Tiqqun: Identidad juego, santidad, tragedia
Teoría del Bloom fue publicado en http://tiqqunim.blogspot.com.ar/2013/01/teoria-del-bloom.html
¿Por qué subir este texto del colectivo tiqqun ? En primer
lugar, una coincidencia algunos decidimos participar de una conversación que se lleva a cabo en Buenos Aires los días sábados a las 17,30 horas
puntuales. Practica interesante, rara, varios de los presentes no teníamos encuentros
previos, se presentó un efecto con afectos: la conversación se desplegó entre
amigos que no se conocían y eso no fue un obstáculo, por el contrario fue un componente un intensivo para dialogar, conversar entre amig@s. El tema de la conversación fueron las formas de abordar
las vibraciones desatadas por: “A nuestros amigos” -texto del partido imaginario tiqqun- ¡Conversan amig@s sin conocerse! El texto formula: una de las formas de la amistad se da entre
quienes no se conocen. Esa coincidencia la descubrí ya bien iniciado el encuentro. Acoto: Esa forma de amistad suele organizar cada análisis,
sesión por sesión: se encuentra el analizante con el analista sin conocerse y
gracias a eso son amigos que navegan al compás de las olas de subjetividad de
la vida cotidiana.
Otra razón para subir el texto es que recibí (30/05/2016) el argumento de una actividad de la
elp que se
desplegó el 4 y 5 de junio del 2016, su tema es el siguiente: Cercles et Lignes de Sorciéres Le Signe Coyote
–traducción salvaje y aproximada, a mi cargo: “Círculos y líneas de brujerías.
El signo coyote”). Su argumento descansa en varios textos, entre
otros cita “Teoría del Bloom” del partido imaginario, tiqqun. Celebro que en la
elp vari@s miembr@s nos acercamos a tientas –por suerte- a las formulaciones de ese colectivo, así de como de otros. Se trata de dar
lugar al concepto del colectivo para acabar con los prejuicios que pesan sobre él en la teoría del análisis (Freud, Klein, Lacan...) Un colectivo que no es nada sino el tema de lo
individual, decía Lacan (Cfr: Alberto Sladogna en http://www.escucharte.info/2016/05/resistir-es-un-acto-sladogna.html)
.
Estos acercamientos dan pasos temerosos ante la novedad, de salir de las luces que impusieron a ciertos aspectos del psicoanálisis
el poder “único” del Siglo de Las Luces. A Lacan en las primeras ediciones de sus Escritos
en castellano se lo presentó como siendo un representante del “Siglo de Las Luces”. Una
presentación que hipotecó e hipoteca la lectura de ese y otros textos de Jacques Lacan.
Clinic Zone se propone interrogar el signo a partir de las prácticas de las brujas,
de la brujería para ello toma el siguiente
fragmento de “Teoría del Bloom”:
“…el Bloom es
primeramente sólo una hipótesis, pero es una hipótesis que se ha vuelto
verdadera: la “modernidad” la ha realizado; una inversión de la relación
genérica se ha producido efectivamente en ella. El ser comunitario que, en las
sociedades tradicionales, se afirmaba, además de como hombre privado, como
hombre singular, se ha vuelto para sí mismo un hombre privado que se afirma,
además de como ser comunitario, como ser social.”
Aquí el texto integral, Teoría del Bloom, escrito por el partido imaginario, tiqqun
Mr. Bloom miró amablemente con curiosidad la pequeña silueta
negra. Limpia a la vista: el brillo de su piel lustrosa, el botón blanco bajo
el mocho de la cola, los verdes ojos esplendentes. Se inclinó hacia ella, con
sus manos en sus rodillas.
—¡Leche para la minina!
—¡Mrkñao!
Pretendemos que son estúpidos. Pero entienden lo que decimos
mejor de lo que nosotros les entendemos a ellos.
James Joyce, Ulises.
A esta hora de la noche — Los grandes Veladores están
muertos. Sin lugar a dudas, se los ha matado. Esto es al menos lo que creemos
adivinar, nosotros que llegamos tan tarde, al aprieto que su nombre suscita
todavía en algunos momentos. La tenue chispa de su solitaria testarudez
incomodaba demasiado las tinieblas. Todo rastro vivo de lo que hicieron y
fueron ha sido borrado, al parecer, por la obstinación maníaca del
resentimiento. Finalmente, este mundo únicamente ha conservado de ellos un
puñado de imágenes muertas que corona su indecente satisfacción de haber
vencido a quienes no obstante eran mejores que él. Henos pues aquí, huérfanos
de toda grandeza, abandonados en un mundo helado en el que ningún fuego señala
el horizonte. Nuestras preguntas deben permanecer sin respuesta, aseguran los
ancianos, y después confiesan de todas maneras: “Nunca ha habido una noche más
oscura para la inteligencia”.
Hic et nunc — Los hombres de este tiempo viven en el corazón
del desierto, dentro de un exilio infinito que es al mismo tiempo interior. Sin
embargo, cada punto del desierto se abre al entrecruce de un sinnúmero de
caminos, para quien sabe ver. Ver es un acto complejo; exige del hombre que se
mantenga despierto, que entre en sí mismo y parta de la nada que encuentre ahí.
Con ello, los Veladores del alba próxima adquirirán una familiaridad con eso
mismo que el ejército en desbandada de nuestros contemporáneos no tiene ninguna
otra tarea que huir. Al igual que muchos otros antes que ellos, tendrán que
mantener el veneno y el rencor de todos los durmientes, sueño masivo de estos
últimos que vendrán a perturbar, por medio de su simple mirada. Conocerán el
despotismo de los filisteos y se rodeará sobre su sufrimiento una ceguera
voluntaria. Pues es en estos días más que nunca que “quienes no comprenden
cuando han escuchado, quienes parecen sordos y de los que atestigua el
proverbio: estando presentes, están ausentes” (Heráclito) tienen para sí el
número y la potencia. Y es más probable que dichos hombres prefieran crucificar
a aquellos que vienen a disipar la ilusión de su seguridad, que a aquellos que
la amenazan verdaderamente. No les basta con ser indiferentes a la verdad. La
quieren muerta. Día tras día, exponen su cadáver, pero éste no se corrompe en
absoluto.
Kairós — A pesar de la extrema confusión que reina en su
superficie, y quizá en virtud de esto precisamente, nuestro tiempo es de
naturaleza mesiánica. A medida que la metafísica se realiza, vemos cómo lo
ontológico aflora en la historia, en su estado puro, y en todos los niveles. En
estrecha relación con esto, vemos aparecer un tipo de hombre cuya radicalidad
al interior de la alienación precisa la intensidad de la espera escatológica. Y
al mismo tiempo que este término de hombre adquiere un sentido que hasta ahora
sólo podía tener bajo el aspecto de la idea en los sistemas más detestables,
distinciones muy antiguas se desvanecen. La soledad, la precariedad, la
indiferencia, la angustia, la exclusión, la miseria, la condición de
extranjero, todas las categorías que el Espectáculo despliega para hacer el
mundo ilegible desde el ángulo social, lo vuelven simultáneamente límpido en el
plano metafísico. Todas ellas recuerdan, aunque de manera diferenciada, el
completo desamparo del hombre en el momento en que la ilusión de los “tiempos
modernos” acaba de volverse inhabitable, es decir, en el fondo, en el momento
en que viene el Tiqqun. Y es entonces que el Exilio del mundo es más objetivo
que la constante de gravitación universal fijada en 6.67259·10-11 N·m2/kg2.
“Cada uno es para sí mismo lo más ajeno” — se ha colocado,
entre nosotros y nosotros mismos, un velo que nos aparta de la vida y la vuelve
imposible. Esto ocurre idénticamente con el mundo, del que algo nos separa, y
nos prohíbe su acceso. Hagamos lo que hagamos, estamos arrojados al margen de
todo. He aquí lo esencial. Ya no hay más tiempo para hacer literatura con las
diversas combinaciones del desastre.
Hasta aquí, se ha escrito mucho, pero pensado poco, a
propósito del Bloom.
Aproximación al Bloom — Para el entendimiento, el Bloom
puede ser definido como eso que, en cada hombre, permanece fuera de la
Publicidad, y que, por tanto, constituye de igual manera la forma de existencia
común de los hombres singulares al interior del Espectáculo, que es la retirada
consumada de la Publicidad. En este sentido, el Bloom es primeramente sólo una
hipótesis, pero es una hipótesis que se ha vuelto verdadera: la “modernidad” la
ha realizado; una inversión de la relación genérica se ha producido
efectivamente en ella. El ser comunitario que, en las sociedades tradicionales,
se afirmaba, además de como hombre privado, como hombre singular, se ha vuelto
para sí mismo un hombre privado que se afirma, además de como ser comunitario,
como ser social. La república burguesa puede vanagloriarse de haber entregado
la primera traducción histórica de envergadura, y en general el modelo, de esta
notable aberración. En ella, de manera inédita, la existencia del hombre en
cuanto individuo viviente se encuentra formalmente separada de su existencia en
cuanto miembro de la comunidad. Mientras que, de un lado, no se le permite
participar en los asuntos públicos que abstrae de toda cualidad y de todo
contenido propios, en cuanto “ciudadano”, del otro, y como una consecuencia
necesaria del primer movimiento, “es precisamente aquí, donde pasa ante sí
mismo y ante los demás por un individuo real, que es una manifestación carente
de verdad” (Marx, La cuestión judía), pues está privado de Publicidad. La era
burguesa clásica ha colocado así los principios cuya aplicación ha hecho del
hombre eso que conocemos: la agregación de una nada doble, la del “consumidor”,
ese intocable, y la del “ciudadano” (¿qué puede ser más ridículo, en efecto,
que esa abstracción estadística de la impotencia que se insiste en seguir
llamando “ciudadano”?). Pero esta era corresponde únicamente a la fase final de
la larga gestación del Bloom, en la cual no ha sido conocido todavía como tal.
Y con razón, hacía falta nada menos que el derrumbamiento, de acuerdo con el concepto,
de la totalidad de las instituciones burguesas y una primera guerra mundial
para parirlo. Es pues solamente con el advenimiento del Espectáculo, y la
entrada en la efectividad de la metafísica mercantil que le corresponde, que la
inversión de la relación genérica toma una significación concreta,
extendiéndose al conjunto de la existencia. El Bloom designa a continuación el
movimiento igualmente doble mediante el cual, a medida que se perfecciona la
alienación de la Publicidad y que la apariencia se autonomiza de todo mundo
vivido, cada hombre ve el conjunto de sus determinaciones sociales, es decir,
su identidad, volvérsele extrañas y ajenas, incluso cuando aquello que en él
excede toda objetivación social —su pura singularidad nuda e irreductible— se
despega como el centro vacío de donde procede en adelante todo su ser entero.
Tanto más la socialización de la sociedad arroja la intimidad bajo todas sus
formas a la Publicidad, tanto más lo que queda fuera de ella —la parte maldita
de lo innumerable— se afirma como el todo de lo humano. La figura del Bloom
revela esta condición de exilio de los hombres y de su mundo común en lo
irrepresentable como la situación de marginalidad existencial que les
corresponde en el Espectáculo. Pero por encima de todo, manifiesta la absoluta
singularidad de cada átomo social como lo absolutamente cualquiera, y su pura
diferencia como una pura nada. Seguramente, el Bloom no es, como lo repite
incansablemente el Espectáculo, positivamente nada. Solamente, sobre el sentido
de esta “nada”, las interpretaciones divergen.
El huésped más inquietante — Considerando que es el vacío de
toda determinación sustancial, el Bloom es sin duda en el hombre el huésped más
inquietante, aquel que de simple invitado ha pasado a jefe del hogar. Los
cobardes pueden acurrucarse detrás de sus habituales aspavientos: a nadie será
otorgada la posibilidad de simplemente apartarle con el pretexto de que su
figura sin rostro nos arrastraría demasiado lejos hacia el epicentro del
desastre — pues el desastre es la salida del desastre. Ciertamente, el Bloom no
es nada, careciendo de Publicidad y por lo tanto de verdad, pero esta nada
encierra una potencia pura de ser: que no pueda manifestarse como tal en el
seno del Espectáculo no altera en nada el desbordamiento fundamental del estado
de explicitación pública por eso que en cada uno permanece irreductible a la
suma de sus manifestaciones. El Bloom significa que un abismo se ha ahondado, y
que sólo depende de una cierta audacia que éste sea aquel donde todo acaba, o
aquel de donde todo comienza. Pero ya, las señales se amontonan tanto que
llevan a pensar que el primer hombre es el hijo del último. La totalidad social
alienada, que ha desposeído tan completamente al Bloom de todo contenido
propio, lo ha colocado de esta manera vis-à-vis con su ser bajo la misma
relación que con una prenda, prohibiéndole olvidar jamás que él no es él mismo,
sino un objeto exterior que sólo se confunde con él, justamente, visto desde el
exterior. Cualquier cosa que emprenda para ganarse una sustancialidad, ésta le
permanece siempre como algo contingente e inesencial, habida cuenta del modo de
develamiento dominante. Así pues, el Bloom nombra la desnudez nueva y eterna,
la desnudez propiamente humana que desaparece bajo cada atributo y no obstante
le porta, que precede toda forma y la hace posible. El Bloom es la nada
enmascarada. Es por esto que resultaría absurdo celebrar su aparición en la
historia como el nacimiento de un tipo humano particular: el hombre sin
cualidad no es una cierta cualidad humana, sino por el contrario el hombre en
cuanto hombre. La falta de identidad propia, la abstracción de todo medio
sustancial, la ausencia de determinación “natural”, lejos de asignarlo a una
particularidad cualquiera, lo designan como la realización de la esencia humana
genérica, que es precisamente privación de esencia, pura exposición y pura
disponibilidad. Sujeto sin subjetividad, persona sin personalidad, individuo
sin individualidad, el Bloom hace explotar a su simple contacto todas las
viejas quimeras de la metafísica tradicional, toda la quincallería paralizada
del yo trascendental y de la unidad sintética de la apercepción. Todo aquello
que se diga de este huésped extraño que nos habita y que somos fatalmente, se
alcanza en el Ser. Ahí, todo se desvanece.
El Bloom y/es su mundo — El Bloom tiene en primer lugar el
sentido de una situación existencial, de un modo de ser y de sentir, lo que hay
que entender en la manera eminentemente poco subjetiva bajo la cual se puede
decir que los hombres de Kafka son la misma cosa que el mundo de Kafka. Con el
Bloom, estamos en presencia de una figura, de una potencia metafísica de
indistinción que se ejerce sobre la totalidad de lo existente e informa su
materia. Pues “quien no es nada, afuera ya no encuentra nada” (Bloch, El
espíritu de la utopía), no porque todas las cosas se hayan desvanecido
milagrosamente, sino porque para él ya no hay, sencillamente, afuera. El Bloom
ha pasado ese punto de extrañeza hacia sí mismo donde toda distinción entre su
yo y el contexto inmediato que lo contiene se vuelve incierta. Su mirada es la
de un hombre que no reconoce. Todo fluye bajo su efecto y se pierde en la
oscilación sin consecuencias de las relaciones objetivas, donde “la vida se
experimenta negativamente, en la indiferencia, la impersonalidad, la falta de
cualidad” (Cometti, Robert Musil). El Bloom vive en una suspensión infinita,
tal, incluso, que sus propias emociones no le pertenecen. Es por esta razón que
es también el hombre que no puede ya defender nada de la trivialidad del mundo.
Librado a una finitud sin límites, expuesto en toda la superficie de su ser,
sólo ha podido encontrar refugio en un murmullo, pero en un murmullo que
avanza. Su errancia lo lleva de lo Mismo a lo Mismo sobre los senderos de lo
Idéntico, porque adondequiera que vaya lleva consigo el desierto del que es
eremita. Y si puede jurar ser “el universo entero”, como Agripa de Nettesheim,
o más ingenuamente “todas las cosas, todos los hombres y todos los animales”,
como Cravan, es porque no ve en todo más que la nada que él mismo es tan
plenamente. Pero esa nada es lo absolutamente real ante lo cual todo lo que
existe se vuelve fantasmático.
