*Vi la preocupación en tu cara*
Por Silvina Gamsie *
Con insistencia, en los primeros años de formación de los pediatras aparecen preguntas como “qué hacer con los familiares de los pacientes”, “qué informarles y cómo”, “qué decir y qué no, para ... ¡evitar los juicios de mala praxis!” Estas precauciones hasta hace poco no estaban presentes en el pensamiento cotidiano, y representan, sobre la relación médico-paciente, un indeseable retorno mercantilizado del legítimo derecho de los enfermos a defender su salud. Los padres, convertidos en estorbo del desempeño pediátrico, no tardan en quedar ellos también tomados por el deterioro cada vez mayor de la relación médico-paciente. Y, contrariamente a la idea de que la consulta con el médico se desarrolle en un marco de confianza, no vacilan en reaccionar agresivamente cuando la respuesta no los satisface. Violencia de los padres que era inconcebible hace unos años. Triste ejemplo es un episodio ocurrido hace pocos meses, cuando una médica de larga trayectoria en la unidad de cuidados intensivos del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez fue agredida a puñetazos y patadas, que le provocaron múltiples lesiones, por unos padres a los que acababa de comunicar el fallecimiento de su chiquito.
Es notable la vigencia que, luego de cuarenta años, mantiene la Carta abierta a los pacientes, que Florencio Escardó escribió en 1972 (ed. Emecé). Escardó, considerado uno de los padres de la pediatría argentina, se preocupó por la degradación de la palabra en la relación entre el médico y sus pacientes, especialmente en la clínica hospitalaria, y revolucionó la práctica pediátrica hospitalaria mundial al considerar como un factor decisivo en el proceso de curación de los pequeños enfermos –en el mismo nivel que los fármacos u otros procedimientos– la internación conjunta de las madres con sus hijos. Fue él quien introdujo en el hospital a los padres, alertado por los riesgos del “hospitalismo”, esa enfermedad suscitada por las condiciones de internación. Escardó insistió en la necesidad de revalorizar la palabra del paciente, restituyéndose un diálogo de igual a igual entre los médicos y sus enfermos. Esto alude, por extensión, a la perspectiva de una responsabilidad compartida entre el médico, el paciente y su familia.
Escardó advertía también, proféticamente, sobre los efectos del suministro exagerado de medicamentos y de la confianza exagerada en los procedimientos auxiliares por imágenes y de laboratorio; señalaba que estos elementos pueden llegar a ubicarse como una cuña entre el médico y su enfermo, distanciándolos. Cuarenta años después, la tendencia en los hospitales a privar al paciente y a sus padres de la palabra del médico, en la suposición sostenida de que ella es prescindible, aparece instalada y produce efectos sintomáticos en la práctica de la medicina. Algo de lo que Escardó temía sucedió –tanto en la institución hospitalaria como en la institución parental y en la formación de los pediatras– para que los padres, aquel factor decisivo en la curación del niño, sean considerados, en algunos casos extremos, como testigos molestos y agresivos, cuando no, muchas veces fundadamente, “malos cuidadores”.
En el marco de la pauperización de grandes sectores y de la ausencia de políticas sanitarias inclusivas, en hospitales de la ciudad de Buenos Aires la formación de los pediatras se ve afectada. Antes que enfrentar la posible violencia de los familiares, los jóvenes médicos se parapetan cada vez más en el recurso a estudios diagnósticos de alta complejidad, postergando el encuentro con los padres. Esto profundiza las dificultades en la relación del pediatra con el pequeño y su familia, provocando así el malestar que se pretendía esquivar.
