Una mujer: lección de anatomia por Mariana Enriquez(Pag.12.17/07/2013)
La lección de anatomía
Tenía tan solo dieciocho años cuando escribió
Frankenstein. Y en cierta medida, Mary Shelley quedó atrapada en esa
leyenda por el resto de su vida. Pero no se trató de una obsesión. El
monstruo desencadenado representó toda una época y una manera de
entender la relación con los cuerpos y el dolor. Por eso, en La mujer
que escribió Frankenstein, un libro inclasificable y sumamente original
en la literatura argentina reciente, Esther Cross no sólo reconstruyó su
historia personal sino que, rebasando la biografía, se sumergió en las
entrañas de un país como Inglaterra en los primeros tramos del siglo
XIX, en su literatura, sus médicos y sus muertos, por Mariana Enriquez
Empezó
con un corazón. En una biografía breve, de las que suelen incluirse
como prólogo de libros clásicos, Esther Cross leyó que Mary Shelley se
había guardado el corazón de su marido, el poeta Percy Shelley, y lo
conservó hasta su propia muerte envuelto en páginas del poema “Adonais”.
Ahora no puede recordar en qué edición de Frankenstein estaba esa
mención a la reliquia –una de Losada, cree, perdida en la última
mudanza– pero sabe que ése fue el momento del impacto: pensar en la
mujer que escribió Frankenstein, que inventó a ese ser sin nombre armado
con pedazos de cuerpos, aferrada al corazón de Shelley. Y también la
historia sobre cómo hizo para quedarse con el corazón: Shelley se ahogó
en un naufragio poco después de salir desde Livorno en su barco, el Don
Juan, en 1822. El cuerpo fue cremado en la playa, según las normas pre
victorianas y uno de los amigos presentes en ese funeral vikingo rescató
de las llamas el corazón, para dárselo a Mary.
“Al principio este libro era una especie de canto al corazón con
reflexiones: algo raro”, cuenta Esther Cross. “Pero cuando me puse a
investigar, a leer, fue como abrir la tapa de una tumba. Esa anécdota es
muy despreciada por los biógrafos ‘serios’: supongo que es un chisme
morboso equivalente a un episodio de Intrusos hoy. Parece que ella peleó
con su amigo Leigh Hunt por parte del corazón, que Lord Byron, también
presente en la cremación, quería la calavera y no se la dieron porque
solía usar cráneos como ceniceros... Pero a mí me fascinaba justamente
lo morboso, pensar en esa mujer puesta en esa situación. Cómo pidió
quedarse con un órgano. Ella tenía 25 años cuando quedó viuda. En esa
época no había fotos y, de recuerdo, la gente solía guardarse una parte
del otro, algo físico, por lo general el pelo. Pero ella quiso algo más:
quiso el corazón. Me di cuenta de que Mary Shelley llevaba todo al
extremo, a veces involuntariamente. Que era una esponja del
romanticismo. Y que por eso, como escritora, fue la voz de su época.”
Esa fascinación inicial se hizo enorme cuando Esther Cross siguió
leyendo sobre Mary Shelley y se encontró con sus padres, los
intelectuales Mary Wollstonecraft y William Godwin, autor de Ensayo
sobre los sepulcros; cuando dio con la primera mitad del siglo XIX en
Inglaterra, una época dominada por sociedades clandestinas de cirujanos y
ladrones de cuerpos, los resurreccionistas, las colecciones de
curiosidades médicas, los teatros anatómicos, el horror y el interés por
los cuerpos vivos y muertos. Cuando se encontró con la vida errante de
Mary Shelley y su familia, que viajaba constantemente y en los viajes
escribía, no sólo Frankenstein, sino novelas históricas, de ciencia
ficción, biografías de escritores, crónicas. Todos esos textos, esas
historias de medicina forajida y cementerios violados, de operaciones
sin anestesia y amantes que escriben bajo los efectos del láudano se
convirtieron en La mujer que escribió Frankenstein, un libro hermoso y
extravagante que Esther Cross no quiere definir: “Supongo que lo más
adecuado es llamarlo ‘ensayo’ pero, cuando se lo pasaba a amigos para
que lo leyeran, algunos me lo devolvían diciendo ‘qué buena la novela’ o
‘cómo me gustó la biografía’”.