Als ob — La abolición del yo significa de igual modo la
abolición de lo real tal como se ordenaba hasta entonces, pero tal vez se
hablaría más precisamente, en uno y otro caso, de suspensión. Así como toda
eticidad armoniosa que podría proporcionar alguna consistencia a la ilusión de
un yo “auténtico” hace falta de ahora en adelante, así todo lo que podría hacer
creer en la univocidad de la vida o en la positividad formal del mundo, se ha
disipado. Así, sin importar cuáles sean las pretensiones del Bloom para ser un
hombre “práctico”, su “sentido de lo real” es sólo una modalidad limitada de ese
“sentido de lo posible que es la facultad de pensar todo lo que podría ser ‘de
igual manera’, y sin conceder más importancia a todo lo que es que a lo que no
es” (Musil, El hombre sin atributos). El Bloom dice: “Todo lo que hago y pienso
es sólo Espécimen de mi posible. El hombre es más general que su vida y sus
actos. Está como previsto para más eventualidades de las que puede conocer. Sr.
Teste dice: Mi posible no me abandona jamás” (Valéry, Señor Teste). Todas las
situaciones en que se encuentra comprometido llevan en su equivalencia el sello
infinitamente repetido de un irrevocable “como si”. “Perdido en un sitio lejano
(o incluso no), sin nombre, sin identidad, payaso” (Michaux, Payaso), el Bloom
es como si no fuera, vive como si no viviera, concibe el mundo como si no se
encontrara él mismo en algún punto del espacio y el tiempo, y juzga todo como
si no fuera él mismo quien hablara. Cosa entre las cosas, el Bloom se mantiene,
sin embargo, fuera de todo, en un abandono idéntico al de su universo. Está solo
con cualquier compañía, y desnudo en cualquier circunstancia. Y es aquí que
descansa, en la ignorancia cansada de sí, de sus deseos y del mundo, donde su
vida desgrana día a día el rosario de su ausencia. El Bloom ha desaprendido la
alegría al igual que ha desaprendido el sufrimiento. En él, todo está gastado,
incluso la desgracia. No cree que la vida sea digna de ser vivida, pero
considera que suicidarse no vale la pena. No tiene el apoyo de la duda ni de la
certeza. Cierto sentido de la inutilidad teatral de todo ha hecho de él el
espectador de todo, incluido de sí mismo. En el eterno domingo de su
existencia, el interés del Bloom permanece para siempre vacío de objeto, y es
por esto que él mismo es el hombre sin interés, “en el sentido en que él mismo
carece de importancia ante sus propios ojos. Aquí, el sentimiento de poder ser
sacrificado ya no es expresión de un idealismo individual, sino un fenómeno de
masas” (Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo). Seguramente, el hombre
es algo que ha sido superado. Todos aquellos que amaban sus virtudes han
perecido — por ellas.
(Llegados a este punto, toda mente sana habrá concluido la
imposibilidad constitutiva de una “teoría del Bloom” cualquiera y seguirá, como
tiene que ser, su camino. Los más malévolos escupirán un paralogismo de la
especie “el Bloom no es nada, ahora bien, no hay nada que decir de la nada, por
lo tanto no hay nada que decir del Bloom, QED”, y sin duda lamentarán haber
abandonado por un instante su cautivador “análisis científico del campo
intelectual francés”. Para aquellos que, a pesar del evidente absurdo de
nuestro propósito, seguirán leyendo, no tendrán que perder de vista en ningún
momento el carácter necesariamente vacilante de todo discurso sobre el Bloom.
Tratar sobre la positividad humana de la pura nada no deja otra opción que
exponer como cualidad la más perfecta falta de cualidad, como sustancia la
insustancialidad más radical. Un discurso así, si no quiere traicionar su
objeto, deberá hacerlo emerger para, al momento siguiente, dejarlo desaparecer
nuevamente, et sic in infinitum.)
Pequeña crónica del desastre — Aunque se trate de la
posibilidad fundamental que el hombre contiene de toda eternidad, la
posibilidad de la posibilidad, y que cada uno de sus aspectos separados haya
sido, por esta razón, descrito por muchos letrados y místicos en el curso de
los siglos, el Bloom no aparece como figura dominante en el seno del proceso
histórico sino hasta el momento del acabamiento de la metafísica, en el
Espectáculo. Aquí, su reino ignora toda repartición. Hasta tal punto que es,
desde hace más de un siglo, es decir, desde la irradiación simbolista, el héroe
cuasiexclusivo de toda la literatura: del Sengle de Jarry al Plume de Michaux,
de Pessoa mismo al hombre sin atributos, de Bartleby a Kafka, olvidando por
supuesto El-extranjero-de-Camus, que dejamos a los bachilleres. Aunque haya
sido vislumbrado de manera más precoz por el joven Lukács, es sólo en 1927, con
el tratado Ser y tiempo, que se vuelve propiamente hablando, bajo el trapo
transparente del Dasein, el no-sujeto central de la filosofía (por lo demás, es
razonable ver en el existencialismo francés vulgar, que se impuso más tarde y
más profundamente de lo que su corta popularidad le dejó imaginar, el primer
pensamiento para uso exclusivo de los Bloom). Así como el Espectáculo, del que
es su hijo, el Bloom ha sido numerosas veces presentido por los espíritus más
lúcidos de su tiempo, y esto ha sido así durante todo el florecimiento del
capitalismo. Sus rasgos más sobresalientes han sido descritos con fuerza,
precisión y recurrencia, mucho antes de que apareciera. Así, la soledad en la
muchedumbre, el sentimiento de una irreparable indeterminación o la
indiferencia con la que pueden intercambiarse en él todos los contenidos vividos,
no son nada que le pertenezca propiamente. Solamente le pertenece propiamente
la articulación unitaria de estos diferentes rasgos en su relación interna con
el modo de develamiento mercantil. El nacimiento del Bloom supone el nacimiento
de un mundo, el mundo del Espectáculo, en el cual la metafísica que aniquila
toda diferencia cualitativa en la identidad del valor, que abstrae cada
manifestación de la vida del conjunto en que obtiene su rango y su sentido, y
que no ve finalmente en cada hombre sino una repetición del tipo genérico,
accede a la efectividad. Si el momento de su parto fue tan estrepitoso como sus
tormentas de acero, el parto mismo fue algo tan sutil como el hecho de unirse
al flujo de la muchedumbre, y del cual Valéry pronuncia precisamente su
carácter inconstante: “Experimentaba con un amargo y extraño placer la
simplicidad de nuestra condición estadística. La cantidad de individuos
absorbía toda mi singularidad, y me volvía indistinto e indiscernible.” Así que
nada ha cambiado, al menos a detalle, y sin embargo nada continúa igual.
Desarraigo — Cada desarrollo de la sociedad mercantil exige
la destrucción de una determinada forma de inmediatez, la separación lucrativa
en una relación de aquello que estaba unido. Es esta escisión lo que la
mercancía llega a partir de entonces a invadir, lo que mediatiza y aprovecha,
precisando día tras día la utopía de un mundo donde cada hombre estaría, en
todas las cosas, expuesto únicamente al mercado. Marx supo describir
admirablemente las primeras fases de este proceso, aunque solamente desde el
punto de vista prudhommesco de la economía: “La disolución de todos los
productos y actividades en valor de cambio —escribe en los Grundrisse—
presupone tanto la descomposición de todas las rígidas (históricas) relaciones
de dependencia personales al interior de la producción, así como la sujeción
recíproca universal de los productores […] La dependencia mutua y universal de
los individuos recíprocamente indiferentes constituye su vínculo social. Este
vínculo social se expresa en el valor de cambio.” Resulta perfectamente absurdo
tener el asolamiento persistente de todo apego histórico, al igual que de toda
comunidad orgánica, como un vicio coyuntural de la sociedad mercantil, que
apreciaría la buena voluntad que los hombres tienen para adaptarse. El
desarraigo de todas las cosas, la separación en fragmentos estériles de cada
totalidad viviente y la autonomización de éstos en el seno del circuito del
valor, son la esencia misma de la mercancía, el alfa y el omega de su
movimiento. El carácter altamente contagioso de esta lógica autónoma toma, en
los hombres, la forma de una verdadera “enfermedad del desarraigo” que quiere
que los desarraigados “se lancen a una actividad que tiende siempre a
desarraigar, con frecuencia mediante los métodos más violentos, a quienes no lo
están todavía o lo están solamente por partes… Quien está desarraigado
desarraiga” (Simone Weil, El arraigo). Corresponde a nuestra época el prestigio
dudoso de haber llevado a su apogeo la febrilidad proliferante y multitudinaria
del “carácter destructivo”.
Somewhere out of the world — El Bloom aparece
inseparablemente como producto y causa de la liquidación de todo ethos
sustancial, bajo el efecto de la irrupción de la mercancía en el conjunto de
las relaciones humanas. Él mismo es, por tanto, el hombre sin sustancialidad,
el hombre vuelto realmente abstracto, por haber sido efectivamente cortado de
todo entorno, y después arrojado al mundo. El Bloom está tan alejado de la
historia como de la naturaleza, en el sentido de que no se deja aprehender en
los términos de una u otra de estas categorías. Por eso lo conocemos como ese
ser indiferenciado “que no se siente en casa en ninguna parte”, como esa mónada
que no es de ninguna comunidad en un “mundo que no da a luz sino a átomos”
(Hegel). También es el burgués sin burguesía, el proletario sin proletariado,
el pequeñoburgués huérfano de la pequeña burguesía. Al igual que el individuo
resultó de la descomposición de la comunidad, el Bloom resultó de la descomposición
del individuo, o, para ser más precisos, de la ficción del individuo. Pero nos
engañaríamos sobre la radicalidad humana que figura el Bloom si nos lo
representamos bajo la especie tradicional del “desarraigado”. En efecto, el
sufrimiento al que expone ahora todo apego verdadero ha tomado proporciones tan
excesivas que ya nadie puede ni siquiera permitirse la nostalgia de un origen.
Para sobrevivir, también hizo falta matarlo en sí mismo. Por eso el Bloom es
más bien el hombre sin raíz, el hombre que ha tomado el sentimiento de estar en
su casa en el exilio, que se ha arraigado en la ausencia de lugar, y para el
cual el desarraigo no evoca ya el destierro, sino por el contrario la madre
patria. No es el mundo lo que ha perdido, sino el gusto del mundo lo que tuvo
que dejar atrás.
La pérdida de la experiencia — En cuanto realidad positiva,
en cuanto modo de ser y de sentir determinado, el Bloom queda asociado a la
extrema abstracción de las condiciones de existencia que el Espectáculo modela.
La concreción más demente y al mismo tiempo la más característica del ethos
espectacular sigue siendo, a escala planetaria, la metrópoli. Que el Bloom sea
esencialmente el hombre de la metrópoli no implica en absoluto que sea posible,
por nacimiento o por elección, sustraerse de dicha condición, ya que la
metrópoli misma no tiene afuera: los territorios que su extensión metaestática
no ocupa aún están polarizados por ella, es decir, están determinados en todos
sus aspectos por su ausencia. El rasgo dominante del ethos
espectacular-metropolitano es la pérdida de la experiencia, cuyo síntoma más
elocuente de todos es ciertamente la formación de la categoría misma de la
“experiencia”, en el sentido restringido en que uno “tiene experiencias”
(sexuales, deportivas, profesionales, artísticas, sentimentales, lúdicas,
etc.). Todo, en el Bloom, deriva de esta pérdida, o es sinónimo de ella. En el
seno del Espectáculo, al igual que de la metrópoli, los hombres nunca hacen la
experiencia de los acontecimientos concretos, sino solamente de las
convenciones, de las reglas, de una segunda naturaleza enteramente simbolizada,
enteramente construida. Reina en él una escisión radical entre la
insignificancia de la vida cotidiana, llamada “privada”, en la que no pasa
nada, y la trascendencia de una historia congelada en una esfera llamada
“pública”, a la cual nadie tiene acceso. En otros términos, lo que es
representado jamás es vivido, mientras que lo que es vivido jamás es
representado. Donde reina la alienación de la Publicidad, donde los hombres no
pueden ya reconocerse recíprocamente como participando en la edificación de un
mundo común, reina también el Bloom. En él, las profundidades del desastre
manifiestan hasta qué punto la pérdida de la experiencia y la pérdida de la comunidad
son una sola cosa, vista desde ángulos distintos. Pero todo esto depende cada
vez más claramente de la historia pasada. La separación entre las formas sin
vida del Espectáculo y la “vida sin forma” del Bloom, con su aburrimiento
monocromo y su silenciosa sed de nada, cede lugar en numerosos puntos a la
indistinción. La pérdida de la experiencia ha alcanzado finalmente el grado de
generalidad en el cual puede a su vez ser interpretada como experiencia
fundamental, como experiencia de la experiencia en cuanto tal, como clara
disposición a la Metafísica Crítica.
Las metrópolis de la separación — Las metrópolis se
distinguen en primer lugar de todas las demás grandes formaciones humanas por
el hecho de que la mayo proximidad, incluso la mayor promiscuidad, coincide en
ellas con la mayor extrañeza. Nunca los hombres habían estado reunidos de un
modo tan masivo, pero nunca habían estado también hasta este punto separados.
La gran ciudad es la patria de elección de la rivalidad mimética que, mediante
uno de esos revuelcos propios del modo de develamiento mercantil, ordena a los
hermanos odiarse en proporción a su fraternidad. El “fetichismo de la pequeña
diferencia” es la tragicomedia de la separación: cuanto más aislados están los
hombres, más se asemejan, cuanto más se asemejan, más se detestan, cuanto más
se detestan, más se aíslan. Al igual que el Bloom, la metrópoli materializa, al
mismo tiempo que la pérdida integral de la comunidad, la infinita posibilidad
de su renovación. Para esto basta con que los hombres reconozcan su común
exilio.
Una genealogía de la consciencia del Bloom — Bartleby es un
empleado de oficina. La difusión, inherente al Espectáculo, de un trabajo
intelectual de masas en el que el dominio de un conjunto de conocimientos
puramente convencionales vale como competencia exclusiva, mantiene una relación
evidente con la forma de consciencia propia del Bloom. Y aún más fuera de las
situaciones en que el saber abstracto predomina sobre todos los medios vitales,
fuera pues del sueño organizado de un mundo enteramente producido como signo,
la experiencia del Bloom no alcanza jamás la forma de un continuum vivido que
podría añadirse, sino que reviste más bien el aspecto de una serie de choques
inasimilables y de fragmentos de inteligibilidad. De ahí que haya tenido que
crearse “un órgano de protección contra el desarraigo con el que lo amenazan
las corrientes y las discordancias de su medio exterior: en lugar de reaccionar
con su sensibilidad a este desarraigo, reacciona esencialmente con el intelecto,
al cual la intensificación de la consciencia que la misma causa producía,
asegura la preponderancia psíquica. Así la reacción a esos fenómenos es
enterrada en el órgano psíquico menos sensible, en aquel que se aparta más de
las profundidades de la personalidad” (Simmel). El Bloom no puede, por tanto,
tomar parte en el mundo de manera interior. Nunca entra en él sino en la
excepción de sí mismo. Es por esto que presenta una disposición tan singular a
la distracción, al déjà-vu, al cliché, y sobre todo una atrofia de la memoria
que lo confina en un eterno presente; y es por esto que resulta tan
exclusivamente sensible a la música, que es la única que puede ofrecerle
sensaciones abstractas. Todo lo que el Bloom vive, hace y resiente, le
permanece como algo externo. Y cuando muere, muere como un niño, como alguien
que no ha aprendido nada. El Bloom significa, en primer lugar, que la relación
de consumo se ha extendido a la totalidad de la existencia, al igual que a la
totalidad de lo existente. En su caso, la propaganda mercantil ha triunfado tan
radicalmente que él concibe efectivamente su mundo no como el fruto de una
larga historia, sino como el primitivo concibe el bosque: como su medio
natural. Numerosas cosas se esclarecen sobre su condición cuando se lo
considera desde esta perspectiva. Pues el Bloom es sin duda un primitivo, pero
un primitivo abstracto. Baste con resumir en una fórmula el estado provisional
de la cuestión: el Bloom es la eterna adolescencia de la humanidad.