Ya en 1982, los responsables de la Segunda Cátedra de Pediatría del Hospital Gutiérrez advertían que un inconveniente de la formación de los futuros médicos es la tardía aparición del niño en la carrera (Marta Aynsztein, Jorge Brieva, Jorge Murno, María E. Sordo de Severa y Mario Roccatagliata, “Dificultades en la enseñanza y el aprendizaje de la pediatría en el pregrado”. Revista del Hospital de Niños de Buenos Aires, octubre de 1982): señalan que, durante los primeros años de la cursada, la enseñanza está centrada en los adultos y el niño se presenta como un desconocido al que se ve con temor. A esto se agrega que, en general, el niño no habla ni puede precisar las características de su dolencia, ya sea por no disponer de la palabra, como es el caso de los bebés, ya sea por estar inhibido ante una internación que lo apabulla.
El temor e incomodidad también afecta a los futuros psiquiatras infantiles. En los últimos años, la tendencia creciente a medicalizar la infancia con psicofármacos se transforma en herramienta ready made para paliar la propia angustia. Esta tendencia ha ido en desmedro de la formación conjunta médicos-psicólogos, de fuerte tradición psicoanalítica. La posibilidad de protocolizar vía DSM (manual de diagnóstico y tratamiento de las enfermedades mentales de la Asociación de Psiquiatras de Estados Unidos, difundido en distintos países), y de medicar consecuentemente el sufrimiento infantil, les otorga la ilusoria seguridad de responder en los términos en los que fueron supuestamente formados, en una suerte de “identidad médica” que obtura cualquier posibilidad de interrogación ante la incertidumbre que nuestra práctica provoca.
Se desestima así la importancia que para el niño enfermo y para sus padres, afectados por una internación que a veces se prolonga más de lo esperado, tiene la presencia del médico, más allá del diagnóstico o del pronóstico. Los padres esperan, de quien encarna la figura de médico de cabecera, que soporte esa angustia que no les permite pensar; esperan ser tenidos en cuenta para la toma de decisiones, incluidas las más dramáticas. La escucha paciente del pediatra derivaría en un mayor conocimiento de la condición social, familiar, de salud y enfermedad de su pequeño internado, permitiéndole reconocer las fantasías más temidas de los padres respecto de la enfermedad del hijo, fantasías que modulan el contenido de la información. Pero no es nada fácil que los padres se atrevan a expresar sus inquietudes, ni que los practicantes estén advertidos de la transferencia que su figura suscita.
Como advirtió el pediatra Carlos Needleman (“Complejidad y pediatría amplia”, Revista del Hospital de Niños de Buenos Aires, abril y agosto de 2009), contribuiría a mejorar la relación médico-paciente que el pediatra completara su formación con conocimientos de psicología, ciencias sociales y antropológicas; que se interesara por la diversidad cultural de esa población, de costumbres tan heterogéneas, que concurre a los hospitales. Recuerdo el ejemplo de un pediatra que se inscribía en esa tradición de atención, sólido referente para la familia de un chiquito al que conocía desde su primer día de vida (situación no tan frecuente con la proliferación de los sistemas prepagos de salud, ya que los médicos y los pacientes cambian constantemente y la mayoría de las consultas se resuelven en las guardias). Este pediatra conocía los temores de la madre respecto de la salud de su hijo. En una consulta de rutina, en presencia de la madre, él le tomaba los reflejos. Una pierna saltó, como era esperable, y la otra... ¡no! El médico, sin mediar palabra, volvió a golpear suavemente la rodilla con su martillito y esta vez, sí, los reflejos mostraron la perfecta capacidad de reacción que la madre anhelaba confirmar. Y el médico le dijo: “Ya sabía que los reflejos estaban perfectos pero vi la preocupación en tu cara: te conozco y los repetí para tranquilizarte”. Una intervención así genera en la madre el alivio y la seguridad de saber que hasta los temores más insignificantes, los signos de su angustia, pueden tener cabida en la consulta pediátrica.
* Psicoanalista de niños. Integrante del área de interconsulta de Psicopatología del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez. Supervisora en los hospitales Gutiérrez, Piñero, Elizalde, Eva Perón y otros. Texto extractado de un artículo en Psicoanálisis y el Hospital, noviembre de 2011.
