Qué leer en la masa del lenguaje que acompaña los actos de la vida erótica, sexual de la cultura?
Esas preguntas dan la bienvenida al reportaje efectuado a Pierre Klossowski
Durante mucho tiempo usted ha hecho simultáneo escritura y dibujo. Sus
dibujos acompañaban a sus textos o les servían de portada. Después hubo una
ruptura y el abandono de la actividad literaria en beneficio únicamente del
dibujo. Y curiosamente, o sintomáticamente, algunos de los que le aclamaban
como escritor se han visto incomodados, perturbados por el pintor, sea que
hayan fingido ignorarlo, sea que hayan intentado reducir sus dibujos a una
ilustración de sus relatos, a la simple traducción o transposición en el lienzo
de las escenas descritas en sus libros.
P.K.: No la realice de manera simultánea
las dos actividades, sino que las he realizado de manera alternativa. Hubo un
período, el de los dibujos con mina de plomo, en el que el dibujo coexistía, de
hecho, con la escritura. Después vino el descubrimiento del color, que se
correspondió con el abandono de la escritura. La satisfacción que me procuraba
la experiencia del dibujo me dio la ocasión de dedicarle completamente el
tiempo que exigía. Esta manera de expresarse, aparentemente primitiva debido a
su inmediatez en comparación con la escritura, no podía sufrir la concomitancia
de la comunicación escrita, que es siempre indirecta en cuanto a la emoción
vivida. A saber: el lenguaje, en tanto que depende del sentido común, altera el
motivo particular con respecto a la receptividad general. Al renunciar a la
escritura, que se prestaba constantemente al malentendido, me constreñía a no
pronunciarme de otro modo que mediante el cuadro, exponiéndome a hacer sentir
mis visiones a mis contemporáneos antes que a hacérselas comprender.
Quedamos en que cuando el color aparece, la escritura se retira. Como
si las figuras de sus relatos hubieran cedido ante las de sus dibujos. Ahora
bien, su técnica pictórica es la de los lápices de colores. ¿De un lápiz a otro
en suma?
P.K.: De hecho, he pasado de la
grafología a la caligrafía, o más bien a la jeroglífica. Trato la pintura como jeroglífica.
El pensamiento ejerce en ella una vigilancia: el movimiento espontáneo está
constantemente controlado por un conjunto de criterios, el gusto, el estilo.
Hay ciertos estereotipos a los que obedezco, otros que rechazo. Es una
autocrítica permanente. He partido de la idea de una pintura mural, con lo que
ello acarrea de teatralidad, de espectáculo. No olvido nunca que trabajo sobre
una pared, en función de su verticalidad, y no a partir de imágenes que podría
disponer como quien coloca un libro.
Concepción que subtendía ya la escritura. Sus relatos dependían de una
escritura de la mirada, de la imagen mental, más que de una escritura del
sonido o del verbo. De ahí la importancia de los tableaux vivants y de la
descripción minuciosa del colorido. Después, por ejemplo, de la escena de las
barras paralelas -otra vez posturas-, Roberte se contempla en un espejo antes
de admirar «el deslizamiento de la ciudad». Eran ya gestos de pintor. Las
palabras tenían la función de reflejo, de espejo. El signo actuaba de consuno
con la imagen.
P.K.: Ha habido una ruptura
absoluta con la escritura. Pasando de la especulación a lo especular, me
encuentro de hecho bajo el dictado de la imagen. Es la visión la que exige que
diga todo lo que la visión me da. Sin duda, he debido recordar a algunos
autores de la última Antigüedad helenístico-romana, como Filóstrato de Lemnos,
que habían imaginado un género retórico para evocar por medio de la escritura
obras plásticas imaginarias. Así hace Apuleyo al describir una estatua de Diana
como obra de arte. Yo mismo he pensado en algún momento describir mis
personajes como otras tantas estatuas, retratos, figuras de cuadros, cuyos
personajes hubieran sido los modelos. Y después la problemática moral ha tomado
la primacía. Estaba entonces en plena lectura de San Agustín, en una situación,
por tanto, de drama filosófico en torno a la imagen y a las disputas teológicas
concernientes a la teátrica. La imagen era para mí un condensado de la
experiencia incomunicada. Ningún contenido de experiencia se puede nunca
comunicar más que en virtud de rodadas conceptuales excavadas en los espíritus
a través del código de los signos cotidianos. Y a la inversa, este código de
signos cotidianos censura todo contenido de experiencia. Desenlace: la imagen,
el estereotipo. El estereotipo tiene una función de interpretación ocultadora.