El relevo del tipo del Trabajador por la figura del Bloom —
Las mutaciones recientes de los modos de producción en el seno del capitalismo
tardío han trabajado grandemente en la dirección del advenimiento del Bloom. El
período del asalariado clásico, que se consumó en el umbral de los años 70,
había ya aportado a él una noble contribución. El trabajo asalariado
estatutario y jerárquico había sustituido efectivamente a la totalidad de las
otras formas de pertenencia social, en particular a todos los modos de vida
orgánicos tradicionales. También es el lugar en que la disociación del hombre
vivo y su ser social comenzó: siendo todo poder aquí ya sólo funcional, es
decir, delegado del anonimato, cada “Yo” que procuraba afirmarse siempre
afirmaba únicamente, por tanto, dicho anonimato. Y si bien sólo hubo aquí, en
el asalariado clásico, un poder privado de sujeto y un sujeto privado de poder,
la posibilidad permanecía, por el hecho de una relativa estabilidad de los
empleos, y de una cierta rigidez de las jerarquías, de movilizar la totalidad
subjetiva de un gran número de individuos, es cierto, poco dotados en materia
de subjetividad. A partir de los años 70, la relativa garantía de estabilidad
en el empleo, que había permitido a la sociedad mercantil imponerse frente a
una formación social cuya principal virtud estaba constituida precisamente por
dicha garantía de estabilidad, pierde, con el aniquilamiento del adversario
tradicional, toda necesidad. Es entonces llevado a cabo un proceso de
flexibilización de la producción, de precarización de los explotados en el cual
nos encontramos todavía, y que no ha llegado, hasta la fecha, hasta sus últimos
límites. Hace ya tres décadas que el mundo industrializado ha entrado en una
fase de involución autotómica que viene a desmantelar, paso a paso, al
asalariado clásico, y a propulsarse a partir de este desmantelamiento.
Asistimos desde entonces a la abolición de la sociedad salarial sobre el
terreno mismo de la sociedad salarial, es decir, en el seno de las relaciones
de dominación que dirige. Aquí, “el trabajo ya no actúa como poderoso sucedáneo
de un tejido ético objetivo, no hace las veces de las formas tradicionales de
eticidad, vaciadas y disueltas desde hace tiempo” (Paolo Virno, Oportunismo,
cinismo y miedo). Todos las barreras intermediarias entre el individuo aislado,
propietario de su sola “fuerza de trabajo”, y el mercado donde tiene que
venderla, han sido liquidadas hasta tal punto que, finalmente, cada quien se
encuentra en un perfecto aislamiento cara a la abrumadora totalidad social
autónoma. Nada, desde entonces, puede impedir a las formas de producción
llamadas “posfordistas” el generalizarse, y con ellas la precariedad, la
flexibilidad, el flujo tendido, el “management por proyecto”, la movilidad,
etc. Ahora bien, una organización del trabajo de este tipo, cuya eficacia
reposa sobre la inconstancia, la “autonomía” y el oportunismo de los
productores, tiene el mérito de hacer imposible toda identificación del hombre
con su función social, o en otras palabras, de ser altamente generadora de
Bloom. Nacida de la constatación de la hostilidad general hacia el trabajo
asalariado que se manifestó luego del 68 en todos los países industrializados,
dicha organización ha elegido esta misma hostilidad como fundamento. Así,
mientras que sus mercancías-faros —las mercancías culturales— nacen de una
actividad ajena al marco limitado del asalariado, su optimalidad total descansa
en la astucia de cada cual, es decir, en la indiferencia, incluso la repulsión,
que los hombres experimentan hacia su actividad (la utopía actual del capital
es la de una sociedad donde la totalidad de la plusvalía provendría de un
fenómeno de “iniciativa” generalizada). Como se ve, es la propia alienación del
trabajo la que ha sido puesta a trabajar. En este contexto se traza una
marginalidad de masas, en la que la “exclusión” no es, como se querría dejarlo
entender, el desclasamiento coyuntural de una determinada fracción de la
población, sino la relación fundamental que cada quien mantiene con su participación
en la vida social, y primeramente el productor con su propia producción. “El
trabajo ha dejado aquí de ser confundido con el individuo como determinación en
una particularidad” (Marx), ya sólo es percibido por los Bloom como una forma
contingente de la opresión social general. El paro en el trabajo es sólo la
concreción visible de la extrañeza esencial de cada quien hacia su propia
existencia, en el mundo de la mercancía autoritaria. El Bloom aparece, por
tanto, también como el producto de la descomposición cuantitativa y cualitativa
de la sociedad salarial. Es el tipo humano que corresponde a las modalidades de
producción de una sociedad que ha llegado definitivamente a ser asocial, y a la
cual ninguno de entre sus miembros se siente unido en forma alguna. La suerte
que le es preparada de tener que adaptarse sin tregua a un mundo en constante
conmoción es también el aprendizaje de su exilio en dicho mundo, en el cual
debe no obstante pretender participar, a falta de cualquiera que pueda
participar verdaderamente en él. Pero, más allá de todos sus mentiras
contraídas, el Bloom se descubre poco a poco como el hombre de la
no-participación, como la criatura de la no-pertenencia. A medida que se
consume la crisis de la sociedad industrial, la figura lívida del Bloom se
asoma bajo la titánica amplitud del Trabajador.
El mundo de la mercancía autoritaria (“Es a latigazos que se
lleva el ganado a pastar”, Heráclito) — Existe para la dominación, en
proporción a la autonomía que los hombres adquieren respecto a su rol en la
producción, una necesidad absoluta de nuevos requerimientos, de nuevos
sujetamientos. Mantener la mediación central de todo por medio de la mercancía
exige la puesta bajo tutela de secciones cada vez más amplias del ser humano.
Desde esta perspectiva, es preciso observar con qué extrema diligencia el
Espectáculo ha dispensado al Bloom del pesado deber de ser, con qué rápida
solicitud ha tomado a su cargo su educación así como la definición de la
panoplia completa de las “personalidades” conformes, y en fin, cómo ha sabido
extender su dominio a la totalidad de lo decible, del lenguaje y de los códigos
a partir de los cuales se construyen todas las apariencias y todas las
identidades. Con el Biopoder, el Espectáculo incluso ha puesto bajo dependencia
de su semiocracia la “vida biológica” de los hombres, o al menos de todos
aquellos que “valoran su salud” como uno pudo, en el pasado, perseguir la
salvación. (Es preciso admitir al respecto que la subjetividad desfalleciente
del Bloom no dejaba a la dominación apenas otro recurso que el de aplicar su
fuerza de coacción directamente al cuerpo, único objeto tangible que no ha
eludido absolutamente su alcance.) Pero el mundo de la mercancía autoritaria es
antes que nada el mundo donde se han colocado mecanismos de control de los
comportamientos tales que sólo se tiene que tomar dominio del agenciamiento del
espacio público, la disposición del decorado y la organización material de las
infraestructuras, para asegurarse del mantenimiento del orden, y esto mediante
la sola potencia de coerción que la masa anónima ejerce sobre cada uno de sus
elementos, a fin de que respete las normas abstractas en vigor. Basta con salir
a una calle del centro de la ciudad, o con circular en un pasillo del metro,
para comprender que no existe ningún dispositivo de vigilancia más operante y
más invisible que esa objetivación viviente del estado alienado de
explicitación pública que representa la masa, a la que no le importan de
ninguna manera más que sus miembros, a final de cuentas, sin importar que la
rechacen o la acepten, con tal de que exteriormente se sometan. ¡Intenten,
pues, hablar de metafísica con un amigo, a la hora pico, en un tren abarrotado
de la línea 1 La Défense-Porte de Vincennes! El mundo de la mercancía autoritaria
es el lugar de ese Terror gris que reina a partir de ahora sobre la totalidad
del mundo común de los hombres, sobre toda la extensión de lo que subsiste
todavía del dominio público. Pero sin resultados, el Bloom, contra el cual se
ha desplegado todo este arsenal pesado, permanece desesperadamente inaccesible
a la dominación. Y ésta lo odia por ello, pues él es en cada uno el santuario
interior, la parte opaca, el vacío central e inasignable al que ella es incapaz
de alcanzar. De esto se sigue una carrera de velocidad entre el Bloom y la
dominación que explica tanto el carácter dinámico de ésta como la aceleración
del tiempo universal. En esta aceleración, no puede haber ningún término, fuera
del Tiqqun mismo. En efecto, cuanto más se desboca la vida del Bloom en un
movimiento autónomo y tiránico, tanto más su participación en el metabolismo
social general se hace imperativa, cuanto más se mueve en un simple predicado
de su propia fuerza de trabajo y de consumo, tanto más se encuentra apresado
por el proceso de Movilización Total y más se profundiza el hueco que contiene
este apresamiento, que no es otro que el Bloom.
La mala sustancialidad (“Estando perdida la verdadera
naturaleza todo deviene naturaleza”, Pascal) — Sin importar cuán infatigables
sean sus esfuerzos para reprimirlo y olvidarlo, el “hombre moderno” está
asentado sobre una pura nada, y el Bloom es su verdad. Pero reconocerlo implica
de manera tan perfectamente inmediata la ruina del conjunto de esta sociedad y
el aniquilamiento del trasmundo que ésta persiste en proporcionar como la
“realidad”, que no hay nada de lo que uno sea capaz para protegerse de esta
evidencia. ¿Es posible imaginar las consecuencias que arrojaría la renuncia de
nociones tan lamentables y caducadas como las de individuo, unidad del yo o
interés? Todo sucede como si el infierno mimético donde nos sofocamos fuera
juzgado como algo unánimemente preferible a la austera desnudez del Bloom. Por
tanto, existe una fatalidad en el arrebato febril de la producción industrial de
personalidades en kit, de identidades desechables y otras subjetividades
histéricas. En vez de considerar la nada que toma el lugar de su ser, los
hombres, en su mayoría, retroceden ante el vértigo de una ausencia total de
identidad, de una indeterminación radical, y por tanto, en el fondo, ante el
abismo de la libertad. Prefieren aún engullirse en la mala sustancialidad,
hacia la cual, es cierto, todo los empuja. Hace falta, entonces, contar con que
ellos se descubran, al otro extremo de una depresión desigualmente larvada, tal
o cual raíz enterrada, tal o cual pertenencia natural, tal o cual incombustible
singularidad. Francés, excluido, artista, homosexual, bretón, racista,
musulmán, budista o parado, todo es bueno en la medida en que permita bramar de
uno u otro modo, con los ojos parpadeando de emoción, un milagroso “YO SOY…”.
No importa cuál particularidad vacía y consumible, no importa cuál rol social
esté en cuestión, puesto que se trata únicamente de conjurar su propia nada. Y
como toda vida orgánica hace falta a estas formas premasticadas, éstas nunca
tardan en entrar prudentemente en el sistema general de intercambio y de
equivalencia mercantil, que las mediatiza y las pilotea. Así pues, la mala
sustancialidad significa que uno ha colocado toda su sustancia como depósito
dentro del Espectáculo, y que este último funciona como ethos universal para la
comunidad celeste de los espectadores. Pero una cruel astucia quiere que esto
no haga finalmente sino acelerar aún más el proceso de pulverización de las
formas de existencia sustanciales. Bajo el vals de las identidades muertas de
las que se vale sucesivamente el hombre de la mala sustancialidad, se expande
inexorablemente su abismo interior. Aquello que debería esconder una falta de
individualidad no solamente fracasa aquí, sino que llega a acrecentar todavía
un poco más la labilidad de aquello que podía subsistir de ella. El Bloom
triunfa primero en aquellos que huyen de él.
Pez soluble — Aunque aparezca como la positividad misma, y
por imponente que parezca su imperio, la mala sustancialidad no cesa en ningún
momento de ser nada. Carece de realidad propia y no dispone de medios para
producirse a sí misma. Al igual que la formación social que la produce, la
pseudoidentidad del Bloom carece de fundamento. No se halla en su seno ni
siquiera en la familia, institución aparentemente sustancial, que no funciona
como un retransmisor difractado de las normas espectaculares. Nada tiene en sí
su razón. Una vez suspendidas sus condiciones inorgánicas de existencia, la
identidad artificial no puede ya encontrar el camino hacia sí misma, hacia eso
que, en un mal sueño, ella creía ser, y de lo que ahora se despierta; ya que,
precisamente, no era nada más allá de esas frágiles condiciones de existencia.
La mala sustancialidad representa ella misma, por tanto, la absoluta
insustancialidad.
El Terror de la denominación — Es vano aspirar, en el seno
del Espectáculo, a la sustancialidad. Nada es, a final de cuentas, menos
auténtico ni más sospecho que el concepto de “autenticidad”, que constituye
desde hace mucho tiempo el arma favorita del Terror de la denominación que
ejerce el Espectáculo, y mediante el cual este último vacía metódicamente de su
contenido a todas las formas de vida sustanciales que llegan a manifestarse en
cualquier punto del espacio social emergente. Para esto basta con que haga la
caridad de darles un nombre, les distribuya un rol y las incluya en la red de
signos cuya realidad cuadricula. Imponiendo así a cada particularidad viviente
el considerarse como particular, es decir, desde un punto de vista formal y
exterior a sí misma, el Espectáculo la desgarra desde el interior, introduce en
ella una desigualdad, una diferencia. Impone a la consciencia de sí tomarse a
sí misma como objeto, reificarse, aprehenderse a sí misma como otro. Ésta se
encuentra arrastrada con ello en una huida sin tregua, en una escisión perpetua
que aguijonea el imperativo —para quien rechaza dejarse ganar por una paz
mortal— de desprenderse de toda sustancia. Aplicando a todas las
manifestaciones de la vida su incansable trabajo de denominación, y con ello de
inquieta reflexividad, el Espectáculo arranca al mundo de su inmediatez en una
corriente continua. En otros términos, produce al Bloom, y lo reproduce. La
racaille que se conocía como racaille ya no es más una racaille, es un Bloom
que juega a ser una racaille, teniendo consciencia de ello o no. Tenemos
prohibido por un largo tiempo, bajo el presente régimen de las cosas,
identificarnos con ninguno de los contenidos particulares, sino únicamente con
el movimiento de arrancarse de ellos. El Bloom es el hijo de tal desgarro, el
resultado siempre inacabado de un infinito proceso de negación.
