Bienvenidos de vuelta al caos, reportaje a Jesús Martín Barbero
“Bienvenidos de vuelta al caos”
Jesús Martín Barbero (77), español de
nacimiento y colombiano por decisión, aquí un reportaje que le efectuó
Washington Uranga, publicado en Página 12,Buenos Aires, Argentina (24/12/2014)
Textos: Comunicación, cultura y
hegemonía (1987), que transformó profundamente el pensamiento sobre la
comunicación, intentando poner a las personas, a la cultura y no a los medios,
en el centro del proceso comunicacional.
–Lo hemos escuchado hablar
insistentemente sobre la necesidad de “volver al caos”. Llegó a decir
“bienvenidos al caos”. ¿Es posible pensar en el caos?
–Por supuesto. La Biblia nos
acostumbró a pensar que vivíamos en el caos, porque cuando Dios creó el mundo,
creó el orden. ¿Sí? Pero lo anterior al orden y a la creación es el caos. La
creencia popular moderna tiene ya que ver con un mundo bastante ordenado. En la
Edad Media –por hablar de una época que nos concierne– hubo también una
sensación de caos porque se acabó todo lo relativo a aquello que dominó gran
parte del mundo entonces conocido: el Imperio Romano. Entonces llegaron unos
señores distintos, a quienes los historiadores llamaron “bárbaros”, porque
venían del caos. Es decir que el imperio era el orden y lo que quedaba fuera
del imperio era el caos. Para los cristianos la palabra caos ha quedado marcada
por algunas figuras del Antiguo Testamento, pero en realidad yo tendría que
haber dicho simplemente “bienvenidos de vuelta al caos”. Porque a lo largo de
nuestra historia ha habido varias épocas de caos. Y yo creo que actualmente
este mundo está tan fuera de órbita que solo un regreso al caos nos va a
permitir reinventar la sociedad. Reinventar una sociedad con capacidad de
acoger toda la diversidad que hoy existe en este planeta, toda la diversidad de
sensibilidades, de chancearon, de inventiva, de tipos de esperanza, toda la
diversidad narrativa que hay hoy, la explosión narrativa de los jóvenes.
Entonces, nuevamente, bienvenidos al caos.
–Pero la modernidad nos ha
acostumbrado a asimilar conocimiento con orden y con disciplina. Por ese motivo
puede ser muy difícil comprender lo que ahora usted está diciendo.
–Hay un libro de Alessandro
Baricco –el autor de Seda– que aconsejo cada vez más. Se titula Los bárbaros.
Son textos por entregas en una revista de Italia. O sea que son textos para
leer, para gente del común. Lo más chocante del libro es que cuando empieza a
entrar realmente en tema –antes habla de cómo ha cambiado el fútbol, cómo se
hace el fútbol, cómo ha cambiado el vino, cómo se hace el vino, y así
siguiendo– aparece un señor que está ante una ciudad derruida por los bárbaros
y la pregunta es ¿los bárbaros construyen una ciudad? La respuesta es “sí...
pero mucho después. Primero la destruyen”. Todavía hay mucho por destruir,
estamos en la época de destruir. Eso es lo difícil, pensar que realmente hay
algo que destruir. Porque en nuestra cultura destruir equivale a perder
memoria. No se piensa que destruir es crear espacio para construir una vez que
ya está todo construido como en este mundo. En un mundo superconstruido como el
nuestro, en cualquier aspecto, la única manera de hacer espacio libre, espacio
verde, es destruir.
–Me pregunto y le pregunto, ¿la
digitalización es algo así como una máquina de demolición respecto de lo que
está construido?
–¿Me lo preguntas?
–Se lo pregunto.
–Exactamente. Esa es la máquina
que está produciendo ya... perdón por el verbo... está reconfigurando a los
seres humanos en relación con muchas dimensiones vitales. Pienso en la soledad.
