Jean Allouch, Cuando la libertad se subleva
Cuando la libertad se subleva [i]
Jean Allouch
A F. M., alias L. M., alias A. S., que, tal
vez, oiga.
Tal como se presenta la locura,
nadie, aunque fuera poeta, se adelantaría en autoproclamarse su portavoz. No se
recogen nunca sino lejanos y casi siempre indescifrables ecos, mientras que
fracasan con notable regularidad los esfuerzos tan numerosos como variados de
dar cuenta de ella, como, asimismo de su tratamiento.
Tomado en serio, tomado
absolutamente, tal estado de cosas no podría más que conducir a cada uno que se
ligue a ella, al silencio –a lo que no me resuelvo porque, ustedes lo
constatarán enseguida, les hablo y, justamente, con la intención de hacer
escuchar a mínima la voz de la locura, porque ella tiene su sitio cuando nos
interrogamos acerca de la emancipación. Hacerla oír, sí, sin por ello dar la
espalda a ese silencio: un decir sobre un fondo de silencio, incluso silencioso
de algún modo.
Hay un lugar, muy concreto, donde
la locura se cruza con la emancipación, siendo este último término tomando en
su primer sentido, que, como ustedes lo saben, es jurídico.
Mancipium es un compuesto
de dos palabras: manus, la mano y capere, tomar: es “tener en un
puño”* y ejercer entonces un cierto poder que es también un poder cierto. Se
debe a Jacques Lacan una definición de lo que es una lengua, lo que por otra
parte no ha permanecido sin consecuencias, porque ha inspirado el colosal Vocabulaire
européen des philosophies [ii]:
“Una lengua, entre otras, no es nada más que la integral de equívocos que su
historia dejó persistir en ella”[iii].3 Y
bien, tratándose del francés, los equívocos de su historia no han dado lugar al
verbo “manciper”, tampoco en castellano, el que, sin embargo, está
perfectamente bien formado, se deja ordenar en la categoría de verbos dichos
del primer grupo. Un propósito tal como “yo te mancipo” no ofrece
gramaticalmente nada chocante; es más, su sentido es límpido: “te tengo en mis
manos”. Podría ser que “mancipar” fuera demasiado franco, demasiado directo,
demasiado eróticamente claro para ser admitido en el uso, al punto que solo se
dispone de ese verbo marcado del privativo “ex”, lo que ha dado “e-mancipar”.
Sin embargo, hay un gesto a la
vez psiquiátrico y jurídico del que son objeto ciertos locos donde esta
franqueza del poder ejercido sobre alguien está a ojos vista. Se llama
“curatela”. Aquellos que son puestos “bajo curatela” son mancipados, tomados en
manos de…, son privados de un cierto número de derechos que la democracia
otorga a cada uno. Así, por ejemplo, no administran más su dinero a su
criterio. Alguien se encarga de eso, toma cuidado de ellos en nombre de su
bien, según se pretende. Tal práctica habilitada, socialmente reconocida,
legitimada, confronta a aquellos que son su objeto con una dificultad que tal
vez no es precisamente la suya en su locura, la de su e- mancipación.
¿Cómo soltarme de las manos del curador?
¿Conquistar mi libertad? He aquí que una alienación viene a suplementar otra,
aquella con la que tengo que vérmelas en mi locura. No tengo ninguna razón
válida para admitir que ese bien que ellos quieren para mí, sea mi bien. Como
todo el mundo, mi desconfianza se despierta de momento que alguien pretende
saber y querer mi bien, tanto más cuanto que a esa persona se le ha acordado un
poder sobre mí. A esta desconfianza que con razón suscita en mí mi locura, se
sobreagrega esta otra desconfianza de la cual no tengo ninguna razón para
admitir la legitimidad, por socialmente admitida que ella sea. Se reunieron
entre varios para manciparme: familia, médicos, psicólogos, juez de tutela,
legisladores… Una curatela es un encierro, un encierro en una mano, la del
curador.
En efecto, ¿a quién pertenece esa
mano? ¿Qué quiere él, él personalmente, el curador? ¿Qué motivos, válidos o no, lo
conducen a querer estar en este puesto de empuñe? Si hay persecución, hela aquí
redoblada.
Escribiendo en aquella Austria
donde supo percibir la presencia de un nazi en la bodega de cada casa, Thomas
Bernhard declaraba: “la desconfianza está justificada”. Tomo nota.
Es un rasgo que Michel Foucault
detectó y describió perfectamente. Todo ocurre como si no se concibiera respuesta a
la locura más que queriéndola tomar por las riendas, dominándola mediante un
poder. He aquí los medios: encierro, a veces de oficio, es decir impuesto, en
hospitales especializados (en ocasiones y cada vez más agravado en lo que se
llama “sala de aislamiento”); uso de calmantes y de otras drogas dichas
antipsicóticos (se evita la expresión “camisa química”); serie de electroshock
(rebautizados sismoterapia como para mejor, aún, camuflar la violencia). Los
diagnósticos también enferman, ellos también están al servicio de un control, o
del que se pretende tal puesto que – ¿quién lo ignora?– nunca nos volvemos amos
de una locura.