Pero no es una biografía de Mary Shelley.
–No, nunca quiso serlo. No lo presento así. Digamos que es mi primer
texto de no ficción. No sólo lo primero: hasta ahora, lo único de no
ficción, aparte de algunos artículos. Antes había armado libros de
entrevistas, pero no es lo mismo. Lo edité muchísimo: quería que
hablaran los documentos, no quería hablar yo. Terminó ganando el
material.
Es un libro muy distinto de tu ficción; no hay nada en
Kavannagh o La señorita Porcel o Radiana, por ejemplo, que anticipe esta
fascinación gótica. A lo mejor se puede rastrear en tus traducciones,
en el gótico sureño, en Goyen... Pero esto es otra época, y es más
extremo.
–Es muy distinto a mi ficción; no tiene mucho que ver con mi
literatura hasta ahora. Siento que me fue atrapando un mundo. Ese
momento, los años de vida de Mary Shelley, marcaron el momento de
entrada de los cuerpos en el mercado. Era fácil hacer una relación con
lo que pasa hoy con el cuerpo, pero desde que empecé a escribir traté de
poner esa interpretación entre paréntesis porque era trampear el
material o forzar la lectura. Pero, la verdad, fue eso lo que me
fascinó. Cómo, en esa época y con Mary Shelley como médium, aparece el
cuerpo en la literatura; y el lugar central de la medicina, el morbo del
cuerpo manoseado y explícito. Y también cómo toda esa convivencia con
la muerte era al mismo tiempo un culto a la vida, un poner a la vida
biológica frente a todo, en primerísimo lugar. Igual que ocurre ahora,
en nuestro tiempo.
LO QUE DICEN LOS CUERPOS
La mujer que escribió Frankenstein es un libro sobre Mary Shelley,
sobre su época y su obra, sobre los personajes de la medicina
clandestina y la Londres negra, sobre algunos escritores románticos y
algunos cirujanos famosos –todos en un desfile compacto y absorbente,
como un gabinete de curiosidades literario– pero, sobre todo, es un
libro sobre el cuerpo. En sus páginas, con un estilo sobrio y filoso, se
corta carne como en una mesa de disección, carne viva y carne muerta.
“No había anestesia y los médicos tenían que ser rápidos como magos”,
escribe en el capítulo “La sangre de las bestias”. “Un buen cirujano
podía abrir, encontrar, extirpar cálculos y coser en quince minutos.
Cada minuto que se salvaba era importante porque el dolor podía matar al
paciente.” O en el capítulo “Londres”: “El señor Martin van Butchell,
dentista y médico especializado en fisuras y fístulas anales, vivía, por
ejemplo, con el cadáver embalsamado de su mujer expuesto en una
ventana. Si alguien quería entrar para verla de cerca, decían que Van
Butchell cobraba la entrada”. O en “Los pobres muertos”: “Los vendían,
los revendían y los exportaban. Les inyectaban conservantes. El mercado
tenía sus tablas de cotización. Los viejos valían menos. Entre 1790 y
1832, el precio del cuerpo humano se triplicó”.