Pero si se la acentúa hasta la desmesura, viene él mismo a operar la crítica de
su interpretación ocultadora.
Así, pues, con lo que se relaciona su obra escrita es con un imperativo
de figuración, de puesta enfrente y en posturas. La obsesión por el signo
único, por el nombre único, ¿es una obsesión por la imagen?
P.K.: ¡Por su sonoridad, ya el
nombre de Roberte es una imagen! Roberte es, entre otras cosas, un personaje
que pertenece a las ilustraciones de mi infancia.
Sin embargo, sus relatos se distinguen de sus dibujos en un punto. En
la escritura, la palabra, la sintaxis reclaman siempre en mayor o menor medida
el poder de significación de la lengua. En ese aspecto, sus relatos serían la
parte de usted que pertenece al espacio cristiano, con lo que ello implica de
atención al sentido y a la hermenéutica. En sus dibujos, por el contrario, la
imagen no es más que inmediatez, juego de espejos que dispersa y refracta el
sentido hasta el infinito en posturas, movimientos. Se estaría aquí más cerca
de su parte pagana, politeísta. O sea, dos aproximaciones al problema de la
comunicación.
P.K.: Existe un fondo
incomunicable, irreductible, que no se puede expresar y para el cual se crean
equivalentes. Se suscita así una tensión entre la necesidad de comunicar y su
imposibilidad. Admito las teofanías, no busco profundizar su enigma. Ignoro si
es contrario o no al cristianismo profundo. La imagen es para mí como la
materialización de la idea de delectación morosa, una potencia. Santo Tomás
define la imagen, por una parte, como cosa distinta de lo que representa, y a
partir de ahí, movimiento en la facultad cognoscitiva y en la cosa
representada; por otra parte, como movimiento en la imagen y en la cosa misma
de la que es imagen. O sea, literalmente, un motivo.
Para producir este movimiento de la imagen, usted ha escogido la
convención académica. Como si, paradójicamente, cuanto más académica sea la
pose, más ofrece una oportunidad de acercarse a lo incomunicable. En suma, ¿la
mejor comunicación posible reside en la imposibilidad de comunicar? Una
evidencia se deriva de sus dibujos: son poses, posturas de estatuaria. Su
presentación espacial y en movimiento es la de los grupos.
P.K.: Alimento desde hace algún
tiempo el sueño de trabajar en cera, de hacer que ejecuten mis dibujos en cera.
En cuanto al academicismo premeditado de las poses, esa banalidad extrema debe
permitir expresar lo que oculta. Bajo esa banalidad, ¡un acontecimiento!
Tanto más cuanto que bajo esa banalidad de las poses, bajo su aspecto
coagulado, se anima una violenta dinámica. ¿La banalidad reclamaría así «pasar
detrás», en el sentido en que escribe usted en Le Souffleur : «Hace años que me
esfuerzo por intentar situarme detrás de nuestra vida para poder contemplarla»?
P.K.: La imagen es un signo, pero
de un universo distinto al de los signos significantes. Es especular y no
especulación. En la Antigüedad , las estatuas tenían un papel tutelar, pero no
participaban de la esencia divina. Sólo a partir del cristianismo, o sea,
después de la Encarnación, es cuando la imagen expresa lo sobrenatural en las
realidades carnales y terrestres que reproduce. ¡De ahí el problema de los
iconoclastas! Por mi parte, yo me atengo a motivos específicamente especulares.
Lo que me parece que responde a la objeción que se le dirige a veces de
ser «un escritor que dibuja», como si primero enunciara un texto y después lo ilustrara
con imágenes. No habría cronología entre las dos aproximaciones, sino
sincronía. Sus dibujos nacerían no de una mirada que lee, sino de una mirada
que ve y transmite imágenes mentales, fantásticas o fantasmáticas.
P.K:: Fantásticas no. Son
construcciones mentales figuradas. Mis dibujos obedecen a una voluntad de
figurar. Es una manera de ver y de sacar a la luz el pathos.
Es decir, la misma tensión que anima sus textos, pero resonando bien en
escritura, bien en pintura. Al mantener intacta esta tensión, al rechazar la
reconciliación con las potencias interiores que la suscitan, les da usted la
espalda a las investigaciones científicas contemporáneas. ¿De ahí su profesión
de fe por la demonología, concebida como práctica y como método?