Si los resultados que se obtienen
con tales procedimientos y aún con otros, fuesen juzgados con la vara de lo que
está admitido en otra parte en medicina, inmediatamente deberían ser
abandonados. Pero que el poder se calme: no se está allí. Una pericia reciente
señaló que más del 90% de los detenidos, en cierta prisión francesa, (creo
recordar que se trata de la de Nîmes) eran enfermos mentales. Jean-Marie
Delarue, inspector de lugares de privación de libertad, evaluó en unos 17.000
el número de detenidos (en un total de 67.000 encarcelados) que tienen una
patología mental grave.
La mano del curador toma aquí la
forma de los muros de una celda. Y no se ha dicho aún nada de los locos que
están en las calles de nuestras bellas ciudades (el fenómeno tomó una amplitud
tal que debió inventarse una nueva práctica psiquiátrica, psicológica y de
enfermería creando algunos puestos para esta nueva “psiquiatría en las
calles”*).
Ante el poco éxito de los
tratamientos de la locura y, concomitantemente, la intensificación del encierro
(ser echado a la calle es uno), ¿no es tiempo de revisarlo todo, de preguntarse
si esa relación de dominio, de mancipación que se intenta ejercer respecto a la
locura, es la que conviene? ¿Son factibles otros modos, otras modalidades
diferentes, que no se consagren a mancipar la locura? Esto no parece excluido
pues algunas tentativas han sido conducidas en este sentido, entre otras,
aquellas de Franco Basaglia en Italia, de Jean Oury y Félix Guattari en
Francia, de Ronald Laing y David Cooper en Inglaterra.
A esta lista de nombres podría
agregarse el de Jacques Lacan, aunque su intervención se sitúe en un registro
sensiblemente diferente, menos dependiente de contratos societarios. Lacan
replanteó la locura y también instauró otra relación con la locura que, por
cierto, no fue tomada en serio sino por algunos –lo atestiguo.
En su ejercicio del psicoanálisis
Lacan fue uno de esos, raros, que no tomaban apoyo en la distinción nosográfica
de las psicosis, de las perversiones y de las neurosis con el fin de dejar a
las primeras en manos de los psiquiatras, a las segundas en las de los jueces,
y reteniendo en los consultorios psicoanalíticos sólo a las neurosis,
supuestamente menos incontrolables. Que se sepa, y en cualquier compartimiento
que se los aloje, además de su animalidad libidinal, todos estos seres tienen
al menos algo en común: hablan, son seres hablantes. Mucho más que aquello que
los diferencia con la ayuda de clasificaciones artificialmente construidas, ¿no
es a eso que tienen en común que sería atinado ligar la locura humana?
Foucault:
Tengo la impresión, si ustedes quieren, en
un aspecto muy fundamental, que en nosotros la posibilidad de hablar, y la
posibilidad de estar loco son contemporáneas, y como gemelas, que no sólo se
abren sobre la más peligrosa sino posiblemente también la más maravillosa o la
más insistente de nuestras libertades.[iv]
Palabra, locura, libertad: una
sola frase sostiene juntas a estas tres. Esa frase da cuerpo a esta otra
relación con la locura, distinta al dominio, que yo he podido percibir a partir
de Lacan, ajustándome sobre su trayecto inacabado. Apuntando a “mancipar” la
locura, se está empeñado en alcanzar la experiencia del loco tal como se la
recogía a partir de un cierto número de necesidades que serían como la causa.
Durante un tiempo, se la llamó “degeneración”; hoy uno se remite a la
estadística, los gringos inventaron eso.
Es tiempo, me parece, de no
conceder a la necesidad el imperio que, se creía, poseía sobre los espíritus,
admitir al menos, a título de un “a priori útil” que en cada locura, hay una
libertad que se subleva.
Les agradezco.
Traducción: María del Carmen
Melegatti; Revisión: Raquel Capurro
Texto publicado en la revista Ñacate,
en internet.
5
[i] 1 Breve intervención de
Jean Allouch, en un ámbito no psicoanalítico, durante el coloquio “Pensar la
emancipación”, realizado en París el 15 de septiembre de 2017.
[ii] 2 Bajo la dirección de
Barbara Cassin, Dictionnaire Le Robert, Ed. Seuil, París, 2004.
[iii] 3 Jacques Lacan, L’Étourdit, Scilicet, n° 4, París,
1973.
* “Psychiatrie des rues”. (N. de T.)
[iv] Citado por P. Artières,
J.-F. Bert, Un succès philosophique. L’Histoire de la folie à l´âge classique…
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