Los cuerpos se roban, se abren, se venden: pero están mudos. Esther
Cross cuenta que no fue sólo Mary Shelley quien le dio la llave para
entender esta época morbosa como escritora que parió la aparición de la
voz del cuerpo: esa noción, y el tema del libro, se terminaron de
redondear cuando encontró a otra mujer, la escritora Fanny Burney. Así
la describe: “Escribía novelas, sátiras, cartas, diarios. Fue la primera
escritora inglesa reconocida fuera de Inglaterra. Podía transformar sus
años de aburrimiento en la corte en una crónica excelente. Se reía,
desde adentro, de la alta sociedad”. Esta autora, que vivía en París,
fue sometida a una mastectomía sin anestesia y lo contó, con detalles
precisos y sangrientos, en una carta tan explícita que incluso fue
censurada cuando se recopiló su correspondencia. El cirujano fue el
barón Larrey, médico de Napoleón, capaz de amputar en menos de un
minuto; pero le costó casi veinte extirpar el pecho de Fanny. Ella
escribe: “Hundieron el metal en mi pecho. Cortaron venas, arterias,
carne, nervios. No tuvieron que decirme que gritara. Solté un grito que
duró todo el corte. Sentí que el cuchillo tocaba el esternón ¡y que lo
raspaba!”
Esther Cross dice que, cuando encontró esta carta, su fascinación
dejó de parecerle caprichosa. Y el hallazgo fue, increíblemente, muy
lateral. “Me enteré de la carta en un libro sobre descubrimientos, de
divulgación, en el capítulo sobre cómo se descubrió la anestesia. No
aparecía completa, claro, eran apenas dos renglones. Cuando la leí
entera me conmoví, me estremecí y entendí: Fanny Burney tuvo que contar
su operación porque era el momento en que el cuerpo humano necesitaba
hablar. Y más aún: necesitaban hablar los pacientes. Me di cuenta que
había algo más que mi propio embale con esta época.”
Decís que Mary Shelley y Fanny Burney le dieron voz al cuerpo, lo revivieron.
–Es así. Hasta donde yo sé, son las primeras. Y creo que tiene que
ver el hecho de que fueran mujeres. Creo que el crítico Mario Praz dice
que sólo ellas pudieron haber captado lo terrible, lo peligroso, de la
ciencia y la medicina; que sólo mujeres podían ser la voz de los
pacientes.
Se mezcla literatura y medicina...
–No solamente literatura: el lenguaje clínico pasa a lo privado.
Fanny Burney cuenta, en sus cartas y diarios, cómo se muere el marido.
Es una historia de la agonía con detalles insólitos. William Godwin hace
lo mismo con su esposa Mary. Son textos que parecen historias clínicas,
sumamente técnicos. No dicen que sufrió mucho, no son pudorosos: dan
reportes, horarios, síntomas, remedios, vendas, sudoraciones, fiebres,
colores de la piel. Los registros médicos entran en los registros de
vida. Son testimonios. Creo que recién vuelven a aparecer con semejante
fuerza en la literatura del sida de los años ’80 y, en años más
recientes, en los testimonios sobre el cáncer o la agonía, que es un
género de memoir muy reciente e increíblemente exitoso. Pero sobre todo
los autores que escriben sobre el sida toman la voz y hacen hablar al
cuerpo, de forma militante y clínica, apropiándose de ese lenguaje para
decir algo que de otra manera no se puede decir.
Y Mary Shelley es capaz de contar todo esto.
–Era su mundo, lo vivía. Muchos de sus hijos murieron y ella también
lo registraba. Cuando muere su hija en la cuna, escribe en su diario:
“Por su expresión era evidente que había tenido convulsiones”. Como
todos en su época, les tenía miedo a los médicos y a la vez los
admiraba. Los creía capaces de lo más terrible y lo más maravilloso.
En La mujer que escribió Frankenstein todos los médicos e incluso los resurreccionistas forajidos tienen algo de héroes.
–Es que los ladrones eran necesarios para que los médicos pudieran
estudiar. ¿Cómo iban a saber dónde hacer un corte, si no? No alcanzaba
con los cuerpos de los condenados a muerte, que se entregaban para las
universidades. Esos tipos eran genios: estaban estigmatizados, pero
operaban en auditorios llenos de gente, con pacientes gritando
desesperados, sin perder un minuto. Si no, la gente se les moría. A
Fanny Burney, que es una antecesora de Jane Austen, la salvaron: gracias
a esa operación terrible llegó a vieja, murió con más de 80 años en una
época en que la gente se moría a los 50. Esa carta terrible habla de
las dos cosas: de lo valiente que fue ella frente al horror y el dolor, y
de ese médico que le salvó la vida, que sabía lo que hacía en las más
extremas condiciones. De hecho, ella lo llama “el buen doctor Larrey” y
se enternece porque la mira “pálido y con dolor”.
