Jacques Lacan, Segunda intervención Congreso 2/4/11/1973

CONGRESO DE LA ESCUELA FREUDIANA DE PARIS EN LA GRANDE MOTTE
Intervención de Jacques Lacan en las conclusiones de los grupos de trabajo (de la mañana 4/11/1973 ), publicada en Lettres de l´École Freudienne, 1975, N°15, pp. 235-244.  *
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(*Agradezco mucho la traducción realizada por  Darío Daniel Díaz, Buenos Aires, julio de 2018, gracias a su labor tenemos en castellano el texto de la segunda intervención efectuada por  Jacques Lacan en ese CONGRESO DE LA ESCUELA FREUDIANA DE PARIS EN LA GRANDE MOTTE, la primera (2/11/1973) está en castellano, fue traducida por Ricardo Rodríguez Ponte y su equipo de trabajo.)
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Cuando tomé la palabra anteayer, dije que este congreso me había animado a no hacer el discurso de cierre que, de alguna manera, se acostumbra imponerme; y que lo que quería era contribuir, sólo contribuir. A título de qué les hubiera compartido lo que no podemos decir que sea lo más elevado de mi reflexión pero que después de todo era mi más reciente producción.
A pesar de ello, claramente me hallo en posición de decir aquí una palabra que se presente como un punto; y me gustaría que consideren que este punto no es un término.

Se ha realizado un cierto número de exposiciones acerca de las cuales no me parece inoportuno considerar que entre ellas se ha blandido el gran terrón [motte] fundamental de la estupidez. Puesto que la gran mayoría de los aquí presentes no ha asistido a mis primeros seminarios, me permito recordarle a lo que bien podríamos llamar mi público algo que he advertido en mis primeras conferencias: el psicoanálisis es un remedio contra la ignorancia, pero no contra la estupidez. Hay en esto algo fundamental: no aportamos ninguna sabiduría, no tenemos nada que revelar. A nosotros, en tanto analistas, es a quienes se nos revela algo, algo que tiene sus límites. Y como acabo de decir, no atravesaremos el límite que impone la estupidez.
Sin embargo, lo que nos interesa no es este límite, el constituido por la función que he calificado como imaginaria, sino los que hallamos en la función simbólica, es decir, en lo que he definido como lo propio del lenguaje. En este sentido es que he identificado la función del discurso. Se hace necesario decir que, tal como lo he definido, el discurso es algo por lo cual se sostiene todo lo referido al lazo social. No hay otro lazo entre estos seres que estamos acostumbrados a considerar como vivos, pero no estamos tan seguros de que sea esto lo que efectivamente los define; se habla erróneamente, demasiado, de instinto de vida y de instinto de muerte. La ligazón cierta, manifiesta, entre la reproducción sexual y la muerte es patente. A este respecto, la cuestión de saber qué preside la reproducción, qué es lo que se sitúa en el germen con relación a lo que se produce en el soma, es primordial. Qué cosa sea la vida que se halla presente en el germen resulta absolutamente ambiguo; ¿por qué no también la reproducción de la muerte? En este nivel se sitúa la cuestión para toda especie sexuada. Y esta cuestión sólo la planteo porque si hay algo que el análisis nos permite afirmar es que este lazo, esta conexión entre lo que es propio del sexo y lo que es de la muerte, es alrededor de lo que nos empantanamos sin cesar. Si no nos apartamos de esta seudoantinomia de la vida y la muerte, no avanzaremos en nada. Estamos ante términos cuya importancia radica nada más que en una pura fascinación, aquella en la que caemos sin cesar cuando creemos presentificar lo uno o lo otro de estos dos términos: la vida por una parte, la muerte por otra.
Debemos tener cuidado de no avanzar nunca en lo que, al menos hasta ahora, vaya más lejos de lo que Freud ha reconocido al respecto, especialmente en Más allá del principio del placer. Al menos por un tiempo, Freud ha dicho lo máximo que puede decirse. Debemos tener cuidado pues cada vez que, a menudo imprudentemente, intentamos manejar estos términos. Esto es lo que me ha parecido conveniente resaltar del empleo del término muerte que se ha hecho aquí durante las intervenciones en varias oportunidades.
