¿Eugenesia arqueológica?¿Solo será eso? por @sladogna
Al calce esta foto tomada en lo que fuera la zona arqueológica de Mitla, cercana a Monte Albán ,Oaxaca,México se lee: "Sin que nadie le detenga, el
presidente municipal de Mitla está construyendo a lado de la zona arqueológica
(o sobre ella) unidades habitacionales ". Foto: Paco Calderón para Reforma, México, DF.
Esa foto muestra una práctica de eugenesia arqueológica: depurar el ambiente de impurezas a nombre de ofrecer vivienda a quienes no lo tienen. Ese es el núcleo de la máquina eugenésica: destruir lo impuro para dejar crecer la pureza. La actual guerra contra el narcotráfico tiene componentes que no dejan de revelar su componente eugenésico. Aquí el lector tendrá acceso a un estudio de la eugenesia, teoría que en los años de mil novecientos treinta concitó gran interés entre los intelectuales y científicos de izquierda (Salvador Allende, Chile; José Ingenieros, Argentina; Dr. Ramón Carrillo en México) y por supuesto intelectuales y científicos ubicados a la derecha.
Aquí retomo el artículo titulado "Todos rubios y de ojitos celestes" por Marcelo Rodríguez (Página12, Sección Futuro,15/03/2014)
En
1938, y a diferencia de sus colegas que parecían tomar el asunto con
total naturalidad, el médico rural argentino Bartolomé Bosio se
sorprendía de la idea de dar a los niños una educación diferenciada
según su tipo biológico. Se preguntaba si quienes lo proponían serían
capaces de aplicar ese mismo rigor para con sus propios hijos o nietos, o
los hijos y nietos de sus amigos. Antes de que el horror de Auschwitz
hiciera evidentes las consecuencias últimas de dar entidad “científica” a
las teorías racistas que por entonces irradiaban en todo el mundo entre
los líderes de Occidente, hubo quienes ya advertían cierto carácter
riesgoso –o cuanto menos elitista– en esa presunta nueva disciplina a la
que denominaban eugenesia. Pero esas voces críticas sólo fueron
excepciones.
El término eugenesia fue acuñado por Sir Francis Galton (1822-1911),
primo hermano de Charles Darwin, quien expuso sus fundamentos ante la
Royal Society de Londres. El objetivo de esa “nueva ciencia” era, según
sus cultores, el mejoramiento de las características biológicas de la
especie humana, en el mismo sentido en que los agrónomos hablan del
mejoramiento de las características de sus cultivos. Y el primer
Congreso Internacional de Eugenesia, del que participaron, en 1912, 34
científicos, médicos, políticos y abogados de nueve países entre Europa y
los EE.UU., contó con la presidencia honorífica de Leonard Darwin, hijo
del célebre autor de El origen de las especies.
Para el Segundo Congreso Internacional de Eugenesia (Nueva York,
1921) se sumaron más países, incluidos Brasil, y la Argentina bajo la
representación de Víctor Delfino, quien desde 1918 impulsaba la primera
Sociedad Argentina de Eugenesia, proyecto que finalmente resultaría poco
relevante en comparación con la oleada eugenésica posterior a 1930,
según lo cuentan Marisa Miranda y Gustavo Vallejo, investigadores del
Conicet y docentes de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam), que
dirigieron el extenso trabajo Una historia de la eugenesia, Argentina y
las redes biopolíticas internacionales (Ed. Biblos, 2012).
Antes de 1930, año del primer golpe militar en la Argentina, había
fervientes eugenistas locales de todo color ideológico, como el
socialista José Ingenieros o el aristocrático rector de la Universidad
de La Plata Joaquín V. González. Pero el verdadero despegue se dio con
la llegada al país del médico endocrinólogo italiano Nicola Pende
(1880-1970), gran artífice de la línea eugenésica desarrollada por el
fascismo. El entusiasmo que la visita de Pende desató en los
funcionarios de la dictadura militar del general José Félix Uriburu hizo
que se enviara a instruir a la Italia de Benito Mussolini a dos
emisarios, quienes al regresar formaron la Asociación Argentina de
Biotipología, Eugenesia y Medicina Social. Y el éxito de esta iniciativa
fue tal que se le sumaron incluso reconocidos militantes socialistas,
quienes a pesar del carácter racista del proyecto terminaron convencidos
de su pretendido carácter “científico”.