¿Siempre te interesó la medicina como tema?
–Lo tenía un poco oculto, pero sí, siempre. Me parece, de todos
modos, que es un tema muy presente en nuestro tiempo, medio inescapable.
También me fasciné con los museos de anatomía. Cuando escribía este
libro pensaba en la exhibición Bodies, en las disecciones públicas de
Gil Hedley en Estados Unidos y en los programas-realities sobre
operaciones estéticas o sobre emergencias médicas que son muy
explícitos, como un teatro anatómico por televisión. Pero pensaba
también que aunque la relación con el cuerpo vivo en la época de
Frankenstein puede tener un reflejo, un eco, con los cuerpos de hoy, la
relación con los muertos es muy distinta. Entonces era de comunicacón.
Mary le habla a Shelley todo el tiempo. Dice que no es un fantasma lo
que escucha: que es la voz de su marido. Es la época del nacimiento de
los cementerios como ciudades de muertos: se puede pasear por ahí, son
lugares de encuentro, de juego, se leía entre las tumbas. Ahora son como
campos de golf, están lejos de las ciudades, no hay árboles, no te
podés sentar. Cuando el cuerpo ya no está vivo, todo se termina.
LA MUJER MONSTRUO
Mary Shelley es el hilo conductor de estas guerras contra la muerte,
la voz que encarna los discursos de la época y la que es capaz de
sintonizarlos no sólo por su extraordinaria sensibilidad, sino porque su
vida fue una especie de condensación romántica. Escribe Esther Cross:
“Mary Shelley fue una pieza clave del mundo que la formó. Reveló la
realidad que la incluía, la que no alcanzaba a contenerla, y al hacerlo,
la definió. Hay escritores que fundan su contexto, y ella creció en la
época de Frankenstein”. Y, más adelante: “En un juego recíproco de
influencias, la novela de Mary Shelley, por su parte, acentuó el miedo a
los ladrones de tumbas, a la disección, a los cementerios, a los
médicos y a algo más temible que la muerte: lo que los seres humanos
hacían con ella”.
La niña que creció en la época de Frankenstein escapó de su casa a
los 16 años con un poeta romántico que era vegetariano y creía en el
amor libre; aprendió a leer en el cementerio, deletreando lápidas,
especialmente la de su madre, lugar de peregrinación para los
admiradores de la pionera feminista, autora de Vindicación de los
Derechos de la Mujer; fue amiga de Lord Byron, viajó la mitad de su vida
adulta, y mientras tanto escribía, perseguida por las deudas, la muerte
de sus hijos, un padre demandante y el suicidio de la ex mujer de
Shelley, tragedia que –entre otras cosas– la condenó socialmente. Tenía
18 años cuando escribió Frankenstein y la idea se le apareció aquella
famosa noche en casa de Lord Byron en Ginebra, cuando los amigos –Mary,
Shelley, Byron, su médico Polidori y Claire Clairmont, hermanastra de
Mary y amante de Byron– se propusieron escribir un cuento de terror, una
historia que “les helara la sangre”. A Mary se le apareció el
estudiante de anatomía pálido, agachado sobre el cadáver, sobre restos
humanos, a Polidori, famosamente, el primer cuento de vampiros moderno,
casi 80 años antes del Drácula de Bram Stoker. “Escribí poco sobre esa
noche, ¡hay tanto y tan bien escrito!”, dice Esther Cross. “Fue un
alivio no tener que volver a narrar ese encuentro: me permitió
concentrarme en otros aspectos. Por ejemplo, contar que Claire
Clairmont, ya muy vieja, conoció a Henry James y le inspiró Los papeles
de Aspern. Descubrir que cuando Mary decide darle vida al monstruo con
una descarga eléctrica, está citando los experimentos con energía
galvánica del profesor Aldini, que provocaban contracciones en cuerpos
muertos. En un momento se pusieron de moda, se llamaban Las Danzas de
las Convulsiones Tónicas; las prohibieron en 1804.”