En cuanto a nosotros, es cierto que no hay nada más entendible que la angustia de castración. Cuando intentamos ir más allá, patinamos, porque en verdad no hallamos en nuestra experiencia en tanto que límite de la estupidez nada que indique especialmente una aprehensión como tal de la muerte.
Lo que constituye en sentido propio nuestra vida es que sea mortal. No existe un solo instante de nuestra vida en que no vivamos en tanto mortales, y si hay algo que con seguridad está destinado a provocar una angustia indescriptible, hablando con propiedad, eso sería saber que no moriremos. Intenten por un instante ponerse en la piel de alguien que estuviera condenado a la vida eterna, hasta donde sean capaces de soportarlo, y díganme si esto sería soportable aunque más no fuera por un instante.
Entre otras, me han planteado una cuestión, la única que me propongo responder, acerca de saber si a cada uno de estos discursos que he propuesto como aparato de localización en lo que se refiere a la diversidad de los lazos sociales, respondía a una lógica diferente. Respondo que sí. En lo que he pretendido ofrecer como soporte de lo que utiliza el lenguaje para constituir los lazos sociales, en esta especie de ser que habla, existe seguramente una diferencia radical entre cada uno de estos discursos y los discursos conexos acerca de los cuales he querido hablar. Y creo que no hay un solo instante de nuestra experiencia que no lo confirme.
Es cierto que lo que conlleva la categorización de estos discursos como tales es algo que ha sido posible sólo a causa de la entrada en juego del discurso analítico. Si no hubiera discurso analítico, nada podría confirmarse acerca de la diversidad de los otros tres. Constatamos allí el efecto de una emergencia histórica, a saber, de lo que a partir de Freud ha emergido como un lazo nuevo; digo nuevo en tanto que se trata de una emergencia. Es cierto que no por nada Freud sólo pudo hallar entre los presocráticos este modo mayor de articular cierto número de cosas; se trata de un término que no tiene ningún valor en sí mismo: los presocráticos, por definición, no dan testimonio de una escuela, de una unidad de pensamiento, pero sí ciertamente, como muchas otras tradiciones (la taoísta, por ejemplo), de los primeros esfuerzos de formulación de las relaciones de nuestro ser con aquello de lo que estamos dotados, a saber, el lenguaje.
En mi intervención de ayer he hecho referencia a Heráclito, referencia a la cual alguien ha querido rendir homenaje (creo que queda sólo la que han escuchado aquí anteayer la mayoría de los que están allí; ayer intervine muy precisamente sobre el pase, y espero que lo que dije haya quedado registrado para que sea publicado suficientemente de modo que cada uno pueda tomar conocimiento de ello); si he hecho referencia a Heráclito - tampoco es la primera vez seguramente que me apoyo en uno de sus temas, que nos han llegado únicamente por medio de citas que encontramos aquí y allá entre los Padres de la Iglesia: ¿por qué nos quedan estos pequeños fragmentos?- se trata sólo, ciertamente, del efecto de un malentendido; en la medida en que les era posible a los Padres de la Iglesia, podían blandir algunos fragmentos de lo que podía pasar por un eco de sabidurías de todos modos perdidas en su tiempo; los Padres de la Iglesia, sin excepción, estaban bajo la influencia de esta elaboración judeo-pagana en la que la cultura griega de su época se deleitaba; y en tanto que los Padres de la Iglesia estaban bajo la influencia de esta elaboración justamente calificada como helenística, estaban ya en una época en que todo lo que podía quedarles (el peso de una sabiduría llamada presocrática) estaba ya perdido para ellos.
No intento hallar un padrinazgo en estas sabidurías inaccesibles para nosotros ahora, sino que pienso que, a tal o cual fragmento emergente, podemos volver a darle nosotros un sentido que se inscribe en una experiencia actual.