Sua cuique persona — La cuestión de saber lo que, en la
realidad presente, es máscara y lo que no lo es, carece de objeto. Resulta
sencillamente grotesco pretender establecerse por debajo del Espectáculo, por
debajo de un modo de develamiento en el que toda cosa se manifiesta de tal
manera que la apariencia se ha vuelto en él autónoma respecto a la esencia, es
decir, como máscara. Su disfraz es, en cuanto disfraz, la verdad del Bloom, es
decir que no tiene nada tras de sí, o más bien, lo que abre horizontes de otro
modo más desenvueltos, que tras de sí reside la Nada. Que la máscara constituye
la forma de aparición general en la comedia universal de la que sólo hay
tartufos que creen aún escapar, esto no significa que ya no haya verdad, sino
que ésta se ha vuelto algo sutil y estimulante. La figura del Bloom encuentra
su expresión más alta, al mismo tiempo que la más miserable, en el lenguaje de
la adulación, y en este equívoco no hay lugar para gemir ni para regocijarse,
sino solamente para abrir la vía de la superación. “Sólo que aquí el Sí ve la
certeza de sí mismo como tal como siendo lo más inesencial, y la pura
personalidad como siendo la absoluta impersonalidad. El espíritu de su gratitud
es, por tanto, un sentimiento tanto de esta profundísima abyección como también
de una revuelta igual de profunda. En cuanto el puro Yo mismo se mira a sí mismo
fuera de sí y desgarrado, en este desgarramiento se ha desintegrado y se va a
pique a la vez todo lo que pueda tener continuidad y universalidad, todo lo que
pueda llamarse ley, bien o derecho” (Hegel). El reino del travestismo señala
siempre el acabamiento de un reino. Así pues, se estaría equivocado de hacer
voltear la máscara hacia el lado de la dominación, porque ésta se ha sentido
todo el tiempo amenazada por la parte de noche, salvajismo e imprevisibilidad
que introduce la irrupción de la máscara. Lo que es malo en el Espectáculo es
más bien que los rostros se hayan petrificado hasta el punto de volverse ellos
mismos semejantes a máscaras, y que una instancia central se haya erigido como
amo de las metamorfosis. Los vivos son aquellos que sabrán convencerse de las
palabras del furioso que proclamaba, tembloroso: “Dichoso aquel al que la
saciedad de los rostros vacíos y satisfechos le lleve a cubrirse a sí mismo con
una máscara: será el primero en recobrar la embriaguez tempestuosa de todo lo
que danza a muerte sobre la catarata del tiempo.” (Bataille)
El hombre es lo indestructible que puede ser infinitamente
destruido — Es preciso comprender al Bloom a la luz de esta frase oblicua de
Blanchot, así como del comentario que da de ella Giorgio Agamben. De manera muy
obvia, el Bloom representa, en cuanto expresión positiva de la extrema
desposesión, el producto más ejemplar del Espectáculo. Pero es al mismo tiempo,
en cuanto pura nada interior, la alteridad irreductible ante la cual el
Espectáculo debe rendir las armas. El Terror de la denominación no puede
digerir la falta de sustancia, casi tanto como no puede negar lo que ya es
nada. De dicha alteridad, el Espectáculo tiene todo que temer, porque ella es
nada menos que la alteridad del fundamento de eso que él funda. El Bloom, “esa
noche del mundo, esa nada vacía que contiene todo en su simplicidad abstracta,
esa forma de la pura inquietud” (Hegel), es la indeterminación fundamental que
condiciona todas las determinaciones posibles, el inaccesible abismo interior
sobre el cual reposa el reino de la exterioridad separada. El Bloom es en cada
uno el resto que limita, abarca y desborda al Espectáculo, es decir, de hecho,
todo lo que resta del hombre así como el hombre mismo. Es preciso adjudicar al
nihilismo mercantil el haber arrasado tan metódicamente las particularidades
finitas, las sustancialidades locales, que encontraba a su paso hasta el grado
de que ya sólo queda en el Bloom lo que es puramente humano, lo que toca a la
esencia, a lo Indestructible. Y “lo Indestructible es uno; es cada hombre
enteramente y todos lo tienen en común. Es el inalterable cimiento que liga a
los hombres para siempre” (Kafka).
A dónde queremos ir a parar — Es exclusivamente de la
consideración de la figura del Bloom que depende la elucidación de las
posibilidades que contiene nuestro tiempo. Su irrupción histórica determina
para la crítica social la necesidad de una completa refundación, tanto en la
teoría como en la práctica. Cualquier análisis y cualquier acción que no tuviera
absolutamente en cuenta esto se condenaría a eternizar la alienación presente.
Pues el Bloom, no siendo una individualidad, no se deja caracterizar por nada
de lo que dice, hace o manifiesta. Cada instante es para él un instante de
decisión. No posee ningún atributo estable. Ninguna costumbre, por impulsada
que sea su repetición, es susceptible de conferirle ser. Nada se adhiere a él y
él no se adhiere a nada de lo que parezca suyo, ni siquiera a la sociedad que
querría apoyarse en él. Para adquirir algunas luces sobre este tiempo, es
preciso considerar que hay, de un lado, la masa de los Bloom y, del otro, la
masa de los actos. Toda verdad se sigue de esto.
“La alienación es de igual modo la alienación de sí misma”
(Hegel) — Históricamente, es en la figura del Bloom que la alienación de lo
Común alcanza su máximo grado de intensidad. No es tan fácil imaginar hasta qué
punto la existencia del hombre en cuanto hombre y su existencia en cuanto ser
social han tenido en apariencia que volverse ajenas respectivamente para que le
sea posible hablar de “lazo social”, es decir, de asir su ser-en-común como
algo objetivo, exterior a él y como haciéndole frente. Es pues una verdadera
línea del frente que se desplaza justo en medio del Bloom, y que determina su esencial
neutralidad. Sin esto, sería imposible explicarse que la dominación le ordene
actualmente de manera tan brutal escoger su campo, que lo ponga ante este
grosero dilema: asumir de manera incondicional cualquier rol social, cualquier
servidumbre, o morir de hambre. Aquí nos encontramos ante un género de medidas
de emergencia que adoptan ordinariamente los regímenes acorralados; desde luego
la línea permite ocultar al Bloom, no suprimirlo. Pero por ahora, esto es
suficiente. Lo esencial es que el ojo que considera al mundo a la manera
externa del Espectáculo, puede pretender que éste no existe, que es sólo una
quimera de metafísicos, y críticos con ello. Sólo importa que la mala fe pueda
hacerse buena conciencia, que pueda oponernos su risible “pero yo, ¡yo no me
siento Bloom!”. ¿Cómo podría alguna vez aparecer en cuanto tal en el
Espectáculo aquel que por esencia uno ha desposeído de la apariencia? El
destino del Bloom radica en no ser visible más que en la medida en que
participa en la mala sustancialidad, en la medida, por tanto, en que se reniega
como Bloom. Toda la radicalidad de la figura del Bloom se concentra en el hecho
de que la alternativa ante la cual él se encuentra permanentemente situado
coloca de un lado lo mejor y del otro lo peor, pero la zona de transición entre
uno y otro, entre la reapropiación de su ser-Bloom y la contención de éste, no
le es accesible. El Bloom sólo puede ser la realización terrestre de la esencia
humana, la encarnación del Concepto en su movimiento, o un animal nihilista en
su reposo bestial. Así pues, es el núcleo neutro que trae a luz la relación de
analogía entre el punto más alto y el punto más bajo. Su falta de interés puede
constituir una insigne apertura a la agápe, o “el deseo de anonimato, de no
funcionar más que como un engranaje” (Arendt, Los orígenes del totalitarismo).
De manera similar, su ausencia de personalidad es capaz de prefigurar la
superación de la personalidad clásica petrificada, así como la recaída por
debajo de ésta. Pero es cierto que en el seno de la dominación, sólo lo peor
sobreviene: la banalidad del Bloom se manifiesta en ella necesariamente como
“banalidad del mal”. Así, para el siglo que se acaba, el Bloom habrá sido
Eichmann mucho más que Elser; Eichmann del que “era evidente para todos que no
era un ‘monstruo’” y del que “no podíamos abstenernos de pensar que era un
payaso” (Arendt, Eichmann en Jerusalén). Dicho sea de paso, no hay ninguna
diferencia de naturaleza entre Eichmann, que se identifica sin resto con su
función criminal, y el hipster, que, siendo incapaz de asumir su no-pertenencia
fundamental a este mundo, o las consecuencias de una situación de exilio, se
abandona al consumo frenético de los signos de pertenencia que esta sociedad
vende tan caro. Pero de una manera más general, en cualquier parte que se hable
de “economía” prospera la banalidad del mal. Y es también esta banalidad lo que
se asoma bajo las lealtades de todos los tipos que los hombres elevan a
“necesidad”, desde el “no se puede hacer nada” hasta el “así son las cosas”,
pasando por el “ningún trabajo es indigno”. Aquí “empieza la extrema desgracia,
cuando todos los apegos son remplazados por el de sobrevivir. El apego aparece
al desnudo. Sin otro objeto que sí mismo. Infierno.” (Simone Weil, La pesadez y
la gracia) De manera exclusiva es importante acarrear las circunstancias
históricas en las que el Bloom podrá ser en cuanto tal superado. Y se verá
entonces lo que es la banalidad del bien.
Que el Bloom es una criatura puramente metafísica — La
experiencia fundamental del Bloom es la de su propia trascendencia con respecto
a sí mismo, es decir, la de la superioridad de la total privación de contenido
con respecto a todo contenido particular. Y cuanto más se perfecciona el
Espectáculo, más adquiere autonomía la apariencia, cuanto más se desprende su
mundo de los hombres y se les vuelve ajeno y extraño, más entra en sí mismo el
Bloom, se profundiza y reconoce su soberanía interior vis-à-vis de la
objetividad. Se consolida él, más allá de toda efectividad, como pura fuerza de
negación. A condición de que no se hunda en la mala sustancialidad, un diálogo
silencioso se entabla en él, en el cual se experimenta como concepto, como
diferencia en el seno de su identidad. A partir de entonces, su “Yo tiene un
contenido que distingue de sí mismo, pues es la negatividad pura o el
movimiento del escindirse; es consciencia. Este contenido es en su diferencia
misma el Yo, pues es el movimiento del suprimirse a sí mismo, o la misma
negatividad pura que es Yo” (Hegel). Recordamos a Pessoa como a aquel que,
entre todos, ha dado la más deslumbrante significación a esta nueva situación
del hombre en el mundo, y a sus posibilidades. Pocos de sus contemporáneos se
hallan tan adelantados como él respecto al camino de una superación del Bloom.
Vemos como algo probable que en el futuro los hombres no puedan ya responder a
la pregunta “¿quién eres?” de una manera distinta que el heterónimo Bernardo
Soáres, quien se definía así: “Yo soy el intervalo entre lo que soy y lo que no
soy.” Pero estaríamos equivocados al creer que el carácter de simple
esencialidad espiritual del Bloom se pierde en la mala sustancialidad, sólo se
pierde su aspecto activo. En este sentido, la mala sustancialidad no es más que
el sueño del concepto, la pasividad de la Idea. No hay nada más mediatizado por
el Espíritu que el hipster, cuya sustancia entera se reduce a una determinada
cantidad de ser-para-sí objetivado, y que nunca ve las cosas, sino sólo su
precio, es decir, justamente su relación con el Espíritu, en su forma más
raquítica. Incluso en la mala sustancialidad, por tanto, los Bloom no están
vinculados entre sí más que por el general intellect de la mercancía, y no son
más que este vínculo. Sin importar lo que diga y sin importar lo que haga, el
Bloom se encuentra irremediablemente fuera de sí, inscrito en lo Común. En una
palabra, el ser-reconocido le es todo y la nuda vida nada.
La santísima Pobreza — En definitiva desposeído, despojado
de todo, múdamente ajeno a su mundo, ignorante tanto de sí mismo como de aquello
que lo rodea, el Bloom realiza en el corazón del proceso histórico, y en toda
su plenitud, la amplitud propiamente metafísica del concepto de Pobreza.
Ciertamente, era necesaria toda la espesa vulgaridad de una época en la que la
economía tomó el lugar de la metafísica para hacer de la pobreza una noción
económica (si bien esta época se aproxima a su término, quizá no sea inútil
precisar que lo contrario de la Pobreza no es la riqueza, sino la miseria, que
la riqueza es sólo en realidad una forma particularmente grosera y embarazosa
de la miseria y que la Pobreza constituye un estado de perfección, al contrario
de la miseria, por tanto, que designa un estado de absoluta degradación).
Heidegger vio de manera correcta cómo el Bloom es “pobre de mundo” y Benjamin
cómo es “pobre de experiencia”, sólo nos queda precisar que es esencialmente
“pobre de espíritu”, en el sentido en que lo entiende la tradición mística. En
muchos aspectos, parece que la alienación, en su caso, al mismo tiempo que
reúne una perfección aterradora, acaba de describir su círculo. Nada, en
efecto, recuerda más la situación existencial del Bloom que el desapego de los
místicos, descrito por Pierre-Jean Labarrière como “actitud-de-ser común a Dios
y al hombre, identidad de sí consigo mismo en la negación de toda
particularidad, unidad más allá de lo uno y lo múltiple”. Además, ¿Lukács no
indicaba en la consciencia reificada una segura propensión a la contemplación?
¿Y qué mejor definición puede darse del Bloom, esa criatura surgida de la
extrema fatiga de la civilización, que la que Maestro Eckhart daba del hombre
pobre: aquel que “no quiere nada, no sabe nada y no tiene nada”? ¿Qué más
parecido, también, a la indiferencia del Bloom que ese “justo desapego (que) no
consiste sino en el hecho de que el espíritu se halle inmóvil frente a todas
las vicisitudes de amor y sufrimiento, de honor, pena y ultraje”? Y finalmente,
el Bloom nos hace pensar en el Dios de Maestro Eckhart, quien es definido como
pura nada, absoluta falta de cualidad, vacío de toda determinación, como “aquel
que carece de nombre, que es la negación de todos los nombres y que nunca tuvo
nombre alguno” y para quien todas las cosas son nada. Que él mismo sea este
Dios o que no lo sea importa de cualquier manera bien poco, porque “nada hace
al hombre más semejante a Dios que este desapego imperturbable”.
“Quienquiera que salga así de sí mismo será propiamente
devuelto a sí mismo” (Eckhart) — Mas es en la mala sustancialidad, en el
consumo y las relaciones de dominación, es decir, en lo que está aparentemente
más alejado del hombre místico, que el Bloom está, según el concepto, más
próximo, pues es aquí donde, también, es lo más exterior a sí mismo. Así, todo
lo que la idea de riqueza ha podido acarrear, a través de la historia, de
quietud burguesa, de familiar inmanencia con el aquí-abajo y de plenitud
sustancial, es algo que el Bloom puede apreciar, mediante la nostalgia por
ejemplo, pero no aprehender. Con él, la felicidad se ha vuelto una idea muy
vieja, y no solamente en Europa. Así, al mismo tiempo que todo uso, y todo
ethos, es la posibilidad misma de un valor de uso lo que se ha perdido. El
Bloom comprende únicamente el lenguaje sobrenatural del valor de cambio. Gira
hacia el mundo unos ojos que no ven nada, nada que no sea la nada del valor.
Sus deseos mismos sólo se fijan sobre ausencias, abstracciones, de las cuales
la menor no es el culo de la Jovencita. Incluso cuando el Bloom, en apariencia,
quiere, él no cesa de no querer, pues quiere vacíamente, pues quiere el vacío.
Es por esto que la riqueza se ha vuelto, en el mundo de la mercancía
autoritaria, una cosa grotesca e incomprensible, aquello que se nombra todavía
así no siendo ya desde hace mucho tiempo más que la pura y simple avaricia, en
el sentido bíblico de cupiditas. Ahora bien, todos saben, o al menos sienten,
que “ese dinero, que no es más que la figura visible de la sangre de Cristo que
circula en todos sus miembros”, “lejos de amarlo por los goces materiales de
los que se priva, (el avaro) lo adora en espíritu y en verdad, como los Santos
adoran al Dios que les hace un deber la penitencia y una gloria el mártir. Lo
adora por aquellos que no lo adoran, sufre en el lugar de aquellos que no
quieren sufrir por el dinero. ¡Los avaros son unos místicos! Todo lo que hacen
es con vistas a complacer a un Dios invisible cuyo simulacro visible y tan
laboriosamente trabajado les colma de torturas e ignominia.” (León Bloy, La
sangre de los pobres) Es en esto que es preciso reconocer en el Bloom la figura
viva de la Pobreza, la cual revela, sin importar por dónde pase, la miseria, no
coyuntural, sino ontológica de todas las cosas.