Hoy existen montones de asociaciones de padres de familia que están
preocupadísimos por la cantidad de horas que sus adolescentes, niños incluso,
pasan ante la pantalla del computador. Y dicen: ¡Pero están solos! La soledad
de la que hablan estos papás no tiene doscientos años. Antes, los solos eran
los que se iban de la ciudad al campo y se subían a un pino. La modernidad
inauguró un tipo de soledad: el que está más solo es el que camina por una gran
avenida de cualquier gran ciudad, en medio de una gran muchedumbre. O sea que
el individuo en soledad no es el que salía, es el que estaba metido. Esa era la
soledad moderna. La soledad de este tiempo es otra, porque esos adolescentes
están profundamente acompañados por otros, dibujando, insultándose,
intercambiando canciones. Hay otros modos de estar juntos y esto –que para unos
puede ser completamente superficial– para otros puede ser vital. Y no sólo por
edades. Los papás se quejan de que los hijos están solos cuando, en verdad, la
adolescencia es la época en que si no asumes la soledad, no creces. La
adolescencia es el primer tiempo en el cual el sujeto humano tiene que asumir
que está solo en el mundo. Que su vida no es la de su papá, ni la de su mamá,
ni la de su amigo. No. Es la suya solita. Y va a estar con él, solito, para
toda su vida. Vivir con la soledad no es una enfermedad, es una valiosísima
dimensión de la vida humana.
–¿Y cómo se relaciona todo esto
con el mundo digital?
–Allá vamos. El mundo digital
supone, sobre todo, la demolición de la hegemonía letrada. Digámoslo fuerte: la
demolición de lo que Julio Ramos llamó “la ciudad letrada”. Esa ciudad que
sigue ignorando que millones de personas, en nuestras ciudades de América
latina, son indígenas de la cultura oral, incluso en Argentina, aunque pasaran
por una escuela que les enseñó a leer y que les enseñó a escribir. La cultura
cotidiana es oral. Y el mundo digital mueve el piso. El caos mueve el piso a
las seguridades que teníamos. Aquella seguridad que sostenía que para ser
inteligente había que ser letrado.
–Si la idea es que recuperamos el
caos y retomamos la oralidad, ¿qué hacemos con la noción de progreso y con el
concepto de desarrollo?
–Es una pregunta muy interesante.
¿La verdad? El progreso se fue al diablo... hace mucho tiempo. Poca gente ha
leído y divulgado a Walter Benjamin, un señor que no fue ni filósofo, ni
teólogo, ni literato... sino todas esas cosas juntas. O sea... fue un caos. Ese
era el problema que tenía Benjamin con los amigos que le publicaban artículos
para que pudiera vivir. ¿Esto qué es? ¿Literatura?, le decían. Esto no es
literatura, es crítica literaria... Tampoco. ¿Es filosofía? Pero ¿de qué?
Bueno... el caos empezó allá, en un señor que dijo que ha habido una patraña:
pensar la historia en términos de progreso. Eso es lo que harían los niños, los
bebés. Pero no un ser con un poquito más de razón, con un poquito más de edad.
La idea del progreso es la de un tiempo homogéneo y vacío. Hemos creído que el
tiempo nos conducía a algún sitio y nos preparaba para llegar a ese sitio. El
progreso era eso.
–Pero en función de esta
perspectiva organizamos también nuestro modo de pensar...
–Claro. Organizamos todo. Mejor
dicho: nos dejamos organizar por esa idea. Porque la idea del progreso, la idea
secular, de la providencia, nos van dando, a cada edad y en cada tiempo, lo que
necesitamos para poder. ¿Por qué? Porque si tú quieres llamar progreso a lo
material, tienes derecho. En el año 1900 el promedio de vida en los países más
desarrollados de Europa era de 50 años. A fines de ese siglo es de 80. Si eso
es progreso está muy bien. Tienes derecho a pensarlo, disfrútalo. Pero hay
muchísimos otros índices que no se consideran. Estamos por llegar a no sé cuántos
millones de habitantes en este planeta... que con sólo respirar van a hacer
irrespirable el planeta en menos de 50 años. Y ni pensemos en términos de
alimento. Si piensas en algo que dura menos de mil años puedes pensar en
términos de progreso. De lo contrario no. ¿Cuántos siglos, o miles de siglos, o
de tiempo real, ha tardado este “animalito” en llegar adonde está? Si lo pones
en perspectiva de tiempo real del planeta, ¿de qué estamos hablando? Y si, por
otra parte, hablamos realmente de la mayoría de la humanidad lo que llamamos
progreso comienza a rebajarse enormemente. A menos que lo identifiquemos con
unas cuantas variables del tipo “tiene menos ébola”, “tiene menos tal... que
nosotros”. No es que la palabra progreso no nombre algo que sucede. Pero no es
cierto que eso permita pensar la historia, porque es indefinido hacia adelante.