Somos de nuestro tiempo. Tuve en otra época un amigo que proponía como Schlagwort, como consigna: “Seamos decididamente contemporáneos”. Es un buen aforismo, créanme. Seamos tan decididamente contemporáneos que no nos quede otro remedio. Lo que no pertenece a nuestra experiencia está perdido, perdido de una buena vez por todas. Ni siquiera estamos jodidos: excepto aquellos que tienen una pequeña brújula que saben que no los engaña -nosotros no estamos en ese conjunto-, y muy especialmente en el nivel del discurso universitario, incapaces de comprender lo que ha sucedido en la época del Renacimiento, esto es, el renacimiento de la cultura helenística como nunca se ha visto, sino en tanto que esta cultura helenística había tomado algunas formas que podríamos calificar como osificadas. Pero lo que parecía osificado en ella demostró tener mucho más peso con respecto a lo que consideramos accesible en los lazos sociales, toda vez que la característica de este Seudorrenacimiento es que rápidamente comienza a chapotear.
Actualmente estamos mucho más cerca de la vieja escolástica y cada uno hace un uso de ella infinitamente más pregnante que todo lo que se haya podido fomentar de manera imaginaria en tiempos del Renacimiento que, como todo pretendido Renacimiento, no ha hecho otra cosa que llevar al renacer de un empuje evidente aunque florido de la estupidez.
Para nosotros los analistas, se trata de hacer algo más que quedarse en esta escolástica que se pretende revitalizar. El surgimiento en el siglo XIX, no tan estúpido como se lo ha presentado, de una lógica con una estructura totalmente diferente, la lógica matemática, es sobre la que tenemos que regularnos. Estamos llamados a realizar la lógica matemática del discurso analítico, lo queramos o no.
Realizar la lógica del discurso analítico; a partir de allí es que la lógica de los otros discursos puede ser revitalizada. Pero en esta ocasión debemos ser más prudentes que antes: donde no podamos avanzar con certeza, mejor detenerse. Es mejor dejar que las cosas maduren antes que avanzar sobre lo que sin duda se elaborará sobre la base de todo tipo de citas intentando situar el pensamiento de un autor del modo en que lo he dicho en alguna parte este año: ¡a la manera de un autor-stop! Porque, ¿qué más cómodo que tener un autor para vehiculizar un pequeño final de recorrido? Es cierto que yo también, como cualquier otro, soy utilizado como autor-stop. De todos modos, eso no quiere decir otra cosa que, como dijo alguien esta mañana, yo tendría que considerarme rodeado de loros. De ninguna manera es esa mi intención. No es porque nos aferremos a mis fórmulas o las usemos que yo considere que alguien pueda ser acusado de psitacismo. Por el contrario, me resulta muy llamativo que si repetimos estas fórmulas no siempre útiles (sirven para una cosa como para la otra), quien las enuncia encuentre en ellas un apoyo momentáneo para hacer su camino más corto y no tener que recorrerlo todo por su cuenta.  
En este sentido, entonces, por qué no padecería yo la suerte común de servir como autor-stop. Se trata simplemente de saber cómo comprendemos esta fórmula, si nos damos cuenta de lo que verdaderamente indica como dirección. Aun cuando pudiera haber desviaciones en lo que podemos llamar la doctrina, por qué no la llamaría así toda vez que me ha costado tanto elaborarla y conservarla para mí, a veces durante años; ya viejas, cuando comenzamos a usarlas y resultan buenas para alguna cosa no veo por qué no usaríamos mis fórmulas, siempre y cuando sean literales.
Es algo a lo que no estamos obligados en absoluto. Aun cuando descubramos otras, hallemos otro camino, un camino mejor, un camino más rápido (¡no pido más que eso!) es el momento de decirlo: si en mi época alguien hubiera encontrado una vía más rápida para alcanzar lo que yo he alcanzado, alguien que me hubiera aliviado esa tarea, ese alguien hubiera sido yo. Pero yo no he encontrado nada mejor.