El hombre interior — La pura exterioridad de las condiciones
de existencia conforma también la escuela de la pura interioridad. El Bloom es
ese ser que ha reanudado en sí mismo el vacío que lo rodea. Expulsado de todo
lugar propio, él mismo se ha vuelto un lugar. Desterrado del mundo, se ha hecho
mundo. No es en vano que los místicos cristianos hicieron una distinción entre
el hombre interior y el hombre exterior, pues en el Bloom esta separación ha
advenido históricamente. Son bastante raros, hasta la fecha, los que han
conseguido otorgar una medida positiva de lo que tal hecho significa y que no
cayeron sobre la marcha en la locura. Pessoa figura aquí como una excepción.
“Para crearme —pudo escribir— me destruí; tanto me exterioricé dentro de mí,
que dentro de mí no existo sino exteriormente. Soy la escena viva en la que
pasan varios actores representando varias piezas.” (El libro del desasosiego) Pero
por ahora, si el Bloom se asemeja al “hombre interior” de un Ruysbroek el
Admirable, casi siempre sólo es negativamente, puesto que él también es “más
proclive hacia el adentro que hacia el afuera”, puesto que ve su imagen “no
importa dónde, y en medio de no importa quién, en las profundidades de la
soledad […] a salvo de la multiplicidad, a salvo de los lugares, a salvo de los
hombres”. El habitáculo inesencial de su personalidad sólo esconde apenas el
sentimiento de verse arrastrado por una caída sin fin en un espacio subyacente,
oscuro y envolvente, como si constantemente se precipitara todo en él mismo al
desmoronarse. Gota a gota, mediante un perlamento regular, su ser chorrea,
fluye, y se extravasa. De ahí que el Bloom también sea en el fondo un espíritu
libre, ya que es un espíritu vacío. Ahora bien, “el vacío es la plenitud
suprema, pero los hombres no tienen el derecho a saberlo” (Simone Weil, La
pesadez y la gracia). En efecto, ellos tienen el deber de ello.
Agápe — El Bloom es un hombre en el que todo ha sido
socializado, pero socializado en cuanto privado. Nada es más exclusivamente
común que eso que él llama su “felicidad individual”. Lo único que subsiste
para distinguirlo de los demás hombres es su pura singularidad sin contenido.
Al igual que su nombre, al que el Bloom responde pero que no significa ya nada,
su singularidad es mantenida en estado de forma vacía. Todos los malentendidos
acerca del Bloom se deben a la profundidad de la mirada con la que uno se
autorizamos observarlo. En cualquier caso, el premio a la ceguera corresponde a
los sociólogos que, como Castoriadis, hablan de “repliegue sobre la esfera
privada” sin precisar que dicha esfera ha sido ella misma enteramente
socializada. En el otro extremo, encontramos a aquellos que han llegado a
penetrar incluso en el Bloom. Los relatos que traen de él se asemejan todos, de
una u otra manera, a la experiencia del narrador de Señor Teste cuando descubre
la “casa” de su personaje: “Nunca he tenido de manera más fuerte la impresión
de lo cualquiera. Ésta era una vivienda cualquiera, análoga al punto cualquiera
de los teoremas, — y quizá igual de útil. Mi huésped existía en el interior más
general.” El Bloom es por mucho ese ser que vive “en el interior más general”,
en quien toda diferencia sustancial con los demás hombres ha sido efectivamente
abolida, quien es cualquiera incluso en el deseo de singularizarse, pero que no
lo sabe. Esto significa que la separación no subsiste más que de una manera
formal en el seno de la apariencia, con la frágil positividad de la dominación
para cualquier motivo. Es por consiguiente sólo en los lugares y circunstancias
donde las relaciones que dirige la dominación se encuentran temporalmente
suspendidas, que se devela la verdad más íntima del Bloom: que está, en el
fondo, en la agápe. Una suspensión de este tipo se produce de manera ejemplar
en la insurrección, pero también en el momento en que nos dirigimos a un
desconocido en las calles de la metrópoli, esto es, a final de cuentas, en
cualquier parte en que los hombres tengan que reconocerse, más allá de toda
especificación, en cuanto hombres, en cuanto seres finitos y expuestos. No
resulta raro, entonces, ver a perfectos desconocidos ejercer hacia nosotros su
común humanidad, al cuidarnos de un peligro, al ofrecernos tres cigarros en
lugar de uno solo, como nosotros habíamos pedido, o al perder un cuarto de hora
de ese tiempo que venden tan caro, por lo demás, para conducirnos hasta la
dirección que buscábamos. Tales fenómenos no son de ninguna manera susceptibles
de una interpretación en los términos clásicos de la etnología del don y el
contradón, como puede serlo, al contrario, alguna socialización de bar. Ningún
rango está aquí en juego. Ninguna gloria es buscada. Sólo puede dar cuenta de
ello esa ética del don infinito que es conocida en la tradición cristiana bajo
el nombre de agápe. La agápe forma parte de la situación existencial del hombre
que ha informado la sociedad mercantil. Y es en este estado que ésta lo ha
dispuesto haciéndolo hasta este punto ajeno y extraño a sí mismo al igual que a
sus deseos. Tan inquietante como esto pueda parecer, esta sociedad incuba una
grave infección de benevolado. A pesar de todas los signos contrarios, el Bloom
sería más fácilmente un santo que un trobriandés.
“Sea diferente, sean ustedes mismos” (publicidad para una
marca de prenda interior) — En muchos aspectos, la sociedad mercantil no puede
prescindir del Bloom. Sin él, no habría más mala sustancialidad, no habría más
Movilización Total y no habría más gobierno de las cosas. La entrada en la
efectividad de las representaciones espectaculares, conocida con el vocablo de
“consumo”, está completamente condicionada por la concurrencia mimética a la
que el Bloom es empujado por su nada interior. El juicio tiránico del se
seguiría siendo un artículo de burla universal, si “ser” no significara en el
Espectáculo “ser diferente”, o por lo menos esforzarse en ello. Así, no es
tanto, como lo señalaba ese buen viejo Simmel, que “la acentuación de la
persona se realice por medio de un trato específico de impersonalidad”, sino
más bien que la acentuación de la impersonalidad sería imposible sin un trabajo
específico de la persona. Naturalmente, lo que se refuerza con la originalidad
que se presta al Bloom, no es nunca la singularidad de éste, sino el se mismo,
o en otras palabras, la mala sustancialidad. Todo reconocimiento en el
Espectáculo no es sino reconocimiento del Espectáculo. Sin el Bloom, por tanto,
la mercancía no sería nada más que un principio puramente formal, privado de
contacto con el devenir.
I would prefer not to — Al mismo tiempo, lo cierto es que el
Bloom lleva consigo la ruina de la sociedad mercantil. Encontramos en él ese
carácter de ambivalencia que marca todas las realidades mediante las cuales se
manifiesta la superación de la sociedad mercantil sobre su propio terreno. En
esta disolución, no son los grandes edificios de la superestructura los que se
encuentran atacados, sino por el contrario los cimientos que el desastre roe
sin tregua desde el fondo de sus tinieblas. Lo invisible precede lo visible, y
es de manera imperceptible como el mundo cambia de base. Así el Bloom se
contenta con hacer expirar, en acto y sin fracaso, todas las representaciones,
y en particular toda la antropología sobre la que esta sociedad se erige. No
declara la abolición de eso cuyo fin arrastra; lo vacía justamente de
significación, y lo reduce al estado de simple forma residual, en espera de
demolición. En este sentido, está permitido afirmar que el trastornamiento
metafísico del que él es sinónimo está ya detrás de nosotros, aunque la mayoría
de sus consecuencias están todavía por venir. Con el Bloom, por ejemplo, la
propiedad privada ha perdido todo contenido, ya que le hace falta la intimidad
consigo misma de la cual toma su sustancia. Desde luego, subsiste todavía, pero
sólo de manera empírica, como abstracción muerta flotando por encima de una
realidad que se le escapa cada vez más visiblemente. Lo mismo sucede en todos
los dominios. En el derecho, por ejemplo, que el Bloom no pone en duda o
reniega, sino más bien depone. Y de hecho, no se ve cómo el derecho podría
aprehender a un ser cuyos actos no se relacionan con ninguna personalidad, y
cuyos comportamientos no son más tributarios de las categorías burguesas de
interés, motivación e intención, que de pasión o responsabilidad. Ante el
Bloom, por tanto, el derecho pierde toda competencia para hacer la justicia, y
con dificultad puede encomendarse al criterio policial de la eficacia de la
represión. Pues en el mundo de lo siempre-semejante, estando la vida por todos
lados idénticamente ausente, uno no se pudre apenas más en prisión que en el
Club Méditerranée. De aquí que importe tanto, para la dominación, que las
prisiones se vuelvan de manera notoria lugares de tortura prolongada. Pero, de
entre todos estos crímenes de lesa servidumbre, el crimen que el mundo de la
mercancía autoritaria está decidido a hacer pagar más caro al Bloom, es el de
haber hecho de la economía misma, y con ello toda noción de utilidad, crédito o
riqueza, una cosa del pasado. No hace falta buscar en otro lugar la razón de la
reconstitución planificada y pública de un lumpenproletariado en todos los
países del capitalismo tardío: se trata con ello, en última instancia, de
disuadir al Bloom de abandonarse a su desapego esencial, y esto mediante la
abrupta aunque temible amenaza del hambre. Debemos con toda honestidad
reconocer que este “hombre no-práctico” (Musil) es en efecto un productor
desastrosamente inhábil, y un consumidor bastante irresponsable. Idénticamente,
la dominación agradece poco al Bloom el haber hecho estragos adicionalmente el
principio de la representación política, en parte por defecto: no hay más
puesta en equivalencia imaginable en el seno de lo universal que elección
senatorial entre las ratas —cada rata es, a un título igual e inalienable, un
representante de su especie, primus inter pares—, pero también en parte por
exceso, puesto que el Bloom se mueve espontáneamente en lo irrepresentable que
él mismo es. Qué pensar, en fin, de las preocupaciones que este hijo ingrato
causa al Espectáculo, sobre el cual todos los personajes y todos los roles
susurran en un murmullo que dice I would prefer not to. Podríamos así proseguir
hasta el infinito la enumeración de todo aquello en lo que esta criatura
esencialmente metafísica revoca el mundo de la mercancía autoritaria, pero éste
es uno de esos ocios que nos permitimos colmarnos.
La Salvación por el Bloom — Considerado en su esencia,
considerado según el espíritu, el Bloom pertenece al Tiqqun, o mejor: es su
presencia viva, aunque todavía escondida, entre los hombres. En cuanto figura,
polariza posibilidades tales que eso de lo que esta sociedad se enorgullece
como de sus más bellos éxitos llega a revestir un carácter secundario, e incluso
cada vez más francamente irrisorio. Que esta esencia acceda o no a la
efectividad, que salga de su desastrosa suspensión o que persista en esta
retirada, eso es, a final de cuentas, el horizonte único bajo el cual nuestro
tiempo nunca acaba de hundirse. En otros términos, el Tiqqun está siempre-ya
ahí, y todo el secreto designio del gran ajetreo de nuestros contemporáneos
radica en aplazar indefinidamente su manifestación. Por tanto, nos
representaríamos falsamente el Tiqqun a partir de la imaginería convencional
del seísmo social que se baña en su estruendo de Grand Soir. Pues el Tiqqun es
la simple y luminosa manifestación de lo que es, lo cual implica también la
anulación de lo que no es. Es preciso pensarlo bajo la especie del despertar,
que trastorna todo y deja todas las cosas intactas, porque “para los despiertos
existe un mundo único y común, pero de los que duermen, cada uno se vuelve
hacia el suyo propio” (Heráclito). El Tiqqun es el final del Gran Sueño, es
decir, en el sentido más excesivo del término, una transfiguración de la
totalidad. Entre el Bloom y él, está toda la extensión del mundo de la
mercancía autoritaria, pero esta distancia no es más espesa que el acto de
consciencia mediante el cual el Bloom debe reapropiarse de lo que él es. No hay
nada paradójico en la constatación de que el hombre en el que toda comunidad se
ha perdido es también el hombre que funda la posibilidad de la comunidad
verdadera, y por tal motivo de la comunidad a secas. Esto es algo que Marx vio
claramente, y es sobre esto que él también se ha groseramente despreciado, al
escribir en La ideología alemana: “Frente a las fuerzas productivas se levanta
la mayoría de los individuos, de los que estas fuerzas se han desgarrado y que,
despojados así de toda la sustancia real de su vida, se han convertido en seres
abstractos y, por ello mismo, están en condiciones de entablar relaciones entre
sí en cuanto individuos.” Pues es exactamente en la medida en que no es un
individuo que el Bloom es capaz de entablar relaciones con sus semejantes.
Mientras que el in-dividuo porta en sí mismo de manera atávica la ilusión
funesta de una inmanencia cerrada del hombre consigo mismo, el Bloom deja
entrever el principio de incompletitud que se encuentra en el fundamento de
toda existencia humana. Al mismo tiempo que para el Bloom —ese Yo que es un Se,
ese Se que es un Yo— la consciencia de sí es inmediatamente consciencia de sí
como otro y consciencia del otro como sí, él se experimenta a sí mismo como la
nada, es decir, el puro ser-para-la-muerte, frente a la cual son pausadas sus
determinaciones, sus cualidades, su apariencia, es decir, su ser, que él
descubre como idéntico a su ser-en-común, a su estar-expuesto, a su
estar-fuera-de-sí. El Bloom no hace, por tanto, la experiencia de una finitud
particular o de una separación determinada, sino de la finitud y de la
separación ontológicas comunes a todos los hombres. Por esto mismo, el Bloom no
está solo sino en apariencia, pues no está solo por estar solo: todos los
hombres tienen esta soledad en común. Vive como un extranjero en su propio
país, al margen de todo y sin Publicidad, pero todos los Bloom habitan juntos
la patria del Exilio. Todos los Bloom pertenecen indistintamente a un mismo
mundo que es el olvido del mundo. Así pues, lo Común está alienado, pero no lo
está sino en apariencia, pues está aún alienado en cuanto Común (la alienación
de lo Común no designa sino el hecho de que eso que les es común, aparece a los
hombres como algo particular, propio, privado). Y aquello Común resultante de
la alienación de lo Común, y que ella forma, no es otra cosa que lo Común
verdadero y único entre los hombres: la finitud, la soledad y el
estar-en-el-mundo, es decir, a final de cuentas, la metafísica misma, de la que
son sus “tres conceptos fundamentales” según Heidegger. Aquí, lo más íntimo se
confunde con lo más general, y lo más privado es lo mejor compartido. Aquí, lo
indecible mismo es lo que vincula a los hombres entre sí, y lo incomunicable lo
que los hace comunicarse. Toda comunidad habrá consistido hasta ahora en
sepultar bajo la inmanencia de la participación, o bajo la limitación de una
esencia desigualmente satisfecha (la de una clase, un partido o un medio),
tanto el hecho ontológico del ser-para-otro como el del ser-para-la-muerte. La nostalgia
de la comunidad es pues sólo la nostalgia de su mentira. Y se comprende ésta
que sea tan vivaz entre tantos de nuestros contemporáneos que procuran tantos
cuidados, candor y buena voluntad para zambullirse en este mundo, cuando este
mundo está seco. El universo de la mercancía autoritaria en su conjunto ha sido
construido, ladrillo tras ladrillo, por este género de hombres, y para que este
género de hombres se reproduzcan. Pero ningún entretenimiento es ya capaz de
engañar el aburrimiento y la angustia de nuestros contemporáneos, excepto tal
vez aquel de la destrucción del mundo del entretenimiento. Y la dominación
misma carece de reservas especiales, como lo ha sabido demostrar en numerosas
ocasiones en el pasado, hacia este escenario. Es preciso admitir en su defensa
que el Bloom, siendo lo universal concreto, tenía el defecto de volver caduca
toda puesta en equivalencia, y de agobiar así hasta la posibilidad de la
metafísica mercantil. Sin embargo, no es seguro que la autocracia de las
apariencias, que hace a los hombres extraños a su extrañeza y que les impide
reconocerse en la figura del Bloom, consiga siempre aplazar el cumplimiento del
Tiqqun, es decir, la reapropiación de lo Común.