P.K.: Rehabilitar la demonología es
ante todo para mí una verdadera pathofanía, a la vez método y conflicto. El
carácter teátrico de la teología procedía de su creencia en el alma humana como
lugar habitado por potencias exteriores autónomas. O sea, una topología mental,
el pathos concebido como un topos. Para que el artista consiga sus fines, para
que obtenga el efecto que busca, le es preciso mantener la hipótesis de un
universo demonológico análogo a esas fuerzas que lo habitan; y que trate cada
movimiento de su alma como correlativo de algún movimiento demónico. En este
sentido, y más allá incluso de la cuestión del «tema» o del «motivo», el
artista tiende a falsear su modelo invisible, a seducirlo, para comunicarlo a
través de su semejanza, su simulacro. La pintura es una pathofanía en cuanto
que el cuadro reproduce una estratagema demónica y, a su través, exorciza y
comunica la obsesión del pintor.
Pero hay una diferencia
fundamental entre producir un simulacro y recibirlo. Cualquier forma de
comunicación está siempre gravada por ese hiato que hay entre la voluntad de
alcanzar y la facultad de ser alcanzado. Para quien mira el cuadro, lo que el
pintor designa como cierta semejanza se convierte en otra semejanza.
Las fuerzas demónicas obsesivas
actúan simultáneamente pero de modo diferente en el artista y en su simulacro,
en el simulacro y en su contemplador. En este sentido, la estructura de un
cuadro hace lo mismo que la estructura de una frase, que desaparece en eso
mismo que ella da a entender.
Para regresar a la pathofanía, ¿no se puede esbozar una comparación con
el psicoanálisis, que también considera el pathos como un topos, como un lugar
atravesado por tendencias en conflicto? ¿Habría entre ambos una comunidad de
exorcismo?
P.K.: Lo que llamo exorcizar es
expulsar de un alma un espíritu maligno. Pero, para expulsarlo, hay que saber
hablarle en su propia lengua, y para convencerlo de que salga, ofrecerle otro
lugar. Tal vez esta afirmación se atribuya al hecho de que trato de hacer
comprender cómo el mismo esquema de «objetivación» preside tanto los
procedimientos modernos del análisis patológico como aquellos, anteriores, del
exorcismo. Y ciertamente la analogía entre el objetivo perseguido por el
terapeuta y el del exorcista me parece demasiado fácil como para no prestarse a
confusión. Si el objetivo fuera el mismo, ¿a cuento de qué esa distinción entre
potencias exteriores e interiores, ajenas o propias? Resulta que los objetivo,
y también, por tanto, los medios que concuerdan con esos objetivos, no son
idénticos: uno y otro método proceden de una concepción totalmente opuesta a la
de interior o exterior. Para el analista, el paciente es incapaz de salir de su
propia interioridad y no podría encontrar su salud más que en la persona del
terapeuta. Este último tiene la tarea de inducirlo a objetivarse
progresivamente en la mirada de los fenómenos que absorben estérilmente su
energía. Las nociones de inconsciente o de consciencia oculta asimilan el
interior a los límites de la subjetividad individual, y el exterior a una
objetivación progresiva, a través del retorno al principio de realidad. Lo que
equivale a decir que la curación no se efectúa más que a través de una nueva
alienación. El paciente sólo vuelve a sentirse normal si expulsa los
acontecimientos de su interioridad, que experimentaba anteriormente como
realidades exteriores a él mismo.
¿En qué se distingue la práctica demonológica, pathofánica, que usted
preconiza?
P.K.: No considera la posesión
como una enfermedad, sino como un hecho espiritual. El alma está siempre
habitada por alguna potencia, buena o mala. Las almas no están enfermas cuando
están habitadas, lo están cuando no son ya habitables. La enfermedad del mundo
moderno es que las almas ya no son habitables, ¡y lo sufren! Se cree que se
pueden reducir a nada las potencias maléficas con el pretexto de que ya no hay
un ser sobrenatural. ¡Mal cálculo! Desde el momento en que existe un ser,
existe la sobrenaturaleza.
Así pues, la práctica demonológica sería una especie de exégesis
figural, la figuración exegética de las potencias buenas o malas que habitan el
alma. Es decir, ¿una voluntad de decirlas, sin intentar cambiarlas?
P.K.: Es necesario que
identifique las potencias que me hacen hablar. El exorcista otorga una
realidad, una acción efectiva, a unas potencias dotadas de una existencia
autónoma, exteriores a la del sujeto que tratan de poseer, y que esterilizan
otras fuerzas fecundantes. Aquí no hay interioridad en el sentido moderno. El
exorcista se sitúa en el punto de vista mismo de las fuerzas ajenas. El alma es
para él un lugar exterior a las potencias, del mismo modo que estas potencias
le son exteriores a él. De aquí procede mi afirmación de que la patología es
una topología.