Si no he encontrado nada mejor, no es debido a lo que a menudo se ha denominado mi genio. Advertí a la gente que usó esta palabra sobre mí que se trataba de una forma de difamarme. En verdad, no debo nada a mi genio: es tan estúpido como el que más. Sí debo algo al hecho de que resbalé, que fui finalmente absorbido por ese vacío que nos presentifica el discurso analítico. Yo era psiquiatra. Hice una tesis donde aparece –en una época tardía, puesto que mi tesis es de 1932 (tomen nota: en 1932 yo tenía 31 años)- que había sido absorbido por esta tesis que no podía sostenerse más que por un solo caso, cosa que se me reprochó entre mis examinadores; no podía sostenerse más que a partir de un solo caso porque, respecto a este caso, consideré que le había dado vueltas a todo lo que podía avanzarse desde una forma clínica que había aislado –repito, yo era psiquiatra- y sobre la cual había hecho nada menos que treinta a treinta y cinco observaciones. Estas treinta a treinta y cinco observaciones están guardadas siempre en mi querido maletín, y considero que si pude decir algo sobre el caso Aimée, en el que hallamos esa forma que se llama la paranoia de autopunición (que así fue cómo la llamé), fue todo lo que había que decir de él, de su lógica, y puesto que allí ya se dibuja la distinción fundamental entre el imaginario, el simbólico y el real, categoría esta última que poco a poco fui dejando madurar y a la cual sólo podemos acceder por medio de la lógica, creo que era legítimo que presentara así mi tesis.
Así se definía normalmente a esta tesis en esa mejor época en que la universidad estaba destinada a producir sólo efectos buenos para tirar a la basura, a saber, de acuerdo al principio según el cual es bueno no derrochar en pagar por algo llamado libro, más teniendo en cuenta que se trata de una tesis y por lo cual seguramente el libro sea malo, según resulta de la experiencia de mi querido amigo Safouan que recientemente me hizo un comentario al respecto; no he sido yo quien le ha sugerido hacerlo, puesto que a decir verdad no acostumbro aconsejar precaución a quienes compran en las librerías. Que hagan lo que quieran, pues después de todo, aun en una tesis podemos encontrar algo valioso en alguno de sus rincones.
Entonces hice esa tesis. Hacer una tesis debiera querer decir lo que quiere decirse cuando algo se manifiesta de manera desplegada: me refiero a cierto número de fórmulas; ¿qué tienen para decir en contra?
A nuestra edad, en nuestra época, no somos recompensados en este género. Nadie dijo nunca nada contra mi tesis. Me dirán ustedes que quizá nadie la haya leído, pero no es verdad. Mi tesis está en cualquier caso bien guardada en algún lado, pues nadie la ha vuelto a hallar, y es necesario hacer ediciones pirata para leerla dado que no he querido que se reedite. Pero se reeditará, se lo he permitido a mi editor, aunque más no fuera para que constaten si contiene o no cosas que podamos contradecir hoy. Porque, finalmente, ¿qué es una tesis sino algo que se ofrece a la contradicción?
En el siglo pasado nos hemos dado cuenta ciertamente de que la contradicción no es todo, o no es la clave última de la lógica. Y por esto mismo vemos lo que hay de vacilante, de cojera, en la observación de Freud según la cual el inconciente no conoce la contradicción: no sé por qué ha dicho esto -sabemos que Freud asistió a cursos de lógica-  toda vez que en su época ya se habían dado cuenta de que no es en absoluto la contradicción el todo de la lógica; por otro lado, esto resulta extremadamente importante al tratar de responder o no a una tesis. Brevemente, se me ha contradicho tan poco que tuve que esperar diez años  (algo que en mi vida hubiera tenido algún valor, me refiero a los diez años, evidentemente porque el sistema decimal es el sistema propio de la estupidez: en nombre de que tenemos diez dedos, creemos que hay que contar de a diez; sin duda, de tanto contar con sus dedos la gente terminó por entenderme, lo que no me asegura que yo mismo no esté alcanzado por la estupidez); pero finalmente el hecho de que luego de diez años lleguen a decirme que mi tesis ha servido de principio de organización para un asilo psiquiátrico, para llamar a las cosas como es debido, que se trate de alguien especial quien me lo diga, a saber, uno de esos republicanos españoles que por haber sido expulsados de su tierra generalmente han tenido bastante éxito (quiero decir que el exilio no es en verdad una mala posición para tener éxito); evidentemente hay que saber cómo tener éxito. En algunos casos se tiene éxito en la delincuencia, por ejemplo, aunque esté lejos de ser el caso general -hago alusión al caso del éxito en la delincuencia porque algo conozco al respecto y saludo la excelencia de los bandidos que se han producido en esta diáspora, pues también hay bandidos lejos de allí; ha habido otros que tanto como yo pueden ser calificados como hombres de genio, pero se trata también de una difamación.