“¿Te has visto cuando estás borracho?” (“Se le denomina
muerto en el mundo porque no le gusta nada de lo que es terrestre”, Eckhart) —
Como es fácil de imaginar, se dibuja aquí para la dominación mercantil una
posibilidad catastrófica cuya actualización le es importante conjurar por todos
los medios. Esta posibilidad se enuncia en términos infantiles: que el Bloom
quiera lo que él es, y que lo devenga. Naturalmente, esto no deja libre de
preocupaciones cuando se sabe que para cumplir su esencia de “hombre maldito
que no tiene asuntos, ni sentimientos, ni ataduras, ni propiedad, ni siquiera
un nombre que le pertenezca” (Necháyev), le bastaría al Bloom con tomar
consciencia de ello, y comunicarla. Que los Bloom se reapropien su esencia de
Bloom, que es su pura y simple existencia, que reconozcan el carácter negativo
de su ser y el carácter positivo de su nada, que en consecuencia superen la
nada de su mundo, he aquí la amenaza aplastante que pesa sobre cada instante de
la vida de la dominación. Se concibe entonces qué importancia estratégica
decisiva corresponde a la alienación de la Publicidad y al control de la
apariencia, cuando se trata de obstruir el acceso de los hombres a su verdad
supraindividual, a lo real y al mundo. Mantener en la cotidianidad el empleo de
representaciones y categorías devenidas inoperantes desde hace mucho tiempo,
imponer periódicamente versiones efímeras pero reparadas de los pons asinorums
más mellados de la moral burguesa, mantener más allá de la evidencia
incrementada de su falsedad y caducidad las tristes ilusiones de la
“modernidad”, he aquí algunos de los capítulos en la pesada labor que exige la
perpetuación de la separación entre los hombres y la mediatización de todas sus
relaciones por medio de la equivalencia central de la mercancía y el
Espectáculo. Pero esto no es todo, lejos está de ello. Conviene además prevenir
una Publicidad tal que el Bloom experimente una vergüenza constante de su
desnudez metafísica, tal, también, que reinen el terror de no causar buena
impresión —de manera general, todo terror es bueno— y el miedo al vacío. Es de
primerísima instancia que los hombres se aparezcan a sí mismos y mutuamente
como algo opaco y espantoso. Así, en el espejo del Espectáculo, que es el
espejo de lo malo infinito, la Pobreza del Bloom tiene la reputación de una
intratable desgracia de la que convendría apartarse, y cuya salida le está, por
otra parte, graciosamente indicada. Aquí, uno se satisface con la nada, no como
nada, sino como algo, como nada domesticada, y esto al engalanarle con mil
esplendores minúsculos y usurpados. se prestan al Bloom unas ideas, unos deseos
y una subjetividad tan perfectamente impropios que él ha terminado por
parecerse a un hombre mudo en cuya boca la dominación coloca las palabras que
quiere escuchar. En resumen, se le hace una “facha”, como habría dicho Gombrowicz.
En el Espectáculo, es el Bloom mismo quien es manejado contra el Bloom, donde
éste resulta conocido como “los otros”, “la sociedad”, “la gente” o incluso “el
otro-en-mí”. Todo esto converge en una conminación social cada vez más
exorbitante a “ser uno-mismo”, es decir, en una estricta asignación de
residencia en una de las identidades reconocidas por la Publicidad autónoma. Y
como la dominación no dispone de ningún punto de apoyo para ejercer su fuerza
sobre unos seres sin identidad —no hay subjetividad donde no hay poder, no hay
poder donde no hay subjetividad—, el Bloom se ve a partir de ahora regularmente
exhortado a estar “orgulloso” de esto o aquello, orgulloso de ser homosexual o
tecno, árabe, negro o racaille. Suceda lo que suceda, hace falta que el Bloom
sea algo, y cualquier cosa antes que nada.
Mane, Tecel, Fares — Adorno especulaba, en Prismas, que “los
hombres que no existieran más que para el prójimo, siendo el zoon politikón
absoluto, habrían perdido desde luego su identidad, pero escaparían al mismo
tiempo a la empresa de la conservación de uno mismo, que asegura la cohesión
del ‘mejor de los mundos’ así como la del viejo mundo. La intercambiabilidad
total destruiría la sustancia de la dominación y prometería la libertad.”
Mientras tanto, el Espectáculo ha tenido todo el tiempo para experimentar la
exactitud de estas conjeturas, pero también se ha dedicado victoriosamente a
desviar esa incongruente promesa de libertad. Con mucha seguridad, esto no
ocurrió sin endurecimientos, y el mundo de la mercancía tuvo que hacerse más
brutal y despiadado. De “crisis” a “recuperaciones”, la vida en el seno del
Espectáculo no ha dejado de volverse más asfixiante, ni la atmósfera más
oprimente. Como primera respuesta a esto, hemos visto cómo se esparce entre los
Bloom, al mismo tiempo que el odio a las cosas, el gusto por el anonimato y una
cierta desconfianza hacia la visibilidad. En resumen: una hostilidad metafísica
vuelta hacia las formas que uno les impone, hostilidad que amenaza de ahora en
adelante con estallar en cualquier instante y circunstancia. En la raíz de esta
inestabilidad se encuentra un desorden, un desorden que viene de la fuerza
inempleada, de una negatividad que no puede permanecer eternamente sin empleo,
“bajo pena de destruir físicamente a quien la vive” (Bataille, El culpable). La
mayoría de las veces, esta negatividad permanece muda, si bien su contención se
manifiesta de manera regular a través de una formalización histérica de todas
las relaciones humanas. Pero ya hemos alcanzado la zona crítica donde lo
reprimido lleva a cabo su retorno, un retorno fuera de toda proporción, bajo la
forma de una masa cada vez más compacta de crímenes, de actos extraños hechos
de violencias y degradaciones “sin motivos aparentes” (¿hace falta puntualizar
que el Espectáculo llama “violencia” a todo aquello que lo contradice, y que
esta categoría sólo tiene validez en el seno del modo de develamiento
mercantil, en sí mismo sin validez, que hipostasia siempre el medio con
relación al fin, o bien aquí el acto mismo en detrimento de su significación
inmanente?). Por eso, decidida a no dejar pasar semejantes brechas en el
control social de los comportamientos pero incapaz de prevenirlos, la
dominación hace escuchar sus habituales fanfarronadas sobre la videovigilancia
y la “tolerancia cero” (¡como si el vigilante no tuviera que ser él mismo
vigilado!). Pero su bella confianza no ilusiona apenas. Así, cuando un
carcelero socialista, con un alto cargo en la burocracia de un sindicato
cualquiera de docentes japoneses, se dirige hacia pequeños Bloom, pronto se
inquieta: “El fenómeno es tanto más preocupante porque los autores de estos
actos de violencia son con frecuencia ‘niños sin historia’. Anteriormente,
localizábamos a un niño problemático. Hoy, la mayor parte de ellos no se
rebelan, pero tienen tendencia a fugarse de la escuela. Y si los reprendemos,
la reacción es desproporcionada: ellos explotan.” (Le Monde, jueves 16 de abril
de 1998) Vemos trabajar aquí una dialéctica infernal que desea que semejantes
“explosiones” se vuelvan, a medida que se acentúa el carácter masivo y
sistemático del control necesario para su prevención, cada vez más frecuentes,
más fortuitas y más feroces. Éste es un hecho de experiencia poco cuestionado:
la violencia de la deflagración crece con el exceso del confinamiento. Así
pues, como se ve, el Bloom causa ya muchas preocupaciones a la dominación. Esta
última, que había juzgado bueno, hace varios siglos ya, imponer la economía
como moral basándose en que el comercio hacía a los hombres gratos, previsibles
e inofensivos, ve ahora su proyecto volcarse en su contrario: puesto a prueba,
parece que el “homo œconomicus”, en su perfección, es también aquel que deja
sin vigencia a la economía, al igual que aquello que, una vez que lo privó de
toda sustancialidad, lo hizo completamente impredecible. El hombre sin
contenido tiene, en su conjunto, la mayor dificultad para contenerse. He aquí,
pues, la dominación en medio del desafío de controlar a un ser cuyos
comportamientos no son ya justiciables de ninguna previsión, pues son
ignorantes de toda finalidad, un ser que ya no es, por tanto, en su esencia
controlable. ¡Cruel destino!
En qué aspectos todo Bloom es, en cuanto Bloom, un miembro
del Partido Imaginario — Ante este enemigo desconocido —en el sentido en que es
posible hablar de un Soldado Desconocido, es decir, de un soldado conocido por
todos como desconocido— que no tiene ni nombre, ni rostro, ni epopeya propia,
que no se parece a nada, pero se mantiene por todos lados camuflado dentro del
orden de la posibilidad, la inquietud de la dominación vira poco a poco
claramente hacia la paranoia. Por lo demás, la costumbre que la dominación ha
tomado en adelante de practicar por sí misma la decimación en sus propias
filas, por si acaso, aparece al ojo desatado como un espectáculo más bien
cómico. Aunque nosotros no lo compartamos, no pasamos ninguna pena por
representarnos su disgusto. Hay algo objetivamente terrorífico en ese triste
cuarentón que permanecerá hasta el momento de la matanza como el más normal,
llano e insignificante de los hombres promedio. Nunca se le escuchó declarar su
odio a la familia, al trabajo o a su suburbio pequeñoburgués, hasta una
madrugada en que se levanta, se lava, toma su desayuno mientras su mujer, hija
e hijo duermen todavía, carga su fusil de caza y discretamente les vuela a los
tres la cabeza. Ante sus jueces, al igual que ante la tortura, el Bloom
permanecerá mudo sobre los motivos de su crimen. En parte, debido a que la
soberanía carece de razones, pero también debido a que presiente que la peor
atrocidad que él puede hacer pasar a esta sociedad radica en que lo deje
inexplicado. Es así como él consiguió introducir en todas las mentes la certeza
envenenada de que hay durmiendo en cada hombre un enemigo de la civilización.
Evidentemente, él no tiene otro fin que el de devastar este mundo, y éste es
incluso su destino, pero esto no lo dirá jamás. Porque su estrategia consiste
en producir el desastre, y alrededor de él el silencio.
“Porque lo que el crimen y la locura objetivan es la
ausencia de una patria trascendental” (Lukács) — A medida que las formas
desoladas en las que se pretende contenernos estrechan su tiranía,
manifestaciones muy curiosas llaman la atención. El amok se aclimata en pleno
corazón de las sociedades más avanzadas, bajo formas inesperadas, cargado de un
nuevo sentido. En los territorios que administra la Publicidad autónoma, tales
fenómenos de desintegración forman parte de esas cosas raras que ponen al
descubierto el verdadero estado del mundo, el escándalo puro de las cosas. Al
mismo tiempo que revelan las líneas de fuerza en el reino de lo inerte,
proporcionan las medidas de lo posible que nosotros habitamos. Y es por esto
que nos son, en su distancia misma, tan familiares. Hay en ellos una necesidad
que es la del deber, un imperativo que es el del Espíritu. Las huellas de
sangre que dejan tras de sí marcan los últimos pasos de un hombre que cometió
el error de querer escapar solo del Terror gris donde se encontraba, a un gran
costo, detenido. Nuestra facultad para concebir esto mide lo que resta de vida
en nosotros. Son unos muertos quienes sólo comprenden para sí mismos en el
momento en que el miedo y la sumisión alcanzan, en el Bloom, su figura última
de miedo y de sumisión absolutos —pues carece de objeto—, que la liberación de
este miedo y de esta sumisión proclama la liberación, igualmente absoluta, de
todo miedo y de toda sumisión. Quien temía indistintamente todas las cosas no
puede ya, pasado este punto, temer nada. Hay, más allá de las landas más
extremas de la alienación, una zona clara y tranquilizada donde el hombre se ha
vuelto incapaz de experimentar cualquier interés para su propia vida, ni
siquiera una sospecha de apego a su entorno. Toda libertad presente o futura
que se exima, de una u otra manera, de este desapego, de esta ataraxia, apenas
sería capaz de enunciar algo más que los principios de una servidumbre más
moderna.
Los poseídos del Welgeist — Bajo el aplastamiento de todo
existen pocas salidas. Extendemos los brazos, pero éstos no encuentran nada. se
ha alejado el mundo de nuestras manos, se lo ha puesto fuera de nuestro
alcance. Pocos de entre los Bloom consiguen resistir a la desmesura de esta
presión. La omnipresencia de las tropas de ocupación de la mercancía y el rigor
de su estado de emergencia condenan a corto plazo la gran mayoría de los
proyectos de libertad. Por eso, en cualquier parte en que el orden parece
firmemente establecido, la negatividad prefiere volverse contra sí misma, como
enfermedad, como sufrimiento o como servidumbre desquiciada. No obstante,
existen algunos casos inestimables en los que algunos seres aislados toman la
iniciativa sin esperanza ni estrategia de abrir una brecha en el curso regulado
del desastre. El Bloom que llevan se libera violentamente de la paciencia en la
que se quisiera hacerlo languidecer eternamente. Y, puesto que el único
instinto que educa una presencia tan escandalosa de la nada es el instinto de
la Destrucción, el gusto por lo Totalmente Otro asume el aspecto del crimen, y
se experimenta en la indiferencia apasionada en la que su autor consigue
mantenerse cara a cara de él. Esto se manifiesta de la manera más espectacular
por medio del número creciente de Bloom que, pequeños y grandes, ansían, a
falta de algo mejor, el hechizo del acto surrealista más simple (recordémoslo:
“el acto surrealista más simple consiste en salir a la calle con un revólver en
cada mano y disparar al azar, tanto como se pueda, sobre la muchedumbre. Quien
no haya sentido ganas, por lo menos una vez, de acabar así con el despreciable
sistema de envilecimiento y de cretinización en vigor tiene su lugar claramente
señalado en esa muchedumbre, con el vientre a la altura del cañón” (Breton);
recordemos también que esta inclinación se mantuvo entre los surrealistas, como
muchas otras cosas, como una teoría sin práctica, al igual que su práctica
contemporánea sigue careciendo la mayoría de las veces de teoría). Estas
irrupciones individuales que están condenadas a multiplicarse, constituyen,
para los que no han perdido completamente el oído verdadero, llamamientos a la
deserción y a la fraternidad. La libertad que dichas irrupciones afirman no es
la libertad de un hombre particular, que se ordena a sí mismo un fin
determinado, sino la libertad de cada uno, la del género: “Un solo hombre basta
para demostrar que la libertad no ha desaparecido aún.” (Jünger, Sobre la
línea) El Espectáculo no puede metabolizar rasgos portadores de tantos venenos.
Puede relacionarlos, pero jamás los despojará completamente de su núcleo de
inexplicable, de indecible y de pavor. Se tratan de los Bellos Gestos de este
tiempo, una forma desengañada de propaganda por medio de lo hecho, cuyo
carácter inquietante y oscuramente metafísico es acrecentado por su mutismo
ideológico.
Paradojas de la soberanía — En el Espectáculo, el poder está
en todas partes, es decir que todas las relaciones son en última instancia
relaciones de dominación. Por esta razón, también, en él nadie es soberano. Es
un mundo objetivo donde cada cual debe primero someterse para someter a su vez.