¿Creés que a ella la fascinaban estos casos?
–Como a cualquiera de su época. Creo que le daba mucho más miedo que
morbo. Realmente escribió Frankenstein como una historia de horror: ni
siquiera investigó, se basó en lo que leía en los diarios. Los recortes
se consiguen y son escalofriantes. No era una mujer morbosa, me parece.
Más bien era una mujer de vida muy intensa y una escritora profesional.
Ganaba plata con lo que escribía, tenía que sostener su estilo de vida,
las deudas de su marido, mantener a su padre.Pero se la ignora bastante en este sentido. –Se la ningunea muchísimo, no entiendo por qué. Lo mismo pasa con Fanny Burney, que debería ser famosísima. Hay, supongo, un desprecio de género, de Frankenstein como novela de ciencia ficción, también quedó aplastada por el éxito enorme que tiene el libro, incluso en su época. Frankenstein llega al teatro en vida de Mary Shelley, es igual a que hoy Hollywood adapte una novela. Durante la investigación le escribí a un especialista en Virginia Woolf preguntándole por qué ella nunca se había ocupado de Mary Shelley, si, por ejemplo, había escrito sobre las Brönte... Se especula con que a Woolf no le gustaba Frankenstein. El especialista me dio la típica respuesta de un inglés: que lo único que se sabe de por qué Woolf no escribió sobre Mary Shelley es que no escribió sobre Mary Shelley.
¿Y qué te parece la biografía de Muriel Spark? –Me pareció muy informativa y un poco fría. Pero creo que entiendo esa sequedad, sobre todo después de leer todo lo que hay, que es muchísimo, desde las propias cartas y diarios de Mary hasta los de sus amigos, como Trelawney, por ejemplo, que es un maldito, le chorrea sangre de la boca cuando escribe, cuenta cosas tremendas de Mary, desde que tenía poco pelo y piernas cortas hasta que le hacía espantosas escenas de celos a Shelley. Spark depuró mucho, editó lo tortuoso: creo que se le fue la mano. A lo mejor quería rescatar a esta mujer como escritora seria y sacarle el chisme, el morbo y todo lo monstruoso. Quiso limpiarla de todo eso, no quiso caer en las interpretaciones, en la relación de vida y obra. Está buenísimo como gesto, pero uno quiere a ese monstruo. Y yo no creo que su vida tortuosa y novelesca la banalice o disminuya como escritora, al contrario. Entiendo sí que ese rescate higiénico haya sido necesario en otra época.
¿Y a vos te gusta Frankenstein?
La mujer que escribió Frankenstein. Esther Cross Emecé 200 páginas
¿Y las demás novelas? –Matilda es una muy buena novela, y son notables sus Vidas de escritores. Pero, en general, las escribe muy por trabajo, sin ese genio ni la capacidad de capturar una época de Frankenstein. Hay una, sin embargo, que es genial: El último hombre. Es una novela de ciencia ficción sobre la plaga, una peste mata a la humanidad. La gente se moría por cualquier bacteria en la primera mitad del siglo XIX y sin embargo, en esa época, no se escribía nada como El último hombre. Y menos en el estilo de esa novela, que también es muy directo, muy moderno. Mary Shelley estaba adelantada, iba más rápido que todos los demás. Estaba tan hundida en su tiempo que, paradójicamente, tenía más perspectiva. Podía ver más, mejor y más lejos.
Thanks for sharing! Nice post!
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