“Eso” que crece y amenaza
El parentesco entre darwinismo y eugenesia parece un potente
malentendido. El concepto de “supervivencia del más apto” enunciado en
1859 por el célebre pasajero del Beagle es, en última instancia,
ambiguo: no define a priori qué característica hace a un organismo “más
apto” si no se consideran el entorno y las relaciones particulares con
los demás organismos. Ninguna característica de un ser vivo es ni podría
ser, en la auténtica teoría darwiniana, una ventaja evolutiva per se.
Ser el más apto no es más que estar en el lugar indicado en el momento
indicado, y por eso el gran protagonista de la evolución de las especies
es el azar.
Como abogada de formación, Marisa Miranda se inició en la
investigación trabajando sobre perspectivas socioculturales del derecho
agrario, y cuenta que desde un principio le llamó la atención la
similaridad entre algunos postulados del movimiento eugenista y el
tratamiento que en agricultura se da a las “plagas”: aquello “otro” que
al crecer y multiplicarse se transforma en “amenaza”. Gustavo Vallejo,
historiador, estudiaba el impacto del higienismo y la forma en que el
temor a las epidemias generaba casi invariablemente políticas de
exclusión social en las ciudades de hace un siglo. “Nuestros trabajos
caían en un punto común, que eran las formas en que se invocaba a la
biología moderna y la teoría de Darwin para legitimar prácticas de
exclusión social –cuenta Vallejo–; siguiendo ese hijo desembocamos en la
eugenesia, y ahí se nos abrió un filón interminable y casi virgen,
porque problematizábamos lo que otros no veían como un problema.”
Para el darwinismo social de la Inglaterra victoriana –una teoría
desarrollada mayormente por el filósofo Herbert Spencer y de la cual la
teoría de la evolución de Charles Darwin, a la que en gran medida
contradice, apenas funcionó como inspiración–, la naturaleza pasaba a
ser la sociedad de libre mercado, y ya se sabía quiénes serían los más
aptos en esa “lucha por la vida”.
La eugenesia fue la aplicación práctica de esa teoría.
Predeterminando quiénes debían multiplicarse y prosperar y quiénes no, y
legitimando esas determinaciones desde la ley y la medicina, se le
creía ahorrar a la sociedad los dramas y los costos que el azar
introducía en el tejido social a través de los grupos “menos aptos”:
enfermedades, violencia, caos social, miseria.
La consecuente política de impedir la proliferación de los “menos
aptos” bajo la premisa falaz de que así se controlarían estas “lacras”
sociales fue una poderosa herramienta de control social, y una excusa
“con aval científico” para ahorrar recursos en la educación y la salud
de grupos que, al final de cuentas, “no serían aptos” para lograr el
éxito individual y social.
La idea fija
El centro de atención por antonomasia de las diversas corrientes eugenésicas fue la reproducción humana.
El estado de Indiana en los EE.UU. fue, en 1907, el primero en el
que se dictó una ley de esterilizaciones compulsivas para determinados
pacientes psiquiátricos, y en menos de dos décadas ya casi todos los
estados de ese país contaban con una normativa similar. El final de
estas prácticas fue dispuesto oficialmente recién cerca de 1980, a causa
de denuncias realizadas por grupos militantes por los derechos civiles.