Eso es lo que nos ha pasado. Es indefinido hacia adelante y ha sido un atraso,
en montones de aspectos. La palabra desarrollo, la palabra desarrollar, sufrió
una perversión: desarrollarnos para ser como otros. Y apenas unos poquitos en
América latina lograron torcerle el cuello a eso para plantear que aquello nos
“subdesarrollaba”, que un desarrollo autónomo es otra cosa. Y hemos tenido
muchos problemas para poder retomar la palabra desarrollo. Porque esa palabra
se inventó en Europa. Arturo Escobar, un fabuloso antropólogo colombiano –más
conocido afuera que adentro– en un texto titulado “El salvaje”, muestra la
trampa fuertísima del desarrollo. Porque desarrollar no sólo era crecer, era la
palabra que sustituía a progreso para los países pobres. Hasta Naciones Unidas
identificó durante muchos años desarrollo con crecimiento económico. La idea de
crecimiento es una idea demasiado chiquita para pensar en la historia de la humanidad.
Es demasiado torpe. Y, en el fondo, desarrollo es crecimiento. Sabemos lo que
es crecimiento y sabemos lo que dura un ser humano. ¿Qué es el crecimiento?
Caminar hacia la vejez, jodida como ya sabemos que es.
–Y frente a este razonamiento,
¿cuál es la idea de la emancipación, cuál es el sentido de la emancipación?
–Para pensar la emancipación hay
que salirse de la categoría del progreso, hay que salirse de todas las
categorías que nos hablan del crecimiento, del desarrollo, y hay que empezar a pensar
la historia, o sea, el tiempo. Hay que volver a la palabra tiempo para pensar
en los destiempos, en los contratiempos. Porque la historia está hecha de eso:
de tiempos, destiempos y contratiempos. Y, finalmente, de intervalos. Yo
propongo pensar la emancipación en términos de intervalos. Hay intervalos en el
tiempo en los que se pueden hacer cosas que no se pueden hacer en el tiempo
normal. Emancipación es otra cosa, es libertarnos. Es otra palabra, refiere a
otro mundo de categorías, emancipar al ser humano es otra cosa. Tiene que ver
con libertad, con acrecentamiento de la libertad a sabiendas de las
contradicciones que tiene toda libertad, de los conflictos que genera la
libertad. En el fondo es más fácil ser feliz siendo esclavo. Hegel nos lo contó
así: un esclavo lo pasa mal, pero cuando piensa en cambiar se asusta porque lo
único que piensa es en matar al amo para ser amo él mismo. Entonces, no salimos
nunca de la situación de esclavitud. La emancipación es otra cosa, no es matar
al amo. Emancipación es aquel tipo de libertad que nos haga más iguales, es
decir, que vaya destruyendo todas las desigualdades que se colincharon (nota:
en Colombia colinchar: integrar, unir), que se colgaron de una noción
completamente perversa, no emancipada, de libertad. Es el ricachón que piensa
que con su dinero, como es suyo, puede hacer lo que la da la gana. Un momento.
En este planeta vivimos todos y entonces tienes que comenzar a pensar en la
mayoría y cuando empiezas a pensar en la mayoría te das cuenta lo difícil que
es ayudar a emanciparnos personalmente. Y sabemos la cantidad de cosas de las
que nos tendríamos que emancipar.
–¿Tenemos conciencia clara de
aquello que nos esclaviza?
–Costumbre es una palabra mucho
más linda que esclavitud. Es mi costumbre, son las costumbres de mi pueblo,
algo que yo le digo a mi esposa y a mis hijos veinte veces por día. “Oye... es
que yo vengo de un pueblito de España... entonces yo tengo otras costumbres.”
Otras costumbres son otros gustos, son otros modos de ver el mundo, de hablar.