Vivir conforme a la aspiración fundamental del hombre a la soberanía es aquí
imposible, fuera de un instante, fuera de un gesto. Es por esto que “quien no
hace más que jugar con la vida necesita el gesto, para que su vida se haga más
real que un juego orientable hacia todas las direcciones” (Lukács, El alma y
las formas). En el mundo de la mercancía, que es el mundo de la reversibilidad
generalizada, donde todas las cosas se confunden y se transforman unas en
otras, donde todo no es sino equívoco, transición, efímero y mezcla, únicamente
el gesto rebana. Recorta en el esplendor de su necesaria brutalidad el
“después”, insoluble en su “antes”, que con pena se tendrá que reconocer como
definitivo. Abre una herida en el caos del mundo, y fija en el fondo de ella su
esquirla de univocidad. En vano le buscaríamos otra motivación que la de
“establecer tan unívoca y profundamente las cosas juzgadas diferentes en su
diferencia que lo que las ha separado no pueda ser nunca más borrado por
ninguna posibilidad” (Lukács, El alma y las formas). Ahora bien, el nihilismo
consumado no consumó otra cosa que la disolución de toda alteridad en una
inmanencia circulatoria sin límites. Aquí, ya no queda nada que manifieste la
trascendencia, nada que desmienta la demencia de este proyecto, aparte de la
muerte, y no la muerte en cuanto fallecimiento de una persona singular, sino en
cuanto tal, en cuanto que deja la vida de ser evidente al hacer contacto con
ella. Incapaz de poder vencerla, el Espectáculo nunca ha escatimado sus
esfuerzos para volverla invisible, ocultarla y poner en duda, finalmente, su
existencia. Pero está tan lejos de haberlo conseguido, que ella forma de manera
cada vez más sensible el centro oscuro en torno al cual se arremolina el
movimiento frenético de este mundo de entretenimientos. El deber de decisión,
que sanciona toda vida propiamente humana, siempre ha tenido alguna parte
vinculada a las proximidades de tal abismo. A partir de ahora, ignora cualquier
otra relación. Si hay algo que contraríe la dominación en el Bloom, es sin duda
constatar que, aun desposeído de todo, el hombre dispone aún, en su desnudez,
de una incoercible facultad metafísica de repudiación: la de dar la muerte,
tanto a los demás como a sí mismo. En el mundo de la mercancía autoritaria,
prácticamente no queda nada de la soberanía humana, pero lo que resta de ella
es inalterable. Así, la noche anterior del día de marzo de 1998 en que
masacrará a cuatro Bloom-estudiantes y a un Bloom-profesor, el pequeño Mitchell
Johnson declaraba a sus camaradas incrédulos: “Mañana yo decidiré quién vivirá
y quién morirá.” Aquí, nos hallamos tan lejos del erostratismo de Pierre
Rivière como de la histeria fascista. Nada es más sorprendente, en los informes
de las matanzas de un Kipland Kinkel o de un Alain Oreiller, que su estado de
frío dominio de sí, de desapego vertical respecto al mundo. “Yo ya no comento
nada bajo sentimientos”, dijo Alain Oreiller al ejecutar a su madre. Hay algo
de tranquilamente suicida en la afirmación de una no-participación, de una
indiferencia y de un rechazo a sufrir tan omnilaterales. A menudo, el
Espectáculo aprovecha esto para hablar de actos “gratuitos” —calificativo
genérico mediante el cual el Espectáculo oculta las finalidades que no quiere
comprender, mientras saca provecho de esta muy bella ocasión para revitalizar
una de las falsas antinomias favoritas de la metafísica mercantil—, cuando
estos gestos no surgen de odio ni de razones, para quien no pierde aquí la
vista. Únicamente “aquí, el odio mismo queda indiferenciado, libre de toda
personalidad. La muerte se introduce en lo universal del mismo modo en que
procede de lo universal, está exenta de cólera.” (Hegel, El sistema de la
eticidad) No entra en nuestra visión el prestar cualquier significación
revolucionaria a tales actos, y apenas el conferirles un carácter ejemplar.
Antes bien, se trata de comprender aquello cuya fatalidad expresan y de
apropiárselo para sondear las profundidades del Bloom. Cualquiera que siga este
camino verá que el Bloom no es NADA, pero que esta NADA es la nada de la
soberanía, el vacío de la pura decisión. “‘Yo no soy NADA’: esta parodia de la
afirmación es la última palabra de la subjetividad soberana, liberada del
imperio que ella quiso —o que debió— darse sobre las cosas… porque yo sé que en
el fondo soy esta existencia subjetiva y sin contenido.” (Bataille, La
soberanía) La contradicción, por un lado, entre la impotencia, el aislamiento,
la apatía y la insensibilidad del Bloom y, por el otro, su tajante necesidad de
soberanía, sólo pueden traer más de esos gestos absurdos y mortíferos, pero
necesarios y verdaderos. Lo importante es saber en lo sucesivo acogerlos en los
términos justos. Como los de Igitur, por ejemplo: “Uno de los actos del
universo acaba de ser cometido aquí. Nada más; permanecía el aliento; fin de
palabra y gesto unidos — sopla la vela del ser, por la cual todo ha sido.
Prueba.”
La época de la perfecta culpabilidad — No está dada a los
hombres la elección de no combatir, sino sólo la elección del campo. La
neutralidad no es nada neutra, es incluso ciertamente el más sanguinario de
entre todos los campos. Por supuesto, el Bloom, tanto el que dispara las balas
como el que las sucumbe, es inocente. ¿Acaso no es cierto, después de todo, que
él no se pertenece, que sólo es una dependencia del Espectáculo central donde
su sustancia está debidamente consignada? ¿Eligió, él, vivir en este mundo,
cuya edificación y perpetuación son la obra de una totalidad social autónoma, y
hacia la cual él se siente cada día más extraño y ajeno? ¿Cómo podría hacer
otra cosa, como liliputiense extraviado frente al Leviatán de la mercancía, que
hablar el lenguaje del ocupante espectacular, comer de la mano del Biopoder y
participar a su manera en la producción y reproducción del horror? He aquí de
qué manera el Bloom desearía ser capaz de aprehenderse: como extranjero, como
exterior a sí mismo. Pero en esta defensa no hace otra cosa que admitir que en
él mismo se halla la parte viva que vela por la alienación del conjunto de su
ser. Poco importa que el Bloom no pueda ser tenido como responsable de ninguno
de sus actos: sigue sin ser menos fundamentalmente responsable de su
irresponsabilidad, frente a la cual le es ofrecido a cada instante
pronunciarse. A causa de que consintió, al menos negativamente, a sólo ser ya
el predicado de su propia existencia, el Bloom forma objetivamente parte de la
dominación, y su inocencia es ella misma la perfecta culpabilidad. El hombre
del nihilismo consumado, el hombre del “¿y eso para qué?”, que se apoya en el
brazo del “¿qué puedo hacer al respecto?”, está muy equivocado al considerarse
virgen de toda culpa con motivo de que no ha hecho nada y de que ningún hombre
ha pronunciado sentencia alguna en contra suya. Pues hay sentencias más altas
que las de los hombres, y son estas últimas las que ejecutan invisiblemente los
poseídos del Weltgeist. Que todos los hombres de este tiempo participen de
igual manera en el crimen que dicho tiempo constituye sin recursos, es algo que
incluso el Espectáculo ha tenido que reconocer, él que conviene de manera tan
regular que el asesino era “un hombre ordinario” o un “alumno como los demás”.
Pero si la dominación bien puede admitir su culpabilidad ante la amenaza, nada
le hará admitir su responsabilidad, ni siquiera una promesa de clemencia por
parte del Weltgericht.Como el caso de los operadores de las cámaras de gas de
Auschwitz nos lo ha enseñado, “el miedo a la responsabilidad no es únicamente
más fuerte que la conciencia; es, en ciertas circunstancias, más fuerte que el
miedo a la muerte” (Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén). Pero esto no cambia
en nada el asunto, cuyo enunciado es de otra manera más consecuente: cuando un
mundo no resuena ya sino clamores silenciosos de una tiranía de la servidumbre
que ha llegado a ser universal, cuando el se hace crecer la impudencia hasta
proclamar la subordinación del Espíritu ante el orden zoocrático de la nuda
vida, entonces el acto surrealista más simple no está gobernado por nada salvo
el antiguo deber del tiranicidio.
Homo sacer (“Uno u otro día, las bombas comenzarán a caer
para que se crea finalmente eso que se rechaza admitir, a saber, que las
palabras tienen un sentido metafísico”, Brice Parain, El agobio de la elección)
— No está dado a las almas muertas el abrazar la significación verdadera de
semejantes actos extraños, cuya naturaleza excesivamente concreta y, en este
caso, metafísica, trata groseramente toda limitación. Por eso, no es de la
breve interrupción que ellos imponen dentro del sueño de la mala sustancialidad
de donde proviene su carácter propio de iluminación, sino antes bien de que
arrojan el sentido último de la condición del Bloom. Y este sentido, cuyas
consecuencias nuestros asesinos comienzan por arrojar, se resume de la
siguiente manera: el Bloom es sacer, en el sentido en que lo entiende Giorgio
Agamben, es decir, en el sentido de una criatura que no tiene cabida en ningún
derecho, que no puede ser juzgado ni condenado por los hombres, pero al que
cualquiera puede matar sin siquiera haber cometido un crimen. La
insignificancia y el anonimato, la separación y la extrañeza, no son
circunstancias poéticas que la proclividad melancólica de algunas
subjetividades tiende a exagerarse: el alcance de la situación existencial así
caracterizada, el Bloom, es total, y política primordialmente. Quienes se
acantonan en dicha situación se exponen a todas las arbitrariedades. No ser
nada, permanecer fuera de toda Publicidad, no tener un nombre o presentarse
como la pura individualidad no-política sin significación, son tantos de los
sinónimos de ser sacer. Lo deviene instantáneamente toda persona que deserte, o
quien deserta, la trascendencia concreta de la pertenencia a la comunidad. Por
muy elocuentes que sean las letanías de la misericordia —añoranzas eternas,
etc.—, la muerte de uno de estos hombres no destacará jamás más que algo
irrisorio e indiferente, sin concernir a final de cuentas más que a aquel que
desaparece, es decir, lógicamente, a nadie. Análoga a su vida enteramente
privada, su muerte es un no-acontecimiento tal que todos pueden suprimirlo. Es
por esto que las protestas de aquellos que, con un sollozo en la voz, deploran
que las víctimas de Kipland Kinkel no “merecían morir” son inadmisibles, pues
tampoco merecían vivir. En la medida en que se encontraban ahí, eran unos
muertos vivientes a merced de toda decisión soberana, sea la del Estado o la
del asesino. “Ser ya únicamente un espécimen de una especie animal llamada
Hombre, he aquí lo que sucede a los que han perdido toda cualidad política
distintiva y se han convertido en seres humanos y en nada más que esto… La
pérdida de los derechos del Hombre sobreviene en el instante en que una persona
se convierte en un ser humano en general —sin profesión, sin ciudadanía, sin
opinión, sin actos por los que identificarse y particularizarse— y aparece como
diferente en general, representando exclusivamente su propia individualidad
absolutamente única que, en la ausencia de un mundo común donde pueda
expresarse y sobre el cual pueda intervenir, pierde todo significado.” (Hannah
Arendt, Los orígenes del totalitarismo) El exilio del Bloom cuenta con un
estatuto metafísico, lo cual quiere decir que es efectivo en todos los
dominios. Expresa su situación real, respecto de la cual su situación legal carece
de verdad. Que pueda ser abatido como un perro por un desconocido sin la menor
justificación, o simétricamente que sea capaz de asesinar “inocentes” sin el
menor remordimiento, no es una realidad sobre la que una jurisdicción
cualquiera sea capaz de hacer frente. Nadie salvo los espíritus débiles y
supersticiosos puede abandonarse a creer que una condena solemne o un veredicto
republicano bastan para abandonar tales hechos a los limbos de lo nulo y sin
valor. A lo sumo, la dominación es libre para dar testimonio de la condición
del Bloom, por ejemplo declarando un estado de excepción apenas enmascarado,
como lo pudieron hacer los Estados Unidos al adoptar en 1996 una ley llamada
“antiterrorista” que permite detener a “sospechosos” sin cargos ni límite de duración,
sobre la base de informaciones secretas. Así pues, existe un cierto riesgo
físico a ser metafísicamente nulo. Es sin duda como un pronóstico de las
radiantes eventualidades que prepara tal nulidad que fue adoptada, el 15 de
octubre de 1978 en la Casa de la Unesco, la muy consecuente Declaración
Universal de los Derechos del Animal que estipula, en su artículo 3°: “1 —
Ningún animal será sometido a malos tratos ni a actos crueles. 2 — Si es
necesaria la muerte de un animal, ésta debe ser instantánea, indolora y no
generadora de angustia. 3 — El animal muerto debe ser tratado con respeto.”
“Tu non se’ morta, ma se’ ismarrita / Anima nostra, che sì
ti lamenti” (Dante, Convivio) — Que la bondad del Bloom tenga todavía que
expresarse en algunos partes con el asesinato es señal de que la línea está
próxima, pero también de que no ha sido atravesada. Pues en las zonas
gobernadas por el nihilismo que se acaba, donde los objetivos faltan todavía
mientras que los medios superabundan ya, “la bondad es una posesión mística”.
En ella, el deseo de una libertad sin condiciones tiende a formulaciones
singulares y presta a las palabras un valor pleno de paradojas. De esta manera,
“la bondad es salvaje, cruel, ciega y aventurera. El alma del bondadoso se ha
vaciado de todo contenido psicológico, de las causas y los efectos. Su alma es
una hoja en blanco sobre la cual el destino escribe su dictado absurdo. Y ese
dictado es llevado a cabo ciega, osada y cruelmente. Que esta imposibilidad
devenga acto, que esta ceguera devenga iluminación, que esta crueldad se
convierta en bondad, esto es el milagro, la gracia” (Lukács, Acerca de la
pobreza de espíritu). Pero al mismo tiempo que estas irrupciones manifiestan
una imposibilidad, por su incremento, anuncian el ascenso del curso del tiempo.
La inquietud universal, que tiende a subordinarse cantidades cada vez más
grandes de hechos cada vez más ínfimos, incita hasta la incandescencia, en cada
hombre, la necesidad de la decisión. Ya, aquellos para los que esta necesidad
significa su propio aniquilamiento hablan de apocalipsis, mientras que la
mayoría se contenta con vivir por debajo de todo en los placeres abyectos de
los últimos días. Sólo los que conocen el sentido que darán a la catástrofe
conservan la calma y la precisión en sus movimientos. “Por el género y las
proporciones del pánico al que se deja arrastrar un espíritu, es que se
reconoce su rango. Ésta es una marca que vale no sólo ética y metafísicamente,
sino también en la praxis, en el tiempo.” (Jünger, Junto al muro del tiempo)
El destino del Bloom — Esta sociedad tiene que ser
considerada, hasta en sus más miserables detalles, como un formidable
dispositivo agenciado con el designo exclusivo de eternizar la condición del
Bloom, que es una condición de sufrimiento. En su principio, el Entretenimiento
no es otra cosa que la política convenida para dicho fin: eternizar la
condición del Bloom comienza por distraerlo de ella. Llegan a continuación,
como en cascada, la necesidad de contener toda manifestación del sufrimiento
general, que supone un control cada vez más absoluto de la apariencia, y la de
maquillar los efectos excesivamente visibles de ésta, a lo cual responde la
inflación desmesurada del Biopoder. Ya que en el punto de confusión al que las
cosas han llegado, el cuerpo representa, a escala genérica, el último
intérprete de la irreductibilidad humana respecto a la alienación. Es a través
de sus enfermedades y disfuncionamientos, y sólo a través de ellos, que la
exigencia de la consciencia de sí sigue siendo para cada uno una realidad
inmediata. Esta sociedad no habría declarado una guerra a ultranza de este tipo
contra el sufrimiento del Bloom si éste no constituyera en sí mismo y en todos
sus aspectos una intolerable puesta en tela de juicio del imperio de la positividad,
si no tuviera consigo una revocación sin demora de toda ilusión de
participación en su inmanencia florida. La disposición a escuchar el lenguaje
del cuerpo sufriente marca a partir de hoy quiénes son los vivos, y quiénes los
muertos. Toda la embriagadora maldición que llena nuestra época está contenida
aquí: en el modo inédito en que se unen en ella la consciencia y la vida. Nos
hallamos en el extremo de un mundo que se promete a sí mismo un fin próximo.