Luego de haberles confiado esto, les digo que es por la necesidad de esta experiencia que podrán concentrarse en esta tesis; por la necesidad de esta experiencia y el hecho de un caso que quizá sólo pude discernir por haber sido alcanzado por no sé qué moda marginal de freudismo, por haber sido absorbido por ese discurso fundado por Freud, que se caracterizaba muy especialmente en ese momento preciso por ese modo de absorción resultante en suma de que vivía, subsistía y existía en la más grande enfermedad, y que los psicoanalistas de entonces eran buenas personas que decían amén en las esquinas, y esto precisamente por no tener la menor idea acerca de lo que los atrapaba, a saber, ese gran vacío, ese agujero que Freud había producido en el mundo en el que vivíamos a fines del siglo XIX; y es justamente por haber sido absorbido él por no sabemos qué, haber sabido hacer agujero, que los psicoanalistas caían en el remolino, el torbellino, para batirse como buenos diablos -hay que decirlo- simplemente para alcanzar algún lugar alrededor del cono de succión. Cualquier cosa les venía bien como excusa, porque no pensaban más que en excusarse. ¡Cualquier cosa les venía bien! Recuerdo la época en que, en ocasión de la aparición de una tesis universitaria que los elevaba a la dignidad de ser comparados con los pavlovianos, lamieron las botas de los pavlovianos porque se trataba del acceso a la dignidad social de la cual no pueden imaginarse ustedes cuán orgullosos estaban (!). Después de la tesis de Dalbiez, pues a ella me estoy refiriendo -que no es ni mejor ni peor que cualquier otra tesis universitaria de nuestra época, es decir, no les aconsejo comprarla pero tampoco se los impido (compren todo lo que quieran, es cuestión de capacidad de pago nomás: es necesario saber el presupuesto con el que cuentan para ello)- una tesis que había recibido la sanción, la bendición, podemos hacer cualquier cosa como tesis. Siempre tendremos una mención honorable, es cuestión de puesta a punto; sólo basta con que esté bien lustrada, simplemente; y respecto al lustre, lo que nos enseña la Universidad es cómo hay que hacer una tesis para que pueda ser presentada. Una vez presentada, se la recibe naturalmente. Y bueno.
Así pues, me encontré atrapado en el agujero freudiano. Depende de ustedes resolver si yo también intento mantenerme en un borde. La lógica es un borde. Sólo a diferencia de lo que les describí ayer en mi intervención sobre el pase, y a propósito de las ratas en el laberinto, lo que yo pienso, en efecto, es que si hay un agujero se trata del agujero en el que estamos todos arremolinados por el simple hecho de habitar el lenguaje. La diferencia que hay entre la experiencia analítica y la experiencia tal como la instituyen quienes terminan cabalgando ratas hasta, como dije ayer, enseñarles a aprender, a medir no tanto lo que son capaces de aprender solas sino a medirlo en segundo grado, es decir, fabricarles un aparato gracias al cual se volverán capaces de operar este aparato -¿ y qué es lo que prueba que operar con este aparato impuesto sea testimonio de lo que son cuando actúan por fuera de él, en otros términos, un aparato con el que se conducen cuando no hay una lucecita o un pequeño signo cabalístico que demuestre que son capaces de reconocerlo como signo aun cuando estén en el laberinto?
Son sus signos lo que les importará, y es eso de lo que se trata después de todo en los estudios de von Frisch sobre los signos que seguramente manejan las abejas, aunque no posean lenguaje; pero es quizá por este medio que podemos percibir que en el nivel de las abejas existe algo del orden del lenguaje, en tanto que también ellas habitan algo; me sorprendería que nunca lleguemos a eso, pues se trata de una indicación cierta de que se manejan con signos.