Aquí no hay recetas, pero hay contradicciones y, por lo tanto, hay intervalos,
hay destiempos. Esa fue la imagen que yo recibí de Brasil. Son las brechas.
Brecha es una palabra brasileña. No hay muro que no tenga brecha, pero hay que
pasar la mano muchas veces, muy despacio, para detectarla. Y si tú puedes
detectar la brecha, tú horadas, tú tumbas... Hay que trabajar sobre las
brechas. Este es un poco el tema. El tiempo no está a favor de nosotros,
olvídense. Por eso las revoluciones son esos momentos que han permitido avanzar
a la humanidad. Con un montón de muertos, sí, pero lo han intentado. Otra cosa
es que las revoluciones producen sus monstruos, y algunos muy rápido como
ocurrió con el comunismo. Los franceses creyeron que la emancipación iba a
durar más, así a la vista. Un historiador francés de la cultura me contó que a
los pocos días de la revolución llegó una comisión de Gran Bretaña porque
estaban convencidos de que, si los ciudadanos eran todos y eran iguales, no
tenían por qué venir a París a pedir permiso para hablar bien su idioma o hacer
cosas que tenían que ver con sus costumbres. ¿Y saben qué les hizo Robespierre?
Les mandó a cortar la cabeza. Si hay un país centralista en el mundo, la
contradicción de las contradicciones, es Francia.
–Lo escucho y reflexiono. Podemos
coincidir o no, pero el sujeto del progreso y del desarrollo es un sujeto que
suma saber y poder. Por un lado, un saber técnico científico, y por el otro, un
poder basado, en la propiedad privada que tiene su reflejo simbólico en el
dinero. Ese, para mí, es el sujeto de la modernidad que construye un modo de
entender el progreso. ¿Cuál es el sujeto de la emancipación?
–El sujeto de la emancipación
tiene, indudablemente, junto con la precariedad de los intervalos, algo de
saber y algo de poder.
–¿Pero qué es saber y qué es
poder desde la concepción de la emancipación?
–Es un tipo de saber menos
pensado desde el sujeto individual y más desde un sujeto comunitario, o sea,
libertario. Un saber que está en función de que más gente sepa. La emancipación
para mí pasa por un saber desligado del saber y del poder hegemónico. Porque
hay otros vocabularios, otros saberes, otras formas de poder. Porque a otros
tipos de saberes es más difícil de meterles el gol de que el único poder es el
económico.
–Pensando otra vez en los sujetos
de la emancipación, los pienso como sujetos situados en un ámbito concreto. ¿El
sujeto de la emancipación es un sujeto genérico o es un sujeto inserto en un
lugar que lo constituye de alguna manera? Me cuesta pensar en sujetos
genéricos.
–La palabra sujeto la has puesto
tú. Yo no la puse.
–De acuerdo. ¿Actores?
–Bueno. Pero hago la pequeña
advertencia porque es el enredo en el que se mete uno cuando pone la palabra
sujeto. Es una palabra con una ambigüedad terrible. Foucault intentó acabar con
ella y Derrida hizo todo lo posible también. Primero porque en el lenguaje
común “sujeto” es el que está sujeto a otro. O sea, todo lo contrario de lo que
significa noblemente hablando. Sujeto es sujetado. Pero lo que pasa es que
tiene una historia filosófica que tiene que ver con Descartes. No es una
palabra que no existiera antes, pero el sentido que nosotros le hemos dado es
el de la modernidad: el sujeto moderno es un sujeto autónomo. Es una
contradicción desde los términos ya. Pero, bueno... sujeto autónomo moderno.
Eso es. Es el emancipado. Sujeto autónomo emancipado... el capaz de pensar con
su cabeza. El capaz de tomar decisiones que no sean inducidas ni por la
costumbre, ni por el poder. ¿Eso es el sujeto moderno? Eso es el ciudadano que
creemos que ha existido y que es el ideal para tener una sociedad democrática, una
sociedad que respeta la diversidad, que es difícil, que está contra la
desigualdad, que es mucho más difícil todavía. De manera que la emancipación
está ahí: luchar contra la desigualdad, a favor de la diversidad
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