Con él perecerán todos aquellos que le estén vinculados, y perecerán por este
vínculo. Es por tanto de la liberación de todo vínculo con el Espectáculo y su
metafísica que depende, en adelante y de manera unívoca, la confianza de
sobrevivir a él. Nosotros llamamos consciencia de sí al ejercicio de abandono
del yo, de desapego de toda identificación y de purificación de todas las
pertenencias consolantes que prodiga la mala sustancialidad, ejercicio mediante
el cual el Bloom deviene lo que es. En esta ascesis, el Bloom se reconoce en su
desnudez de ser finito, finito en cuanto mortal y finito en cuanto separado,
como puro y simple ser-para-la-muerte. Con ello, retoma y prosigue en sí mismo
su no-pertenencia al mundo de la mercancía en una pertenencia superior, íntima
y fundamental a la comunidad humana. En otras palabras, la consciencia de sí
carece completamente de un proceso intelectual, y es por el contrario una
experiencia interior de la comunidad. Ha de significar la resolución a desertar
esta sociedad y así encontrar a los hombres. Ha de afirmar la naturaleza
política de toda existencia. Y si no, no amerita el nombre de consciencia de
sí. La tesis según la cual “un hombre que no es nada más que un hombre ha
perdido precisamente las cualidades que hacen posible a los demás tratarlo como
a su semejante” (Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo) no es solamente
falsa, es de una falsedad imperdonable, pues revela una falta completa de
sentido histórico. No ser nada más que un hombre significa no ser nada más que
una virtualidad política, nada más que una facultad metafísica que persigue un
mundo común en el cual actualizarse. Y dicha virtualidad puede y debe acceder a
la existencia en cuanto tal, por el hecho de volverse pública, de exponerse
como tal; y es entonces solamente que la falta de particularidad del Bloom se
transforma en universalidad. El Partido Imaginario nombra esa constitución del
Exilio en patria, esa conversión de la común soledad en comunidad política. Es,
en el orden metafísico, la única vía que arranca definitivamente al Bloom de la
condenación del homo sacer. El alcance práctico de la consciencia de sí
sobreviene en este punto. Ya que al mismo tiempo que el Bloom se experimenta
íntimamente como nada, él descubre, mientras le hace frente, la alienación de
toda apariencia en el Espectáculo. Y es esta radical frustración de Publicidad
lo que le devela que ser es ser en común, ser expuesto, ser público, que su
apariencia y su esencia son idénticas entre sí, pero no idénticas a él. Por
medio de la consciencia de sí, el Bloom surge como enemigo del Espectáculo
porque entrevé al interior de esta organización social eso que le desposee de
todo ser. Y admite consecuentemente como suyo el imperativo de comunidad, la
necesidad de liberar un espacio común de la dominación mercantil. Ahora bien,
puesto que el gesto de reunir o fundar la comunidad abre al Bloom al mundo, es
decir, a sus posibilidades propias, la consciencia de sí tiene el sentido de
una transfiguración: “Como la consciencia no es aquí la consciencia referente a
un objeto que le es opuesto, sino la consciencia de sí del objeto, el acto de
toma de consciencia conmociona la forma de objetividad de su objeto.” (Lukács,
Historia y consciencia de clase) La comunidad es eso que convierte la Pobreza
en radicalidad. Es el sitio donde el Bloom, que era una vida más acá de toda
forma, accede con un salto a la vida más allá de las formas, a la vida
viviente. Por su mero contacto, el vacío interior donde el Bloom se abismaba
infinitamente regresa como vacío positivo, como caos profuso de virtualidades;
la nada de su impotencia se manifiesta como la nada de la pura potencia, de la
cual todo procede; su falta de determinación deviene aquí trascendencia con
respecto a toda determinación y su yo inexistente se revela como pura facultad
de subjetivación y desubjetivación. La comunidad es el lugar de la
reapropiación de lo Común y el tener-lugar de dicha reapropiación. Nada está
más alejado de la consciencia de sí que la simple asunción de sí como nulidad,
que tiende en estos días a esparcirse como lenguaje de la adulación. La
posición del yo como forma vacía que flota por encima de todos los contenidos
posibles en la falsa plenitud de su indeterminación, no es más que el momento
unilateral de la libertad formal. El ser que se mantiene en su falta de ser no
sale de sí mismo, y su universalidad permanece como algo puramente abstracto,
sobre lo cual el nihilismo mercantil se acomoda maravillosamente. El lenguaje
de la adulación evoluciona en este desgarro, del que extrae toda su estridente
vacuidad. Hay que mencionar aquí la forma sutil y reflexiva de mala
sustancialidad que constituye la proclamación reciente de la nulidad del
Espectáculo por parte de algunos de sus sirvientes, y del gusto que éstos
tienen por ella; aquí, singularmente, uno se instala más aún en la separación
cuando uno confiesa la más perfecta conformidad. También está el budismo, esa
repugnante y sórdida sensiblería de espiritualidad para asalariados agobiados,
que observa como una ambición ya por mucho excesiva el enseñar a sus maravillados
y estúpidos fieles el arte peligroso de chapotear así en su propia nada. No
hace falta decir que el houllebecq, el budista o el hipster decepcionado sólo
permanecen de manera formal junto a sí mismos, y son incapaces de superarse en
cuanto Bloom. Ahora bien, el Bloom es algo que debe ser superado. Es una nada
que debe autoaniquilarse. Precisamente porque es el hombre del nihilismo
consumado, el destino del Bloom consiste en operar la salida del nihilismo, o
perecer.
“El ser jamás es yo solo, es siempre yo y mis semejantes”
(Bataille) — “Nosotros, los hombres”: ¿qué empresa de emasculación del pasado
no ha enarbolado, en alguno u otro momento, esta locución para justificar sus
llamados a la resignación, desde el infame cristianismo de las Iglesias, pasando
por el humanismo mocoso de la era burguesa, hasta su síntesis presente en el
Biopoder? En esta interrogación existe una espesura de banalidad que no le cede
nada al de la objeción que generalmente le responde y que hace notar que no
existe un proyecto de emancipación que, incluso en el pasado, no haya apelado a
la misma locución. Pero nosotros estamos cansados de esos debates. La tradición
de los oprimidos no es algo de lo que uno hable, es algo que se vive. El polvo
rendiría aún más un homenaje excesivo a toda la retórica convencida y a todas
las controversias risibles que se disputan la carroña de proyectos de
emancipación que han fracasado, todos. Lo sentimos, pero nosotros no aceptamos
ninguna herencia de dicho pasado, ya que se ha dejado vencer por un mundo que
conocemos y cuya indigencia sabemos. Contra los arrepentidos, contra los
hastiados, contra los ateridos y contra todos aquellos que hablan de la
historia como si se tratara de algo más que la epopeya grotesca de la
dominación actual, nosotros decretamos los tiempos mesiánicos, nosotros
decretamos la reabsorción del elemento del sentido dentro del elemento del
tiempo. Nuestro presente es un hombre que camina en línea recta sobre el futuro
con el recuerdo de aquello que no ha sido como su guía. Nosotros no libramos
ninguna protesta con referencia al pasado — el pasado somos nosotros. Incluso
la fealdad inmensa de la época donde discurrimos, nos conviene, pues está ahí
para que nosotros la destruyamos. Adicionalmente, ella es la época del acabamiento
de la metafísica, lo cual quiere decir que el “nosotros, los hombres”, que
había figurado por tan largo tiempo en el arsenal del enemigo, nos es desvuelto
al fin. Y nos es devuelto como un estandarte que, al volver al campo de fuerzas
de la negación, se ha despojado de todo lo que se estancaba en él de apatía,
mesura y lamentación. Desplegado contra el Espectáculo, “Nosotros, los hombres”
significa “Nosotros que estamos solos frente a la muerte, pero que esta soledad
arranca cualquier limitación, cualquier contingencia, cualquier sujetamiento”;
“Nosotros que somos seres finitos que lloran por ello, pero cuya finitud es más
amplia que el infinito”; “Nosotros que un exceso de posible consume a tal punto
que nos es preciso perdernos”; “Nosotros los configuradores de mundo”;
“Nosotros que nos reconocemos como hermanos sin familia”; “Nosotros que uno ha
desposeído de todo”; “Nosotros, que vivimos alzados y nunca olvidamos que somos
hijos de reyes”. Es en cada ocasión que este “nosotros” se insinúa que el Partido
Imaginario afronta al Espectáculo. Este “nosotros” es el de la comunidad
verdadera. A contrapelo de la nostalgia que un cierto romanticismo se complace
en cultivar incluso en sus adversarios, es preciso considerar que no ha habido,
que no ha habido jamás, antes de nuestra época, comunidad. El pasado no
encierra la menor viruta de plenitud, ya que no se conocía como plenitud. Más
acá del Bloom, más acá de “la separación consumada”, más acá del abandono sin
reservas que es el nuestro, más acá, por tanto, del perfecto asolamiento de
todo ethos sustancial, toda “comunidad” sólo podía ser un humus de mentiras y
una fuente de limitación, de lo contrario, por otra parte, no habría sido
aniquilada. Sólo una alienación radical de lo Común ha sido capaz de hacer sobresalir
lo Común originario de tal manera que la soledad, la finitud y el
estar-en-el-mundo, es decir, el único vínculo verdadero entre los hombres,
aparezcan también como el único vínculo posible entre ellos. Lo que en la
actualidad se califica, con la mirada en el pasado, como “comunidad”, es algo
que ha compartido evidentemente aquello Común originario, pero secundariamente
ya que lo hizo de manera no-consciente. Por eso nos corresponde a nosotros
hacer por primera vez la experiencia de la comunidad verdadera, la que reposa
sobre la consciencia clara de la separación, la exposición y la finitud, y que
por esta razón es también la más viva y temible, la que permite a los hombres
mantenerse hasta el final en el nivel de intensidad de la muerte. La radicalidad
de la época quiere que dicha experiencia sea además la única experiencia a
nosotros abierta. Pues todo lo que es, en el Espectáculo, es contra el
Espectáculo y es comunidad (esto se explica negativamente por el hecho de que
el Espectáculo es el imperio de la nada triunfante, y positivamente por el
hecho de que lo Común es lo que hace ser). Ahora bien, la comunidad figura
ciertamente hic et nunc, en su simple actualidad, una contestación de la
dominación, pero también, dado que no es reducible a esta negación derivada, un
más allá, un afuera del Espectáculo. Testimonia esto que el Partido Imaginario
se reforme tan rápidamente en todos los intersticios que el enemigo deja
desocupados. La comunidad se opone en cuanto práctica de la libertad a la
concepción de un proceso de liberación distinto de la existencia de los
hombres, devuelve a sus pupitres todos los doctos proyectos de liberación, y
todo el trabajo paciente que dirigen. El Espectáculo es el período histórico
donde toda comunidad deviene en cuanto tal portadora de una política de la
finitud que metamorfosea no solamente el sentido de la comunidad, sino también
el de lo político, que ha llegado a ser idéntico a lo metafísico. Al abrirse a
la comunidad, el Bloom se abole como Bloom, se desapega de su desapego y
encuentra el camino del ser. Pero el mundo en el que él nace es un mundo en
guerra cuyo deslumbramiento entero depende de la verdad afilada de su partición
en amigos y enemigos. La designación del frente participa del paso de la línea
pero no lo cumple. Esto, nada salvo el combate puede hacerlo. No tanto porque
éste incita a la grandeza como porque es la experiencia más profunda de la
comunidad, la misma que va de la mano permanentemente del aniquilamiento y no
se mide más que en la extrema proximidad del riesgo. Vivir juntos en el corazón
del desierto con la misma resolución a no reconciliarse con él, tal es la
prueba, tal es la luz.
La identidad como juego, como santidad y como tragedia — El
hombre que ha atravesado las zonas de destrucción y que no se detuvo en ellas,
es la sede de un desgarro lúcido y sin recursos a la cual se ata un dolor
magnífico. A menos que consienta inmediatamente a su putrefacción, la comunidad
no puede ser aquello que tranquilice este desgarro, sino sólo el sitio donde éste
se encuentre deliberadamente puesto en común. Pues al mismo tiempo que su
consciencia de sí le hace apercibir el infinito de los posibles que él
encierra, el hombre lleva consigo una exigencia de ser tan explosiva que
únicamente la muerte da sus medidas. Ir hasta el final de un posible expresa el
principio de la vida viviente, que excede cualquier forma precisamente porque
reconoce en la forma “al juez supremo de la vida […], un imperativo categórico
de grandeza y de cumplimiento de sí” (Lukács, El alma y las formas), y que ella
la realiza. De este modo, y sólo de este modo, el hombre se relaciona con la
eternidad. La comunidad no es, por tanto, otra cosa que el compartir de este
insalvable deseo de grandeza: “Vivir un posible hasta el final exige un intercambio
entre varios, asumiéndolo como un hecho que les es exterior y que no depende ya
de ninguno de ellos.” (Bataille, Sobre Nietzsche) Así como los hombres la
necesitan para mantenerse a la altura de la muerte, danzando con el tiempo que
los mata, la comunidad necesita la muerte, la cual constituye únicamente un
disolvente de todas las reificaciones suficientemente potente como para hacer
posible algo como el amor o la amistad. Es pues por esencia el lugar de la
soberanía, donde los hombres desafían su finitud en el juego de la gloria. La
certeza de que el último acto será sangriento, y de que todo será perdido por
bella que sea la parte en todo el resto, no está hecha para alejar a los
jugadores; al contrario, dicha certeza ejerce sobre éstos la más imperiosa
fascinación. Nuestra vida no es más que una tarea intemporal a ser cumplida en
el tiempo, y cuyo valor no depende sino del contacto que hemos sabido
establecer en él con una tradición, en el sentido en que Benjamin entiende esta
palabra, es decir, como “discontinuum del pasado” opuesto al “continuum de los
acontecimientos” de la historia universal. Pero el esplendor de nuestra
tragedia sería poco si nosotros no experimentáramos con una tan perfecta
intensidad el sentimiento de su vanidad. Pues el Bloom que se suprime como
Bloom y que, en la comunidad, se reapropia su apariencia y su Publicidad, se
los reapropia como tales, es decir que la distancia que la ha separado un día
de ellos no es abolida, sino que permanece para siempre como consciencia de dicha
distancia. El Bloom conoce su esencia como eso que está fuera de él, como eso
que está puesto en juego en la comunidad, como eso que arruina, en el fondo, su
integridad. Se sabe expuesto, sabe que no es nada fuera de su ser-expuesto, y
se sabe distinto de ese ser-expuesto. En toda lo que él es, conserva la
posibilidad de no serlo. Que la comunidad verdadera sea aquella donde esta
exposición misma queda expuesta, no disminuye en nada la seriedad consumante de
su deber de ser. (Naturalmente, cuando Nietzsche exalta al hombre que se
compone una existencia completa de actor hecha de roles efímeros, sólo exalta
su propia debilidad y su virulenta voluntad de impotencia. Pues se trata de
ser, de ser lo más posible y por esto, de ser perfectamente. Nuestra fuerza
sólo mide nuestro grado de reabsorción en lo esencial.) El que los hombres
reconstituyan entre sí mismos el mundo común del que habían sido desposeídos es
algo que no pone fin a la separación. Y por sincera que sea la figura que nos
damos, no podremos llegar a comunicarnos enteramente más que en la muerte:
únicamente ahí coincidimos con nosotros mismos. Por eso, en la medida en que no
actuemos conforme a nuestro más íntimo deseo de calcinación, nos es preciso
encomendarnos a la Palabra, y asumir el lenguaje no como “el elemento perfecto
en el que la interioridad es tan exterior como la exterioridad es interior”
(Hegel), sino como la regla de nuestra existencia. “Una vez que hemos hablado,
nos mantenemos lo más cerca posible de aquello que hemos dicho, para que nada
quede efectivamente en el aire: las palabras de un lado, nosotros del otro, y
el remordimiento de las separaciones.” (Brice Parain, Sobre la dialéctica)
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