Con insistencia, en los primeros años de formación de los pediatras aparecen preguntas como “qué hacer con los familiares de los pacientes”, “qué informarles y cómo”, “qué decir y qué no, para ... ¡evitar los juicios de mala praxis!” Estas precauciones hasta hace poco no estaban presentes en el pensamiento cotidiano, y representan, sobre la relación médico-paciente, un indeseable retorno mercantilizado del legítimo derecho de los enfermos a defender su salud. Los padres, convertidos en estorbo del desempeño pediátrico, no tardan en quedar ellos también tomados por el deterioro cada vez mayor de la relación médico-paciente. Y, contrariamente a la idea de que la consulta con el médico se desarrolle en un marco de confianza, no vacilan en reaccionar agresivamente cuando la respuesta no los satisface. Violencia de los padres que era inconcebible hace unos años. Triste ejemplo es un episodio ocurrido hace pocos meses, cuando una médica de larga trayectoria en la unidad de cuidados intensivos del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez fue agredida a puñetazos y patadas, que le provocaron múltiples lesiones, por unos padres a los que acababa de comunicar el fallecimiento de su chiquito.
Es notable la vigencia que, luego de cuarenta años, mantiene la Carta abierta a los pacientes, que Florencio Escardó escribió en 1972 (ed. Emecé). Escardó, considerado uno de los padres de la pediatría argentina, se preocupó por la degradación de la palabra en la relación entre el médico y sus pacientes, especialmente en la clínica hospitalaria, y revolucionó la práctica pediátrica hospitalaria mundial al considerar como un factor decisivo en el proceso de curación de los pequeños enfermos –en el mismo nivel que los fármacos u otros procedimientos– la internación conjunta de las madres con sus hijos. Fue él quien introdujo en el hospital a los padres, alertado por los riesgos del “hospitalismo”, esa enfermedad suscitada por las condiciones de internación. Escardó insistió en la necesidad de revalorizar la palabra del paciente, restituyéndose un diálogo de igual a igual entre los médicos y sus enfermos. Esto alude, por extensión, a la perspectiva de una responsabilidad compartida entre el médico, el paciente y su familia.
Escardó advertía también, proféticamente, sobre los efectos del suministro exagerado de medicamentos y de la confianza exagerada en los procedimientos auxiliares por imágenes y de laboratorio; señalaba que estos elementos pueden llegar a ubicarse como una cuña entre el médico y su enfermo, distanciándolos. Cuarenta años después, la tendencia en los hospitales a privar al paciente y a sus padres de la palabra del médico, en la suposición sostenida de que ella es prescindible, aparece instalada y produce efectos sintomáticos en la práctica de la medicina. Algo de lo que Escardó temía sucedió –tanto en la institución hospitalaria como en la institución parental y en la formación de los pediatras– para que los padres, aquel factor decisivo en la curación del niño, sean considerados, en algunos casos extremos, como testigos molestos y agresivos, cuando no, muchas veces fundadamente, “malos cuidadores”.
En el marco de la pauperización de grandes sectores y de la ausencia de políticas sanitarias inclusivas, en hospitales de la ciudad de Buenos Aires la formación de los pediatras se ve afectada. Antes que enfrentar la posible violencia de los familiares, los jóvenes médicos se parapetan cada vez más en el recurso a estudios diagnósticos de alta complejidad, postergando el encuentro con los padres. Esto profundiza las dificultades en la relación del pediatra con el pequeño y su familia, provocando así el malestar que se pretendía esquivar.