En resumen, a menos que consideren que se trata de un ser todopoderoso, la diferencia radica en que no es Dios quien nos ha dado el lenguaje –la cosa sería en verdad cómoda, pero no esclarecedora; y lo que resulta más asombroso es que ni siquiera la religión se atrevió a decir eso, a saber, que Dios le haya regalado el lenguaje al hombre -pero sí el soplo de vida- y entonces queda absolutamente claro en el Génesis al menos que es el hombre quien inventa el lenguaje al comenzar con la denominación. Debo decir que se trata de una lingüística tan grosera, que eso solo es un buen reflejo de la estupidez; pero que hayamos podido reconocer a partir de esto que hay una distinción entre el ser vivo y el ser que habita el lenguaje, es por lo menos algo para destacar que no hayamos podido hacerlo antes del surgimiento del discurso científico. Con todo, es necesario resaltar que el surgimiento del discurso científico sólo se produjo en razón de que el lenguaje vehiculiza el número. Ahora bien, que la percepción del carácter fundamental, radical, de lo que para los hombres constituye el lenguaje sólo se haya efectuado mucho después de esta primera inauguración del reconocimiento de que nada de lo real es comunicable por fuera del número, que gracias a la lingüística podamos ahora intentar extender esta aprehensión científica al conjunto del lenguaje y darnos cuenta de que todo lenguaje es cifra (en el sentido que lo he anunciado aquí como fundamento del inconciente, a saber, como algo que se descifra) resulta por lo menos un punto que deja intacta esta hiancia, a partir de que el número no es la cifra, que elreal que está en el número es de un orden distinto al de la cifra. Pero la cifra nos permite cristalizar la potencia del real en el interior del lenguaje, puesto que en todo lo referente al número tenemos que remitirnos totalmente a la cifra, o lo que es lo mismo, como lo he resaltado, a volver ambiguo nuestro poder de contar, ya que sólo contamos por medio de cifras.
Y resulta entonces que puedo hablar así, en cierto nivel, de cierta manera. Se trata del fenómeno que menos me hubiera esperado. En otros términos, después de publicar mi tesis tuve que esperar diez años para que alguien se interesara verdaderamente en ella; y además tuve que esperar otros tantos años para que los analistas se interesaran en mis enunciados como no fuera para excluirlos. El hecho es que la situación es esta: si me mantengo en un borde que es el de la lógica, es porque se trata ciertamente del borde del agujero. Aferrarse como punto de apoyo, como rampa para no ser arrastrado al remolino, para mí ha significado siempre aferrarse a otros discursos, transformarse en un consagrado por dedicarse a hablar del psicoanálisis con benevolencia allí donde no existe ninguna idea en particular acerca de él; el lugar al que los remito es este: sólo hay un borde para definir el agujero que nos absorbe a todos; ese borde es el lenguaje, y se entiende que permanezco bien en el borde, que me aferro al borde real, aquel gracias al cual existe el remolino en cuestión.
Si hoy puedo decirles todo esto de una buena manera, que por supuesto implica un poco más de conocimiento del que se vehicula inmediatamente allí, es bueno para observar algo que no había visto en absoluto pero que uno de mis alumnos -y no podemos decir que no lo sea por muchos años- me ha hecho notar ayer por la tarde que volvemos a encontrarnos con el sistema decimal: veinte años entre el congreso de Montpellier y el de Roma; me parece que planteó que el congreso de Montpellier es un nuevo comienzo para la Escuela, cosa que a mí me rejuvenece, para expresarme como lo hizo él. Para mí también, por supuesto, eso nos rejuvenece. Estuvo en el congreso de Roma y piensa que el congreso de Montpellier es un nuevo comienzo debido al esfuerzo que hice.
Trataré de complacerlos. Trataré de estar allí veinte años más aún, para ver si aún allí vamos a comenzar de nuevo.
[Aplausos. La conferencia terminó a las 13:00]
Traducido por Darío Daniel Díaz, Buenos Aires, julio de 2018.









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