Los autores sostienen que así como en los países anglosajones
prevaleció la variante eugenésica centrada en este tipo de
intervenciones sobre el cuerpo, en los países latinos, bajo la decisiva
influencia de la Iglesia Católica, se tendió a rechazar todo lo que
implicara el control de la reproducción y la natalidad por medios
directos. Una encíclica papal de 1931 se manifestaba contraria a la
eugenesia, aunque en realidad, según queda demostrado por la evidencia
histórica, el Vaticano sólo era contrario a la esterilización, a la vez
que lideró una corriente eugenésica basada en el control de la moral
sexual y la institución matrimonial.
Fueron ésas las variantes “latinas” de la eugenesia, que no sólo
produjeron toneladas de literatura instructiva para enseñar a las
jovencitas cómo obtener un buen marido para casarse y tener hijos, sino
que se tradujo en paquetes de leyes cuyo fundamento aparece hoy difuso,
pero se aclara al recurrir al archivo de los debates parlamentarios de
entonces. La obsesión por procurar que las mujeres consiguieran “buenos
maridos” aparece como fondo evidente de estas legislaciones, por
ejemplo, cuando se establece el examen médico prenupcial obligatorio, en
1937, pero sólo para los varones, que eran quienes eventualmente
andaban con mujeres “de mala vida”, y no sería obligatorio para las
mujeres sino hasta 1965.
¿Qué fundamento podría tener la prohibición de que dos personas con
lepra se casaran, si no era el miedo –infundado incluso desde el punto
de vista de la infectología, según lo sabemos hoy– de que al
reproducirse hicieran proliferar el mal que portaban? Siguiendo esta
línea, que siempre encontró terreno más fértil a la vera de los períodos
dictatoriales que la Argentina sufrió en el siglo veinte, se llegó a la
creación en nuestro país de la única Facultad de Eugenesia en el mundo.
Privada pero con subsidios estatales, la fundó Carlos Bernaldo de
Quirós en 1957, para formar licenciados eugenistas que aconsejaban a las
personas para elegir pareja y procrear convenientemente en función de
su tipo biológico.
Hoy que la eugenesia es materia de estudio sólo de los
historiadores, ciertos fenómenos del devenir tecnocientífico como el
análisis genético para la selección de embriones en procesos de
fertilización asistida, reavivan el debate: “Algunos creen que hay en
eso una especie de recreación de la eugenesia, mientras que otros
consideran que no, porque no obedece a ningún plan estatal sino a la
planificación familiar en el ámbito privado”, concluye Miranda, no sin
aclarar que en el fondo el lassez faire de los Estados respecto de este
tema también es, a su modo, una línea política.
Botones de muestra
La línea de la eugenesia fascista desarrollada por Nicola Pende, que
en su momento fue el primer rector de la Universidad Adriática Benito
Mussolini en Bari (actualmente denominada Universidad Aldo Moro, en
homenaje al ex premier italiano del Partido Demócrata Cristiano
asesinado en 1978 por las Brigadas Rojas) tuvo un gran éxito en la
primera mitad del siglo pasado en la Argentina, y se basaba en
concepciones metafísicas relacionadas con la endocrinología (el estudio
de las glándulas de secreción interna), según las cuales a diferentes
tipos orgánicos corresponderían determinadas características estéticas,
sexuales, morales, intelectuales o psicológicas.
Es fácil adivinar en estas teorías la influencia de la teoría de los
humores, desarrollada por Hipócrates en Grecia en el siglo V a.C.,
reforzada por Galeno en el segundo siglo de nuestra era y vigente
durante todo el Medioevo y aun después, pero que fue progresivamente
dejada de lado justamente a medida que avanzaron el conocimiento
científico del organismo y la medicina. En ella, no sólo la salud humana
estaba relacionada con el equilibrio y normal flujo de los “humores”,
sino también el carácter, la propensión a los defectos y demás
fenómenos. Aunque sirvió de guía para los médicos durante siglos (a
falta de una teoría más certera que diera cuenta del funcionamiento del
organismo), la teoría de los humores era, en rigor, un código de
prejuicios y arbitrariedades.