Exorcismo, exégesis, figuración, son formas de comunicación que
reconocen su imposibilidad de comunicar verdaderamente. Intercambian algo
incomunicable. Encontramos aquí la tesis de Duns Scoto, que a usted le gusta
evocar, según la cual las naturalezas no podrían comunicar por estar cerradas.
A partir de aquí, ¿Qué significa este intercambio en ausencia de comunicación?
P.K.: A mi parecer, es una
facultad de interpretación, de identificación con algo extraño a su propia
naturaleza. Algo en mí se identifica con lo que me pertenece mas no en
propiedad exclusiva, sino que surge bruscamente en mí. En Roberte, Octave
demuestra de ese modo cómo una persona es susceptible de interpretaciones
diversas por parte de los individuos que la rodean. Bajo la influencia de sus
miradas, lo que constituye su unidad moral se deshace. Resurgen entonces en
ella virtualidades que se redistribuyen de tal manera que la sustancia de
Roberte es susceptible de ser lo opuesto de lo que ella cree ser. Hay una
actualización de Roberte; una fuerza se apodera de ella, actualizando una cosa
que le es inactual pero a la que, sin embargo, se presta.
¿No interviene el mismo proceso en la contemplación de la obra de arte?
¿Lo que usted pone a la vista en potencia es actualizado por la mirada que, a
la vez, lo destituye sin poseer nunca el cuadro mismo, sin acercarse nunca a la
visión del artista? ¿Conservaría siempre la obra de arte su opacidad?, ¿sería
siempre incomunicable?
P.K.: ¿No es éste el principio
universal de toda producción o creación que ofrece a otros el medio de
reconocerse en ella al mismo tiempo que oculta su fondo propio? El cuadro es la
materialización de una idiosincrasia. Es un objeto, una mercancía accesible a
muchos. Los aficionados que lo compran pueden reconocerse en él, encuentran en
él una complicidad. Pero raramente hay coincidencia entre esas afinidades y las
intenciones del artista: el cuadro permanece siempre como una transposición, un
simulacro. Si satisface al aficionado que se reencuentra en él lo hace
precisamente en tanto que simulacro. El espectador y el artista no interpretan
el cuadro de la misma manera porque no proyectan en él los mismos hechos de
experiencia. ¡Los pathos no comunican! Incluso si se reproduce una obra en
miles de ejemplares, eso no es nunca más que una esquematización del original.
Así pues, no se puede hablar de un original en relación consigo mismo, porque
habrá siempre un modelo que permanecerá desconocido desde el exterior.
Si vuelvo a mi idea de
estereotipo, puedo decir que éste permite precisamente una esquematización y
una vulgarización que encuentran su origen en el fantasma. Pero un fantasma
cuyo contenido ha desaparecido a causa del hecho de su materialización. Todas
las interpretaciones entonces son posibles. Los que han utilizado el
estereotipo -Ingres, Courbet, Delacroix.- han puesto en él a la vez un
contenido que les era propio, y también lo han criticado, han puesto la
tradición en entredicho. En cada ocasión hay simulacro y disimulo. Empleo el
mismo procedimiento cuando utilizo las formas más estereotipadas para las cosas
más incomprensibles.
Procedimiento que elimina
cualquier posibilidad de arte «abstracto».
Recuerdo unas palabras de
Giacometti: «¡el cuadro es en sí una abstracción!» ¿Qué hay más abstracto que
la figura? Un cuadro figurativo se puede traducir inmediatamente a arte
abstracto.
Así pues, más allá del realismo,
¿hay una sobrenaturaleza que permite y establece la comunicación, o por lo
menos el intercambio, la interpretación?
En pocas palabras, hay una noción
de realidad que desaparece a favor de la sobrenaturaleza. Toda obra de arte
pertenece así al orden de la revelación de una esencia y de su contemplación.
Pero la revelación es siempre
infiel, imperfecta. El primer gesto del pintor está ya en retirada con respecto
a sus intenciones. Todo dibujo está así a la vez demasiado acabado e inacabado.
Nos encontramos aquí con el problema
de lo arbitrario, del azar y de la necesidad. O sea, el problema del juego. Hay
una necesidad de jugar. Pero al jugar se experimenta lo contrario. Si no
hubiera contrario, no se podría jugar. Comenzamos a jugar porque creemos que
hay un azar. Y después entramos en un orden del que no podemos escapar.
¿La obra sería la expresión de este dilema? Es decir, ¿una apuesta
lanzada contra una maldición?
En el hombre, el origen de la
creación es la necesidad de redimir su existencia. Se le ofrece una abundancia tal,
que lo aplasta si no logra encontrar una réplica a esta riqueza agobiante. Así,
busca constantemente crear el equivalente de esta riqueza.
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