Ya en 1982, los responsables de la Segunda Cátedra de Pediatría del Hospital Gutiérrez advertían que un inconveniente de la formación de los futuros médicos es la tardía aparición del niño en la carrera (Marta Aynsztein, Jorge Brieva, Jorge Murno, María E. Sordo de Severa y Mario Roccatagliata, “Dificultades en la enseñanza y el aprendizaje de la pediatría en el pregrado”. Revista del Hospital de Niños de Buenos Aires, octubre de 1982): señalan que, durante los primeros años de la cursada, la enseñanza está centrada en los adultos y el niño se presenta como un desconocido al que se ve con temor. A esto se agrega que, en general, el niño no habla ni puede precisar las características de su dolencia, ya sea por no disponer de la palabra, como es el caso de los bebés, ya sea por estar inhibido ante una internación que lo apabulla.
El temor e incomodidad también afecta a los futuros psiquiatras infantiles. En los últimos años, la tendencia creciente a medicalizar la infancia con psicofármacos se transforma en herramienta ready made para paliar la propia angustia. Esta tendencia ha ido en desmedro de la formación conjunta médicos-psicólogos, de fuerte tradición psicoanalítica. La posibilidad de protocolizar vía DSM (manual de diagnóstico y tratamiento de las enfermedades mentales de la Asociación de Psiquiatras de Estados Unidos, difundido en distintos países), y de medicar consecuentemente el sufrimiento infantil, les otorga la ilusoria seguridad de responder en los términos en los que fueron supuestamente formados, en una suerte de “identidad médica” que obtura cualquier posibilidad de interrogación ante la incertidumbre que nuestra práctica provoca.
Se desestima así la importancia que para el niño enfermo y para sus padres, afectados por una internación que a veces se prolonga más de lo esperado, tiene la presencia del médico, más allá del diagnóstico o del pronóstico. Los padres esperan, de quien encarna la figura de médico de cabecera, que soporte esa angustia que no les permite pensar; esperan ser tenidos en cuenta para la toma de decisiones, incluidas las más dramáticas. La escucha paciente del pediatra derivaría en un mayor conocimiento de la condición social, familiar, de salud y enfermedad de su pequeño internado, permitiéndole reconocer las fantasías más temidas de los padres respecto de la enfermedad del hijo, fantasías que modulan el contenido de la información. Pero no es nada fácil que los padres se atrevan a expresar sus inquietudes, ni que los practicantes estén advertidos de la transferencia que su figura suscita.
Como advirtió el pediatra Carlos Needleman (“Complejidad y pediatría amplia”, Revista del Hospital de Niños de Buenos Aires, abril y agosto de 2009), contribuiría a mejorar la relación médico-paciente que el pediatra completara su formación con conocimientos de psicología, ciencias sociales y antropológicas; que se interesara por la diversidad cultural de esa población, de costumbres tan heterogéneas, que concurre a los hospitales. Recuerdo el ejemplo de un pediatra que se inscribía en esa tradición de atención, sólido referente para la familia de un chiquito al que conocía desde su primer día de vida (situación no tan frecuente con la proliferación de los sistemas prepagos de salud, ya que los médicos y los pacientes cambian constantemente y la mayoría de las consultas se resuelven en las guardias). Este pediatra conocía los temores de la madre respecto de la salud de su hijo. En una consulta de rutina, en presencia de la madre, él le tomaba los reflejos. Una pierna saltó, como era esperable, y la otra... ¡no! El médico, sin mediar palabra, volvió a golpear suavemente la rodilla con su martillito y esta vez, sí, los reflejos mostraron la perfecta capacidad de reacción que la madre anhelaba confirmar. Y el médico le dijo: “Ya sabía que los reflejos estaban perfectos pero vi la preocupación en tu cara: te conozco y los repetí para tranquilizarte”. Una intervención así genera en la madre el alivio y la seguridad de saber que hasta los temores más insignificantes, los signos de su angustia, pueden tener cabida en la consulta pediátrica.
* Psicoanalista de niños. Integrante del área de interconsulta de Psicopatología del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez. Supervisora en los hospitales Gutiérrez, Piñero, Elizalde, Eva Perón y otros. Texto extractado de un artículo en Psicoanálisis y el Hospital, noviembre de 2011.
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