Pero la biotipología pendeana se valía de información más
actualizada para la época, y establecía órdenes jerárquicos entre los
diferentes tipos humanos.
El influyente médico español Gregorio Marañón fue uno de los grandes
divulgadores de la obra de Pende en Europa, además de haber sido uno de
los principales desarrolladores de una “teoría de la intersexualidad”,
que utilizaba la biotipología para determinar el origen y el tratamiento
de las perversiones sexuales. En uno de los ensayos incluidos en el
mencionado libro, el historiador Luis Ferla, de la Universidad de San
Pablo (Brasil), explica que, según esta teoría de las intersexualidades,
la humanidad tuvo en su origen una sexualidad indiferenciada, pero que
evolucionaba permanentemente desde esa androginia hacia una creciente
diferenciación entre los dos sexos. Esa “creciente diferenciación”
suponía, desde luego, un determinismo y diferentes jerarquías entre las
personas según el grado de evolución, porque cuando los desajustes
hormonales hacían que en alguien no fuera posible identificar claramente
el predominio de un sexo sobre el otro era cuando aparecía la patología
que llevaba a la perversión, e incluso al crimen.
Esa diferenciación incluía, según había escrito el propio Pende en
Endocrinología y psicología, las conductas típicas atribuidas a varones y
mujeres: las secreciones de las glándulas sexuales provocan
“normalmente” en el hombre “escasa emotividad, dominio de sí mismo,
estabilidad psíquica, mayor firmeza de la inteligencia, haciéndolo más
adaptable al pensamiento más abstracto y más independiente”, en tanto
que en la mujer “le debe a esta sustancia de origen sexual,
principalmente, sus virtudes de ternura, de piedad, de abnegación, de
dulzura”. Tal predominio de la emotividad en las mujeres justificaba,
según los biotipólogos, una mayor vigilancia sobre su comportamiento.
“En las mujeres delincuentes y en las prostitutas agresivas suelen
coincidir algunos actos punibles con verdaderas crisis de orden
fisiológico, y que se refieren sobre todo a la pubertad, a la
menstruación, al embarazo y al climaterio”, escribían en la Argentina
Gonzalo Bosch, Arturo Rossi y Mercedes Rodríguez, en Biotipología
criminal: el problema constitucional de los cultores del delito y la
prostitución.
Condenados desde la cuna
“Degeneración”, “degradación”, “mala vida” pasaron a ser términos
comunes en la literatura médica de entonces, y tuvieron su correlato
casi simultáneo en la literatura forense y en la jurídica. Y esos
caracteres ponderados negativamente eran identificados, casi siempre,
con atributos, condiciones de vida y costumbres identificadas como
frecuentes dentro de los sectores más desposeídos de la población. Pero
en lo que respecta a la supuesta base científica del edificio de la
eugenesia, un importante elemento funcional necesario al discurso
biotipológico era el determinismo genético.
Era la creencia en el determinismo genético lo que permitía sostener
que en el caso de los delincuentes no existía el libre albedrío, porque
la tendencia de una persona a las conductas criminales estaba dada por
su perfil hormonal, y además podía verificarse en sus características
físicas. Y si todo ello estaba determinado por los genes, entonces era
hereditario. De ahí que juristas partidarios de la eugenesia pudieran
hablar, entonces, de “predelincuentes”: individuos a los que, por su
constitución y sus tendencias innatas, pudieran ser pasibles de medidas
especiales de tratamiento y educación, a fin de intentar corregir ese
destino o “atenuar esas anomalías” y preservar a la sociedad.
Aunque la validez científica de este tipo de discursos hoy está
totalmente desestimada, conviene tal vez estar atentos a la posibilidad
de que puedan resurgir con nuevos ropajes, ya que tanto en aquel
entonces como hoy la actividad científica es producto de una sociedad
que muchas veces la convierte en una expresión más de las tendencias que
habitan en ella.
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